Samir, el secreto entre las sombras - Capítulo X
- Escrito por La redacción
Matisse
Cuando Samir llegó a Tánger en aquellas condiciones dejando atrás toda una vida, verdaderamente se sentía deprimido. Cambiar su nacionalidad, su nombre, en apariencia su religión heredada de su madre, le hizo sentir una temporada fuera de toda circunstancia. Todos esos meses hasta que se encontró con el Argonauta, se había centrado en Nabila y en su religión. Se sentía igual que el pintor Matisse cuando en 1912 y aconsejado por sus amigos se instaló también en Tánger, completamente deprimido pensando que su pintura no valía nada. El reputado coleccionista Iban Mozorov había rechazado dos de los mejores cuadros de Matisse, lo que ocasionó en el pintor una convulsión emocional difícil de superar. Algo por otra parte, muy habitual en los artistas. Dos semanas estuvo la ciudad de Tánger en 1912 sin parar de llover, una lluvia de esas que parece un castigo del cielo. Lo mismo le había sucedido a Samir.
Cuando al llegar a casa tras la entrevista con el Argonauta, y encontrar tan nerviosa a Jadiya, gritando porque se habían llevado a la señorita Nabila, realmente se quedó paralizado. Eso no podría sucederle, no podía aguantar ni pensar en perder a Nabila, que le hicieran algo…como le había pasado a Marina. Como con ella, se sentía culpable.
— ¡Dígame Jadiya! Intentaba parecer tranquilo después de un grito que lanzó al ver el pañuelo o hiyab de Nabila en el suelo. ¡Qué ha pasado! ¿Cómo ha sido? (Metía los dedos entre sus cabellos como con ganas de arrancárselos)
— ¡No hay tiempo señor Samir!
— ¿Cómo que no hay tiempo? ¿Quién ha venido aquí?
Recogió del suelo el hiyab, y lo apretó con rabia y llanto. Nabila tenía muchas maneras de vestir, a la europea, como una francesa, como una española, pero sobre todo como una musulmana. Para hacerse con el sitio social y reputado que tenía en aquel Marruecos, probaba reacciones. En realidad, en su condición vamos a decir de colaboracionista con el espionaje le gustaba, llevar caftán o taqchita. Esta forma de vestir le gustaba porque en realidad siempre pensó que sería en su caso y en el de otras muchas mujeres musulmanas, una protección contra la agresividad sexual de los hombres para mantener intactos el orden social y la moral. Esto ponía la carga de la moral social sobre el cuerpo de la mujer y su vestido. Era tan guapa que daba igual como se vistiera. Su cabello pobladísimo con ese color que da la henna, le pasaba de la cintura. En casa, a veces lo soltaba y parecía realmente una diosa, con la henna en las manos y pies, sus ojos negro bien marcados y profundos por el kohl que los protegía.
En ese momento y después de hablar con el Argonauta cuando regresaba al Riad, Samir se dio cuenta de que verdaderamente sentía un amor enorme por ella. No porque le hubiera ayudado, eso podría ser obligación del servicio de inteligencia, sino, porque la veía muy valiente, inteligente, muy buena y educada, y sobre todo un componente que hasta ese momento nunca había visto con tanta sinceridad nuestro combatiente escritor: la sincera religiosidad que más que eso era espiritualidad.
Nabila había enseñado a leer y a escribir a Jadiya y tenían como no podía ser de otra manera, muy buena relación. Samir les decía en aquellas noches de té con hierbabuena y estrellas en el cielo que eran las sinónimas de El Quijote y Sancho. Samir dijo que tenía una amiga militante jefe de escuadrón durante la guerra, que era escritora como él y que había escrito una magnífica novela sobre Las sinónimas. Le perdió la pista, pero don Mariano durante los tiempos de cárcel, le llevó Las sinónimas. Su autora, Rosa Amor había estado en contacto con el jesuita porque era quien organizaba aquellos encuentros en Madrid, hasta liberar a los dos prisioneros y llevarlos hasta Tarifa, pero nada se sabía de ella.
— ¡Ay, señor Samir!, llamaron a la puerta y como siempre abrí. Eran dos hombres…
— ¿Cómo eran Jadiya? Samir tenía el hiyab de color azul añil en la mano.
— ¡Eran…como grandes…!
— ¿Te parecieron españoles…nazarenos como decís aquí…¿cómo eran? Por favor, Jadiya, dime.
— Eran rubios, con sombreros, hombres grandes…de esos que se sientan en los cafés y una tiene que pasar delante de ellos cubierta con tela por completo.
— ¿Y qué pasó?
