Los intelectuales pueden ser considerados como fabricantes de pensamiento de utilidad social. Forman parte de un estrato social reducido de la población cultivada. Se dotan de métodos propios de inventar, expresar y criticar. Su crédito lo adquieren cuando demuestran estar capacitados para formular ante el poder político, los intereses sociales mayoritarios. El poder puede tener en cuenta o no, por necesidad o por preferencia, las ofertas de los intelectuales. En el primer caso, se verán mimados por quienes mandan y deciden. Si se transforman en aduladores del poder, prebendas de todo tipo caerán en sus zurrones. En caso contrario, se arriesgan a ser perseguidos y silenciados desde el poder. Siempre precisan de medios desde los cuales difundir su pensar. Sin estos medios, que el poder suele controlar de manera directa o diferida, les resulta casi imposible dar a conocer el fruto de su trabajo, virado hacia la opinión pública que ellos contribuyen a ahormar. Si lo consiguen, pueden adquirir la condición de grandes referentes sociales, incluso como emblemas de moralidad y compromiso. Aunque, si los intelectuales son verdaderamente leales a su doble función social, la de idear y criticar, se encuentran casi siempre en el filo de la navaja: al poder casi nunca le gusta escuchar tipo alguno de crítica; y, menos aún, que alguien le señale qué decisiones debe tomar, función ésta que, históricamente, muchos intelectuales han querido asumir.