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¿Quién era esa niña llamada Emilia?


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En toda biografía, inexorablemente, se comienza por los recuerdos de infancia, que ocultan tras de sí la llave de los armarios secretos de la vida anímica de una persona, columna vertebral de su subjetividad.

¿Qué educación ha edificado una mujer así, de qué modelo educativo surge, de qué estructura familiar, de qué crianza ha emergido semejante mujer que ha dinamitado con su historia, el tiempo y lo establecido?

Emilia significó el deseo manifiesto de sus padres. El género, nunca estuvo en juego en el deseo de ser padres de sus progenitores, no fue menos valorizada o deseada por el hecho de no nacer varón, siendo primogénita y única. Fue el centro de su familia.

Ella fue la única hija de Amalia Mª de la Rúa, mujer de decidido carácter, preocupada por estimular la lectura de su hija y del Conde José Pardo Bazán, un militante del partido liberal progresista, diputado en Cortes durante el reinado de Isabel II y el sexenio democrático, que ofreció a su hija su biblioteca privada como paraíso de aprendizaje e imaginación.

Sus libros preferidos fueron Don Quijote de la Mancha, La Biblia y la Iliada de Homero, de la biblioteca del Pazo de Meirás leyó “Las vidas paralelas” de Plutarco y “La Conquista de México” de Antonio Solís como sus escogidos.

Las letras, los libros, el acceso al templo del saber del padre, es regalo de una complicidad entre padre e hija. Recuerdos que quedan grabados y constituyen lo esencial del ser humano, sepultados bajo las bóvedas de la amnesia infantil.

La experiencia infantil se queda a la espera de la transformación de esa niña por la palabra paterna recibida y que devolverá en todos los libros que ella escribió.

De la transmisión del padre recogió la palabra, como dijo André Green: “No hay palabra sin afecto, y no hay afecto sin palabra”. El afecto comunicativo del padre influyó en gran medida. No podemos olvidar que su padre llegó a ser redactor de un periódico y diputado, hombre culto y valorizado, que mira a la niña y ella reconoce en la mirada del padre su espejo cargado de valor sobre sí misma.

Emilia niña fue adquiriendo el control de sus capacidades regulando correctamente su autoestima.

La educación recibida fue de verdadera igualdad, esa era la educación propuesta por sus padres, de familia pudiente, aristocrática y que tomaron la decisión de que su hija se educase en una institución francesa en Madrid, el colegio francés que estaba protegido por la Casa Real, alejada de la educación convencional que por aquél entonces se esperaba de las mujeres, música y labores domésticas.

El Colegio la introdujo en la lectura de La Fontaine y Jean Racine, quedando fascinada por todos los libros de la Revolución Francesa.

Emilia se negó a tomar clases de música y a tocar el piano, prefiriendo dedicar todo su tiempo a la lectura.

No en vano, al hacerse mujer dijo “La educación de la mujer no puede llamarse tal educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión.”

El padre repetía “si te dicen que no puedes hacer algo por ser mujer, es mentira. Porque no puede haber dos morales para dos sexos”. Emilia jamás lo olvidó y tuvo a bien recordarlo públicamente en numerosas ocasiones a lo largo de su vida.

Sus padres optaron porque recibiese clases privadas de maestros destacados, que aprendiese inglés, francés, alemán y humanidades. Que se alejase de la pasividad, la obediencia y la sumisión.

En la época social y cultural en la que creció Emilia era difícil el desarrollo educativo y académico de las mujeres.

Esta situación impidió ingresar en la Universidad. Lo que no impidió seguir aprendiendo sobre avances sociales y científicos, a través de los libros y de las amistades que tenían sus padres.

También los viajes que realizó con ellos permitieron instruirse de tal manera que supo que la mujer podía ser y dar más de lo que estaba limitada por la vida social imperante.

Lectora desde los 8 años y escritora de versos desde los 9 añitos.

Esta niña llamada Emilia Pardo Bazán es un depósito de sentimientos de experiencias infantiles que quedan a la espera de hacerse mujer. Cada recuerdo de su infancia es un patchwork que será usado.

