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Una baratija anunciada


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El día estaba primaveral, cálido, luminoso y azul. Habían quedado para comer, como en otras ocasiones, ella procuraba no excederse en la comanda para no parecer lo disfrutona que en realidad era. En los postres, escasos y minúsculos, él sacó una cajita perfectamente envuelta con lazo para entregarla como regalo. Sabía que le gustaban los pendientes discretos y bonitos para enmarcar una cara que presumía de sonrisa, dulzura y bondad. Su madre siempre se lo había dicho “tienes ángel”. Por lo demás su rostro era corriente, semejante a otros muchos, ahora delataba el paso del tiempo envuelto en disgustos.

Cuando le dio el pequeño paquete puso un gesto de ahí va esta bonita joya que subraya y realza lo mucho que te quiero. Quitado el papel del envoltorio, la cajita roja imitación a cocodrilo, brillaba con el lujo de la ilusión.

No se veían mucho, quizá una vez al mes, se contaban las preocupaciones y tareas, además de los pequeños y grandes problemas personales. También para echarse unas risas. Él tenía compañera, la patrona, que lo tenía alojado en su casa por una cantidad módica, compartían gastos y muchas mentiras. Ambos presumían de presencia y postureo, se consideraban eminentes en sus propios límites y muy de izquierdas. Publicar, ser adulados, contar los dineritos para que no falte el bienestar. Se trataba de mostrar al mundo los méritos de la nada.

Cuando abrió la cajita contempló unos pendientes diminutos, como de risa, de los que se encuentran en los mercadillos por menos de cinco euros, el cierre prometía arruinar el lóbulo. Sobre una piedra azul, falso lapislázuli, próxima a despegarse, rodeaban unas humildes piedrecitas transparentes como de juguete, imitación a diamante que daban pena. El mustio dorado producía una lástima infinita. En la caja de una joyería de la calle Mayor se podía leer claramente: Nina Ricci. No había duda, los pendientes contenían, además de firma, burla y humillación.

El dadivoso en cuestión, de amplio volumen abdominal y respuesta rápida con vivos reflejos practicados, solía acudir a su casa en la que no colaboraba en gastos ni agradecimientos. Era proclive a provecharse y hacer sumas mentales, como si de un elemental interesado se tratara.

Intentó disimular, una sensación de opresión le cubrió el pecho, era capaz de reírse de ella en un momento especial con las peores intenciones. La consideraba una ingenua, no había duda. Para qué presumir, ella no lo necesitaba.

El abuso de los hombres con la intención de hacer daño y herir los sentimientos es sobradamente conocido y denunciado. La educación franquista, ibérica y legendaria ha ayudado a aportar argumentos que desarman por la falta de amor y la necesidad de humillar para crecer un poco. La mentira, el disimulo y la ambición cuando no se puede ejercer la mutua correspondencia es propia de seres débiles y despreciables.

En su casa, atónita y cuarteada por el desplante, le pegó una patada en los minúsculos huevos que lo adornaban con toda la fuerza de su imaginación y con pena se dio cuenta de que no era un hombre ni de ayer, ni de mañana, era un hombre antiguo.

María C. Galera fue ayudante de Don Enrique Tierno Galván. Es Doctora en Filología Hispánica y profesora de Lengua y Literatura Castellana.