— Pues algo hablaron en un idioma que no entendí y…y….yo conozco a la señorita Nabila, y su rostro. Esos hombres no eran buenos, señor Samir. ¡sálvela por favor!
— ¿Y qué hizo la señorita Nabila? Preguntó con ansiedad Samir.
— La cogieron del brazo y cuando se marchaba gritó: ¡Matisse! Pero no sé qué quiso decir.
— ¡Matisse! (se quedó pensativo)
Rápidamente cayó en la cuenta de que Nabila tenía un cuadro dedicado por el mismo Matisse a su padre, aunque pasaba desapercibido. Descolgó el cuadro y detrás tenía un sobre pegado. Lo abrió y nervioso comenzó a leer:
Mi querido Samir, si estás leyendo esto es porque estoy en peligro, aunque no me conoces del todo, ya sabes quién soy y los dos estamos en lo mismo. Te quieren a ti, no creo que sospechen de mí, pero no lo sé. Hace días que ha venido Jean Clementin y algunos de la Red de Portland. No sé qué hacen aquí, pero están. Si no lo sabes ya te digo que cuando salgo con mi ropa de musulmana siempre llevo arma de defensa, pero eso no lo sabrás, porque si vienen a buscarme y estoy en casa es posible que no lleve el arma. Les he investigado y tienen una casa en la kasbah. En mi cómoda tengo diez armas, varias ampollas de cianuro, y otros métodos que no debes conocerlos mucho porque no te han entrenado. Eres más de guerrilla de bosque, como todos los españoles o sefarditas. Si puedes, ven a buscarme, sigue una ruta por la medina y la kasbah siguiendo las casas azul añil. Si estoy muerta, que sepas, que puedes ser el hombre de mi vida ¡haz lo que puedas, pero no te arriesgues por mi!
Salió Samir con chilaba y unos zapatos a modo de babucha europea que llevaban micros. Debajo de la vestimenta y entre los zaragüelles tres armas. Iba más seguro que nunca. En la medida que se adentraba en la Kasbah de Tánger, Samir se sumergía en un laberinto de estrechos callejones empedrados que llevaban consigo siglos de historia y encanto, aunque en ese momento la ansiedad le podía. Entró por la entrada principal de la Kasbah, tras la imponente puerta, de la que colgaban coloridos tejidos marroquíes. Una vez dentro, el aire le impregnaba el ánimo de aromas de especias y perfumes, y el sonido de los vendedores ambulantes y los niños jugando llenaban el ambiente. La nostalgia, la gratitud y el amor se entremezclaban con el odio, la venganza y la ansiedad.
Siguió avanzando y se encontró con una mezquita, cuyo minarete se alzaba majestuosamente hacia el cielo. Ahí pensó en que Allah tenía que ayudarles. Se sorprendió a sí mismo recitando versículos del Corán. El sonido suave del llamado a la oración flotaba en el aire, pensó que le ayudaría y que no le temblaría el pulso para salvar a Nabila, su amiga, su hermana, su amor.
Subió por las callejuelas, descubrió uno de los miradores que se abren al mar. Se contemplaba una panorámica del Estrecho de Gibraltar, Las gaviotas revoloteaban en el aire mientras los barcos pasaban en la distancia. Llegó a la muralla de la Kasbah, que protegía la ciudad antigua de los invasores. Tras varias casas de judíos y una de las sinagogas, dobló la esquina y encontró una enorme casa. Le pareció que no podía ser otra. Alguien le cogió la mano. Era Jadiya.
— ¡Qué hace aquí Jadiya! Habló Samir, que se había subido la capucha de su chilaba.
— ¡Señor Samir!, me ha costado reconocerle mientras le seguía. ¡parece uno de los nuestros! ¡Déjeme a mi! voy a llamar. ¡usted cree que está aquí la señorita Nabila verdad? Afirmó la joven ayudante.
— Sí, Jadiya, sí.
Samir se quedó en la esquina preparado para entrar. Estaba irreconocible. Llamó Jadiya y nada mas abrir, entró Samir y de dos tiros mató a los dos hombres que se habían llevado a Nabila.
— ¡Señorita Nabila! Gritó Jadiya.
Era obvio que la habían torturado. Entró Samir por la puerta de atrás y mató a los cuatro que la estaban golpeando.
— ¡Nabila! Gritó Samir.
Mientras Samir desataba a Nabila, uno de los abatidos se arrastró hasta su pistola.
— ¡Samir! Gritó Jadiya mientras se interponía entre el enemigo y nuestro héroe.
De un tiro Jadiya cayó al suelo muerta.