Recuerdo de un Sangenjo pueblo de pescadores y de las vivencias en las afueras de La Coruña, en el Pazo de Meirás, el hogar de sus correrías infantiles.

El apego fue seguro, así como su narcisismo, por esa regulación emocional de los padres con ella. Reconocimiento de su nombre propio y de su lugar en las redes del parentesco. Se imitó a sí misma. Su maduración y afectividad en su vida adulta procedieron de este desarrollo.

Los recuerdos de infancia encuadernaron su vida e hicieron de sus movimientos vitales, memoria, en cada personaje; vivencias, en cada narración.

Esa memoria involuntaria e inconsciente que traspasó a los personajes de sus novelas, mezclando retazos de las vivencias vistas y oídas.

Es en el seno de la familia donde comienza la historia de la memoria, infiltrada por la fantasía, que hace de la verdad ficción y de la ficción instrumento de la verdad.

La vida nace del cuento, de contar nuestra vida. Somos lo que contamos, los recuerdos de infancia reconstruidos, somos memoria de infancia. Ese corazón de Dña. Emilia, involucrado en el recuerdo de lo íntimo, de sus inicios, causa de sus recuerdos.

Nunca titubeó en su feminidad. No estuvo interesada en conquistar a los hombres por la belleza, sino por la inteligencia. Se alejó del aniñamiento de las mujeres de la época que expresamente se hacían las bobas, únicamente lindas y atractivas para atraer la conquista, virtuosas de la autoexclusión. La niña al hacerse jovencita aspiró a participar en la vida social de su época a través del compromiso social, el conocimiento, buscando los placeres inefables de la libertad interna y externa. Convirtiéndose en una jovencita arriesgada en vez de una muchachita inhibida, frecuentes frutos de la educación del momento.

De hecho, dijo al hacerse mujercita “No me gusta vivir esclava de los moños, me arreglo lo posible, todo lo que cabe, sin derrochar un tiempo que debo dedicar a cosas mejores”.

Su espejo no lo tenían los otros en la devolución de sus miradas. Ella ya lo llevaba introyectado en sí misma.

Las miradas de sus padres le mostraron su yo ideal descargado de coacciones exteriores. Su narcisismo siempre estuvo a buen recaudo.

Se relacionó bien con el hecho de ser mujer. Sus padres la apoyaron siendo ella misma, escapando así del destino de las mujeres de su época, en un mundo falocéntrico. Ellos la alejaron de esa infantilización que cercenaba el potencial autónomo de las mujeres y las dirigía a no poder estar solas en libertad, mujer sola, mujer en lástima.

Confesó en alguna ocasión “todas las mujeres conciben ideas, pero no todas conciben hijos”.

Defendió su ser mujer atreviéndose a separarse de su marido porque en ella habitaba una niña deseante con un amante interior que no siempre llevó el nombre de un hombre, a veces uso el nombre de un proyecto, o recayó sobre otras ilusiones, otros viajes, otros libros. En su espacio íntimo, La Pardo siempre tuvo una alcoba interior para sí, asumida con alegría y que brota de estar viva. Cómoda de caminar a solas y autosuficiente.

Ya dejó dicho aquello de “Señor ¿Por qué no han de tener las mujeres derecho de encontrar guapos a los hombres que lo sean y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten? Si no lo decimos, lo pensamos y no hay nada más peligroso que lo reprimido y lo oculto, lo que se queda dentro”.

Siempre se sintió a gusto dentro de su piel. Su trono fue la sinceridad. El diálogo su esgrima personal.

Su escritura pareció a algunos, descarada, por sus confesiones de autenticidad. Una gimnasta de la pluma.

Su infancia constituyó su raíz más segura, privilegiada, resplandeciente y luminosa. Emilia fue el resultado de una educación liberal, basada en el respeto, la igualdad y la defensa a ultranza del deseo propio, al fin y al cabo, la única verdad del inconsciente.

BELEN RICO - PSICOANALISTA Y MIEMBRO  DE LA JUNTA DE GOBIERNO DEL ATENEO.

Psicoanalista y miembro de la Junta de Gobierno del Ateneo