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María de la O. Lejarraga, la mujer detrás de “Gregorio Martínez Sierra”.


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Ocultarse bajo un pseudónimo a la hora de escribir fue durante tiempo una práctica habitual. Y mucho más tratándose de mujeres. Durante el siglo XIX se convirtió en un recurso habitual para aquellas que osaban romper los moldes y lanzarse a la aventura de las letras. Los motivos eran diversos. Por un lado, protegían así la propia obra literaria, puesto que todo lo escrito por “señoritas” era, de partida, considerado como de género menor, más superficial, inocuo. Por otro, se protegían a sí mismas del desprestigio social que acompañaba a las mujeres con ansias intelectuales.

Mayoritariamente elegían como pseudónimos nombres de varón. ¿Significa esto que ansiaban convertirse en hombres? ¿O que envidiaban su condición? Aurore Dupin, quien se había ocultado tras un caballero joven e independiente llamado George Sand y cuyas aventuras narró en sus libros Un invierno en Mallorca, Cartas de un viajero o Historia de mi vida, lo tenía claro: No, no quería ser un hombre, ni habría querido nacer como tal. Sin embargo, vivía en una realidad en que una mujer como ella no encajaba en ninguna tipología de fémina, ya no dentro de lo aceptable, ni siquiera encajaba dentro de lo concebible para una de ellas. Sus ansias de libertad, de vida, sólo podían ser contadas por la boca de un varón. Cualquier otra opción resultaba incomprensible para sus contemporáneos.

A pesar de ello, en el caso de escritoras vinculadas con el feminismo, como es el caso de María de la O. Lejarraga, esta opción, la de ocultarse tras un pseudónimo, ha sido especialmente criticada. A muchos les resulta un recurso incongruente con la liberación de la mujer que promulgaba. Y más cuando el pseudónimo no es tal, sino el nombre de su propio marido, a quién atribuyó la autoría de casi la totalidad de sus obras.

No fue hasta 1953 cuando la propia María defendía su participación en la que hasta entonces se creía la obra de su marido. Pero presentaba su producción como una colaboración entre iguales. De hecho, publicaba sus memorias bajo el título Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración (1953) reivindicando su mitad de mérito en esta relevantísima producción literaria, que habría nacido del trabajo en equipo con su pareja. Pero esto sólo era una verdad a medias: En 1983 las investigaciones de Patricia W. O’Connor atribuyeron la totalidad de la obra a María, dejando la participación de Gregorio reducida, prácticamente, a la nada.

¿Por qué habría optado María por publicar su trabajo con la firma de su marido? En sus memorias, Gregorio y yo, María achaca su renuncia, en primer término, a la presión social y la mala imagen que pesaba sobre las mujeres escritoras . “No quería empañar la limpieza de mi nombre con la dudosa fama que en aquella época caía como un sambenito casi deshonroso sobre toda mujer literata”, argumenta.

Una segunda explicación es la forma en la que María entendía la producción teatral. Para ella, su escritura y su representación eran un todo indisoluble. Y teniendo esto en cuenta, Gregorio era, efectivamente, tal y como refiere estudio que le dedica Carlos Reyero Hermosilla, “el mejor director artístico con que ha contado el teatro español”.

Pero no es ese tampoco el motivo de más peso. Sorprendentemente, María achacaba su renuncia principalmente al amor: “Casada, joven y feliz, acometióme ese orgullo de humildad que domina a toda mujer cuando quiere de veras a un hombre”. Era un amor mal entendido que la llevó a humillarse escribiendo a la sombra de su marido incluso cuando Gregorio ya mantenía abiertamente una relación con una de las actrices de la compañía que ambos dirigían, Catalina Bárcena. María siguió durante años escribiendo obras de teatro en las que Catalina podía lucirse como protagonista mientras compartían a Gregorio sin disimulos. En 1909, hundida, intentó suicidarse lanzándose al mar, pero siguió aguantando la situación hasta 1922, cuando Gregorio y Catalina tuvieron una hija y María decidió, por fin, separarse de él. Pero esta separación fue muy relativa: María seguía escribiendo bajo el nombre de Gregorio y éste continuaba reclamándole textos y obras de teatro con las que poder trabajar. Sólo los apuros económicos que hubo de sufrir María años después, en el exilio, la llevaron a reclamar parte de los beneficios de la obra. La hija que Gregorio tuvo con Catalina, heredera de los derechos de autor de su padre, nunca se los concedió.

