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Las patentes españolas en el siglo XVIII


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En el siglo de las Luces, para lograr una patente de la Corona, los inventores debían demostrar el buen funcionamiento de la máquina o herramienta ante una junta de personalidades, designadas por el rey o el Consejo de Castilla. La Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País recibió el encargo de formar parte de las mismas en veintiún ocasiones, entre 1776 y 1803. Estas comisiones, generalmente, eran remitidas a las secciones internas de la Sociedad que nombraban a varios socios para que realizaran los informes finales.

Internamente, la mayor parte de estos Amigos del País mantuvo una postura contraria a participar en estos exámenes, pues uno de sus principales modelos de ilustrado, el conde de Campomanes había recomendado en su obra "Bosquejo de Política Económica Española delineado sobre el estado presente de sus intereses", premiar en metálico las innovaciones tecnológicas antes que conceder privilegios de patente a los que calificó negativamente, tildándoles como "mayorazgos". Con ello, Campomanes pretendía que las mejoras e innovaciones inventadas se divulgaran y se utilizaran rápidamente por toda España. Sin embargo, una minoría de socios subrayó la necesidad de lograr el apoyo de la Corona, poniéndose a su servicio también en este campo, esperando que la concesión de patentes ayudara, aunque fuera indirectamente, a la innovación tecnológica del reino.

Las invenciones examinadas por los Amigos del País se repartieron en unos campos muy precisos, predominando las máquinas y sistemas referidos a las patentes sobre molinos. Bajo este apartado apareció toda una gama de ingenios preindustriales para la fabricación no sólo de harinas, sino de todo aquello susceptible de un tratamiento mecánico que necesitase un potente elemento motor suministrado por el agua o el viento. La aplicación de estas fuerzas naturales estaba en relación con la proporción de conocimientos mecánicos y, sobre todo, con la noción de la moción circular que tuvieran sus inventores. Los molinos de pólvora o las tahonas podían aplicarse a varias esferas como la militar, la explotación de minas y la construcción. Así, los inventores se plegaban a las necesidades económicas del reino, sin olvidar el interés que demostraban, en aquellos años, los ministros ilustrados en estos últimos campos.

La mayor parte de los inventores presentaron, precisamente, molinos de “novedosa invención”, adornados como multitud de ventajas: harinaban, batían paños, podían moler diferentes productos en un espacio de tiempo más corto que el habitual, resultaban de bajo coste y no provocaban daño en los animales. Todo ello redundaba, teóricamente, en beneficio del propietario y del consumidor. Además, como la mayor parte de maquinarias presentadas, resultaban de fácil manejo y no requerían del uso de una gran fuerza, sugiriendo que a su cargo podían situarse muchachos, impedidos y mujeres.

Un segundo grupo de patentes solicitadas fueron mecanismos de elevación y transporte –como cabrias-, herramientas, materiales –tejas y cartón- y utensilios pequeños, cuyos autores recibieron, la mayoría, el placet de la Matritense.

¿Quiénes eran sus inventores? En su mayoría españoles aunque hubo también mecánicos o artesanos extranjeros, generalmente de clase popular y origen plebeyo, ávidos de enriquecerse y ocupar una escala mayor de consideración social. En la mayoría de expedientes solicitaron la concesión del privilegio de patente por un periodo comprendido entre los diez y los veinte años.

Durante su examen, los ilustrados mostraron siempre una preocupación especial a la hora de garantizar la novedad de la invención, revisando, a través de numerosas fuentes, los últimos modelos que se estaban diseñando en Europa. De esta manera, en 1776 descubrieron que varias modelos de molinos eran meras copias de conocidas máquinas o que la supuesta e innovadora manera de fabricar papel de Juan Llaguno estaba explicada en varios tratados franceses. En otras ocasiones, tras comprobar efectivamente su novedad, las máquinas eran remitidas a sus diseñadores hasta que cumplían estrictamente las condiciones de patente, devolviéndose hasta dos veces en algunos casos. Una vez comprobada la innovación que presentaba el diseño de las máquinas y su estricto funcionamiento, los socios intentaban verificar las ventajas que éstas podían proporcionar. En algunos casos, requirieron un informe a maestros aventajados en su oficio; en otras ocasiones fue solicitada la opinión de algún funcionario real y varios testigos aunque, en la mayor parte de las evaluaciones, los comisionados experimentaron directamente con el modelo. Las conclusiones de estas pruebas eran anotadas cuidadosamente en el informe que, días más tarde, se leía en la Sociedad. Si ello era posible, el inventor también era invitado estar presente en aquella evaluación.

Las cartas de presentación o los informes favorables de otras instituciones, adjuntadas por los inventores en sus expedientes, no impresionaron a los delegados de la Matritense, que siempre prefirieron juzgar según sus propios exámenes y criterios, conforme al espíritu experimental de la época. En algún caso, los Amigos del País tuvieron que discernir la autoría de una invención, pues varios menestrales se adjudicaron la innovación. En todo caso, su participación en el fomento y examen de patentes formó parte de su programa de modernización de la economía y tecnología española, deseado como un ideal durante todo el siglo XVIII.

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea por la UAM.