Margaret Mead: Sexo, temperamento y aborígenes de Nueva Guinea
- Escrito por Luisa Marco Sola
- Publicado en La Zurda
Margaret Mead (1901-1978) nació en un entorno privilegiado. Su padre era profesor universitario y su madre activista social. Buena parte de la educación temprana de Mead tuvo lugar en el hogar. Su abuela, maestra, convivía con ellos y tomó parte en la formación de sus nietos. La madre de Mead, una pionera de la sociología que llevaba a cabo estudios de campo sobre inmigrantes italianos, se llevaba a Margaret con ella cuando iba a entrevistarles. Los juegos infantiles de la pequeña Margaret, de hecho, consistían en entrevistar a sus hermanos y consignar las respuestas en un cuaderno como el de su madre. De personalidad arrolladora, Mead fascinó a todos los que la conocieron. El antropólogo Robert Murphy afirmaba en su libro The body silent (1987) cuán difícil era definirla porque ella era “como el aire que se respira”.
Sus mentores académicos también fueron personalidades de primer orden. Uno de los supervisores de la tesis doctoral de Mead en la Universidad de Columbia, Franz Boas (1858-1942), considerado el padre de la antropología americana, ya había revolucionado las convicciones imperantes en su tiempo al renegar del racismo científico, muy extendido en ese momento y que consideraba la raza como una cualidad biológica que, además, determinaba el comportamiento humano. Y, por si esto fuera poco, Boas también puso en tela de juicio la pretendida evolución lineal de las sociedades desde el “salvajismo” a la “civilización”. Las diversas culturas humanas eran para él igual de válidas y sus características presentaban multitud de evoluciones posibles. De su otra supervisora de tesis, Ruth Benedict, una destacada antropóloga de enorme prestigio, Margaret tomó el interés por mujeres y niños como objetos de estudio. Gracias a ella, el planteamiento de la investigación antropológica de Margaret Mead fue diametralmente opuesto al imperante. Se centró en la periferia de los grupos humanos, en los que siempre quedaban fuera del encuadre, prácticamente en la alteridad.
Una vez acabada la tesis, Mead compaginó, durante más de medio siglo, su puesto como conservadora de la etnografía del Pacífico en el American Museum of Natural History con la docencia en el Teachers College de la Columbia University, la Graduate School of General Studies, la Menninger School, la School of Medicine de la Universidad de Cincinnati y la Fordham University.
Su trabajo, y sobre todo su enfoque, marcaron un antes y un después en la Antropología como ciencia. Por un lado, porque logró sacarla de los polvorientos departamentos universitarios y hacerla accesible e interesante para el público general. Manejó como nadie las nuevas tecnologías al servicio de la investigación antropológica (la fotografía, principalmente). Además, popularizó sus hallazgos filtrando a la prensa, con una maestría propia del más puro marketing actual, las anécdotas más jugosas. En sus primeros años, incluso publicaba sistemáticamente todos sus estudios por duplicado en una versión académica y en otra más accesible destinada a la divulgación. Varios de sus colegas, sin embargo, criticaron persistentemente sus esfuerzos por hacer llegar la ciencia al gran público pues la consideraban una vulgarización de la misma.
Su fama alcanzó su punto álgido con la publicación en los años treinta de su libro Sexo y temperamento en las sociedades primitivas. En el mismo, estudiaba los roles de género en tres tribus diferentes de aborígenes de Nueva Guinea y los resultados eran sorprendentes. Mead desbarataba los principios normativos de la sociedad occidental, para la que los roles asignados a hombres y mujeres eran una cuestión más que biológica, sagrada. El trabajo de campo analizaba el comportamiento que las tres tribus asignaban socialmente a hombres y mujeres.
En el estudio, Mead analizó a las tribus arapesh, tchambuli y mundugumor. En el caso de los arapesh, todos los integrantes del grupo eran educados de igual manera, asumiendo conductas pacíficas y afectivas que en occidente se asimilaban con la identidad femenina. Sus roles eran nuevamente similares entre sí y se caracterizaban por actitudes cariñosas y afectivas especialmente en lo referido al cuidado de los hijos.
Los tchambuli sí mostraban comportamientos diferentes en función del sexo, pero era la mujer la encargada de proveer sustento (pescar, principalmente) y dirigir al grupo. Los hombres, por su parte, se ocupaban de las tareas domésticas y mostraban mayor interés por el arte y la belleza. Sus roles, en este sentido, eran el puro antagonismo de los occidentales, puesto que los hombres respondían a los estereotipos femeninos occidentales (se adornaban, se cuidaban el pelo, eran más pasivos...) y las mujeres, a los masculinos (eran más agresivas, no usaban ningún tipo de adorno, etc.).
Por último, entre los mundugumor hombres y mujeres se comportaban de modo violento y competitivo, asumiendo así actitudes que en occidente se consideraban naturalmente masculinas.
A la vista de ello, resultaba insostenible seguir defendiendo que el papel atribuido a hombres y mujeres tuviera algún tipo de base natural o biológica. El “genero”, expresión que ella popularizó frente a la de “sexo” biológico, era una pura construcción cultural. Ese fue, de hecho, uno de sus más importantes legados, la noción de “género”, diferente de la de “sexo”. Además, en consecuencia, según las investigaciones de Mead, los comportamientos atribuidos a los géneros no estaban vinculados al sexo propiamente como característica biológica, sino que era un aprendizaje cultural interiorizado por los miembros de una sociedad y replicado en sus descendientes. Pero es que Mead iba más allá y abogaba por la necesidad de eliminar estos condicionantes de género para que las personas de ambos sexos pudiesen desarrollar plenamente su verdadera personalidad y aptitudes.
Disfrutaba rompiendo moldes, también en cuestiones de orientación sexual. Así, en una conferencia en 1974 afirmaba que una sociedad ideal sería aquella formada por “gente homosexual en la juventud y de nuevo en la vejez, y heterosexual en la mitad de sus vidas”. Ella misma, que había estado casada tres veces, vivió sus últimos años con la también antropóloga Rhoda Metraux, si bien ni la una ni la otra dieron jamás detalles sobre la naturaleza de su relación.
Tras su muerte, se abrió un intenso debate sobre la validez de sus teorías que, sin embargo, no logró invalidarlas. Es más, recientemente, la filósofa Elisabeth Badinter retomaba las posturas de Mead en su libro La mujer y la madre para cuestionar la propia existencia de un “instinto maternal” vinculado a las mujeres. Para ella, se trataría de un concepto fabricado que condiciona las decisiones de las mujeres, mientras que el amor por un hijo sería un sentimiento que tanto hombres como mujeres construyen día a día, sin automatismos. El legado de Margaret Mead, años después, continúa siendo tan significativo y revolucionario como lo fue ella misma en vida.
Luisa Marco Sola
Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.