Pero empecemos por el principio. María de la O. Lejarraga nació en 1874 en San Millán de la Cogolla. Muy pronto la familia se trasladó a Carabanchel, que por aquél entonces era un pueblo de Madrid, donde su padre siguió ejerciendo como médico. Tuvo la extraña suerte de crecer en una familia preocupada por brindarle una buena formación, hasta tal punto que María asistió a las clases de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer. Es allí donde entró en contacto con las ideas de la Institución Libre de Enseñanza y el feminismo.

Se formó después como maestra. De hecho, la enseñanza en todas sus formas fue su vocación más clara hasta el final de sus días, tanto en aquellos momentos en los que ejerció como docente como en los que no. El propio hecho de elegir la revista Blanco y Negro para varios de sus artículos feministas nos habla de su voluntad de educar sobre la cuestión femenina a la clase media española y no sólo a las élites.

En 1900 se casó con el hijo de una familia conocida,Gregorio Martínez Sierra, y durante años ambos vivieron de su exiguo sueldo de maestra. Acabada la jornada, ella se consagraba a la escritura de sus obras teatrales, las obras de “Gregorio Martínez Sierra”. Abandonó la docencia tras el primer éxito de su obra teatral Canción de cuna en 1911, considerada por la Real Academia Española la mejor obra de la temporada 1910-1911. A partir de ese momento, María se dedicó por completo a la escritura, alternándola con la traducción en los momentos de necesidad económica, especialmente durante el exilio. Lo hacía oculta en todo momento tras el nombre de su marido, que se ocupaba de la promoción y las relaciones sociales.

María Lejarraga sólo recuperó plenamente su identidad, su nombre, con la Segunda República. O, de alguna manera, se desdobló de una forma un tanto curiosa. Para entenderlo hay que entender también que ella misma concebía su obra literaria y su militancia política como esferas totalmente independientes, como si de dos personas diferentes, dos autoras diferentes, se tratara.

En lo que a la militancia política y social se refiere antes de la Segunda República ya había plasmado su encendida defensa del feminismo en diversos artículos y en cinco libros: Cartas a las mujeres de España (1916), Feminismo, feminidad, españolismo (1917), La mujer moderna (1920), Nuevas cartas a las mujeres (1932) y Cartas a las mujeres de América (1941). Sin embargo, sus reivindicaciones del feminismo aparecieron firmadas, una vez más, con el nombre de su marido. En ellas, como ya había pasado en su producción teatral, se daba la paradoja de que Gregorio, un hombre a la antigua usanza, firmaba una defensa de la “mujer moderna” donde ésta era capaz de compatibilizar matrimonio, maternidad y una carrera propia.

Una vez más, era la propia María la que elegía firmar con el nombre de Gregorio. Éste nunca la obligó y por aquél entonces ya estaban separados como matrimonio por las infidelidades de él. Un buen ejemplo de esta complicada relación es que en 1931 un volumen en que se compilaban una serie de conferencias pronunciadas por María en el Ateneo (La mujer española ante la República) había visto la luz firmado por ella, pero acompañado con una dedicatoria que más bien era una disculpa: “A GREGORIO MARTÍNEZ SIERRA, con lealtad y cariño, dedico este trabajo que, distancia y premura me obligaron a realizar sola, pero no fuera de nuestra entrañable comunidad espiritual” Y eso a pesar de que el libro ni siquiera lo firmaba con su nombre real sino con su nuevo nombre de pluma: “María Martínez Sierra”, esto es, su nombre y los apellidos de Gregorio. Se negaba a renunciar al vínculo que la mantenía aferrada a su exmarido con una insistencia insólita. Únicamente su último trabajo, Carta a las mujeres de América, escrito ya desde el exilio, aparecía propiamente con la autoría de María.

Dejando de lado la cuestión de la firma, su labor en lo referente a la “cuestión femenina” durante los años republicanos fue frenética. Tomó parte como miembro en el Lyceum Club de Madrid (fundado por María de Maeztu), pero disconforme con este asociacionismo femenino (que le resultaba insuficiente, demasiado esnobista y alejado de la realidad) se decidió a crear en 1931 la Asociación Femenina de Educación Cívica. Fue este desencanto frente a las primera iniciativas femeninas y su convencimiento de que se debía actuar sobre la totalidad de la sociedad y no solamente sobre la intelectualidad, lo que la llevó a acercarse al socialismo. Ya había entrado en contacto con los círculos socialistas tiempo atrás, en 1905, cuando, todavía en calidad de maestra, había disfrutado de una beca para formarse en Bélgica y había quedado admirada por su labor allí.

En 1933, tras poco muy tiempo afiliada al PSOE, obtuvo un escaño por Granada en las elecciones. Figuraba en la lista por Granada junto a grandes nombres del momento, como Fernando de los Ríos, catedrático de Derecho Público de la Universidad de Granada y Ministro de Instrucción Pública, y Ramón Lamoneda, último secretario de las Cortes Republicanas y Secretario General del PSOE a partir de 1935. Había sido, de hecho, Fernando de los Ríos quién la convenció para entrar en política.

Llegaba al Congreso a la sombra de las grandes pioneras, Clara Campoamor, Vitoria Kent y Margarita Nelken. Pero, a la vez, entraba tras las primeras elecciones en las que las mujeres habían podido votar. Su propio discurso feminista evolucionaba en estos años, llegando a cuestionar la misma existencia del concepto de “diferencia basada en el sexo” para presentarlo como una mera construcción social y cultural. Era un momento de ebullición ideológica muy propicio para las iniciativas de María:

“La República española es una “realidad”, y no lo digo porque “exista”(...), lo digo porque no es un hecho vano ni una palabra hueca. Los hombres que ocupan el Gobierno, sin pararse a prometer imposibles, han empezado a “hacer” inmediatamente. Y han asociado a la mujer a su obra. Esto nos hace esperar que dentro de un régimen de libertado y de Derecho como el que se acaba de instaurar, alcanzaremos el logro de nuestras aspiraciones, y que felizmente la República acabará con la esclavitud femenina1”.

Entre otros proyectos, fundó y formó parte de la dirección del Comité Nacional de Mujeres Antifascistas, presidido por Dolores Ibárruri, encargado de crear comités antifascistas en pueblos y ciudades. Y siguió trabajando en la misma dirección tras el golpe de Estado de 1936. La República la envió, primero, a Ginebra como Agregada Comercial de la Embajada española, y, posteriormente, a Bélgica a organizar las colonias de niños republicanos evacuados allí. En todas sus ocupaciones se entregó en cuerpo y alma hasta llegar a menudo al agotamiento más absoluto.

Su trabajo encajaba en lo que ella entendía que era la misión de las mujeres. Y es que en su ideario, desde tiempo atrás, la propia comprensión de la guerra iba vinculada al feminismo:

“Los hombres tienen casi toda la culpa de la guerra; pero las mujeres tampoco estamos exentas de responsabilidad; hemos faltado a nuestro deber de dos maneras:

Primera: Consintiendo que se eduque a nuestros hijos en una falsa idea de heroísmo y de deber patrio. Hasta ahora mismo se ha glorificado en las escuelas el valor militar, las hazañas de sangre, la injusticia de la conquista, el egoísmo colectivo; se ha inculcado en el corazón de los hombres la idea de que heroísmo significa tanto como desprecio de la vida propia y ajena y arranque para perderla o arrebatarla.

Segunda. Por temor al ridículo, hemos dejado de poner en nuestras reivindicaciones todo el empeño. El día en que las mujeres intervengan en la gobernación de los pueblos en número igual al de los hombres, la guerra habrá concluido para siempre; esto lo sabemos y lo sentimos (...). Hace mucho tiempo que hubiésemos conseguido nuestros derechos políticos si no nos hubiesen asustado, más que las dificultades reales, las burlas de unos cuantos o demasiado interesados o demasiado indiferentes.

Y esto no puede ser. Somos responsables a medias con los hombres que gobiernan tan absurda e inhumanamente. Estamos obligadas a remediar nuestro descuido. Esta es la gran lección de la guerra.2

Derrotada la II República, y tras un primer exilio en Niza, acabó estableciéndose en Argentina, donde falleció en 1974 poco antes de cumplir los cien años. Desde allí, y únicamente por la necesidad económica que la acuciaba, había reivindicado tiempo atrás la mitad de su propia obra publicada con la firma de Gregorio, únicamente la mitad.

BIBLIOGRAFÍA :

Aguilera Sastre, Juan (coord.) (2002): María Martínez Sierra y la República: Ilusión y compromiso, Logroño: Instituto de Estudios Riojanos.

Aguilera Sastre, Juan. “María Martínez Sierra: Artículos feministas a las mujeres republicanas”, en BERCEO, 147 (2004).

Blanco, Alda: “María Martínez Sierra: Hacia una lectura de su vida y obra”, en ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura CLXXXII 719 mayo-junio (2006).

Blanco, Alda (2003): A las mujeres, ensayos feministas de María Martínez Sierra, Logroño: Instituto de Estudios Riojanos.

Reyero Hermosilla, Carlos (1980): Gregorio Martínez Sierra y su Teatro de Arte, Madrid: Fundación Juan March.

Rodrigo, Antonina (1992): María Lejárraga, Una mujer en la sombra, Barcelona: Círculo de Lectores.

1Crónica (Madrid), 17-5-1931.

2Martínez Sierra, María (1917): Feminismo, feminidad, españolismo, Madrid: Renacimiento, pp. 142-143.

Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.