Artemisia Gentileschi: Mujeres pintoras, heroínas y justicieras
- Escrito por Luisa Marco Sola
- Publicado en La Zurda
El Museo del Prado, una de las pinacotecas más importantes de Europa -si no la más-, expone 1.160 pinturas. Destacan las colecciones de Velázquez, El Greco, Goya, Tiziano, Rubens, El Bosco, Murillo, Ribera, Zurbarán, Tintoretto o Van Dyck. Diferentes estilos, diferentes épocas, diversas temáticas y técnicas. Pero dentro de esta enorme colección una constante se repite: Es una selección abrumadoramente masculina en la que sólo seis de las obras expuestas son de pintoras. Las elegidas son: Sofonisba Anguissola (1535-1625), la más representada con tres obras; Clara Peeters (1589-1621), con dos cuadros expuestos; y Aremisia Gentileschi (1593-1654), con su Nacimiento de San Juan Bautista (1635). Frente a ello, 240 de los cuadros son desnudos femeninos. Protagonistas, sí, pero como objetos que admirar.
Una de estas afortunadas excepciones, el Nacimiento de San Juan Bautista de Artimisia Gentileschi, es una obra original y llamativa. A pesar de que aborda un tema clásico en la iconografía cristiana, el momento del alumbramiento de Juan el Bautista, lo hace de un modo nada ortodoxo. El nacimiento, que tiene lugar en torno al 24 de junio (el solsticio de verano, el día más largo del año), es el único nacimiento de un santo al que la Iglesia Católica da rango de sagrado. Además, según la tradición participa de lo milagroso al ser hijo de Zacarías, un sacerdote judío de avanzada edad, y Santa Isabel, que hasta entonces no habían conseguido tener hijos.
Sin embargo, el enfoque de Gentileschi es innovador y cargado de intenciones. La escena se centra en el grupo de criadas, que lavan y atienden al recién nacido. El protagonismo corresponde a esta labor femenina mientras la figura del padre, que escribe en un lateral en penumbra, queda relegada a un discreto segundo plano. Al mismo tiempo, la fisionomía de las mujeres que se ocupan del bebé se aleja de toda debilidad. Exhiben formas rotundas, brazos llenos de fuerza y manos que sostienen los objetos y al niño con firmeza y sin ningún tipo de temblor o duda. En las pinceladas de Gentileschi la feminidad se presenta poderosa y fuerte. Más que una escena religiosa típica, su cuadro es un alegato ideológico que rompe intencionadamente con la tradición.
Ella misma, su vida, también lo fueron. Su propio modo de vida fue objeto de escándalo constante por esa búsqueda premeditada de libertad y de cuestionamiento de las tradiciones.
Artista dentro de una familia de artistas, Artemisia nació el 8 de julio de 1593 en Roma. Su padre, Orazio Gentileschi, era un reconocido caravaggista. Era un momento revolucionario para la pintura italiana, la obra de Caravaggio (1571-1610) no sólo había supuesto la experimentación con el claroscuro y el tenebrismo, sino que, a través del naturalismo llevado al extremo, estaba cuestionando los propios cánones de la estética y el concepto de lo bello.
La niña Artemisia, interesada por la pintura desde temprana edad, se formó en el taller de su padre. Éste mostraba en las cartas que intercambiaba con amigos y clientes su orgullo por el talento de su hija. Cuando sólo contaba con quince años, su padre presumía del enorme talento de su hija en una carta a la mismísima Duquesa de Toscana.
A los diecisiete la joven mostraba unas capacidades que sobrepasaban las enseñanzas que su padre podía brindarle, así que éste buscó un mentor de confianza para que ampliara su formación: El pintor Agostino Tassi. Pero éste, traicionando la confianza de la familia, la violó. Su vida, que se anunciaba luminosa y llena de éxitos, quedó truncada por un acontecimiento que la puso cara a cara con lo más abyecto de la condición humana:
“Cerró con llave la habitación y me tiró sobre la cama, inmovilizándome con una mano sobre el pecho y poniéndome una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos y me levantó las ropas, algo que le costó muchísimo trabajo. Me puso una mano con un pañuelo en la garganta y en la boca para que no gritara (...). Yo le arañé el rostro y le tiré del pelo”.
Mientras narraba lo ocurrido en el juicio una guardiana retorcía sus dedos con una cuerda más y más cada vez, provocándole un dolor insoportable. Artemisia había optado por denunciar a su agresor, algo poco común en ese momento, y tal era la manera en que los tribunales de la época ponían a prueba la fiabilidad de los testigos. Ella lo sabía y aceptó declarar bajo tortura en el juicio a su agresor, tan determinada estaba a hacer justicia. A pesar de ello no cambió su versión a lo largo del juicio, que duró siete meses: Tassi, amigo de su padre, la había violado, tras lo cual le había prometido reparar su honor casándose con ella y ella le había creído. Esta solución, que se conocía como “matrimonio reparador”, salvaba la honra de toda la familia de la agredida y, aunque cueste creerlo, estuvo vigente legalmente en Italia hasta 1981.
Tassi, que ya había tenido problemas con la justicia por violar a su cuñada y por ordenar el asesinato de su mujer, no fue cuestionado durante el juicio, mientras el testimonio de Gentileschi y su propia forma de vida fueron objeto de críticas y debates constantes -en esta visión culpabilizadora de las víctimas de violación no hemos cambiado tanto, desafortunadamente-. Gentileschi, a pesar de todo, se mantuvo firme en su acusación y logró la condena de Tassi. Sin embargo, el juez, Gerolamo Felice, le dio a éste la opción de elegir condena: Cinco años de trabajos forzados o el exilio de la ciudad de Roma. Optó por la segunda, que además nunca llegó a cumplir.
Artemisia, por su parte, a pesar de su pequeño triunfo seguía deshonrada socialmente. Es por ello, que su padre concertó un matrimonio con un pintor florentino que le debía dinero y nueve años mayor que ella, Pierantonio Vincenzo Stiattessi. Tras la boda la pareja se trasladó a vivir a Florencia. En esta ciudad Artemisia se convirtió en la primera mujer en ser admitida en la Academia del Disegno, donde se relacionó con importantes artistas e intelectuales de la época (entre ellos el propio Galileo) y logró el mecenazgo de mismísimo Cosme II de Médicis.
También allí, en Florencia, en la Galería de los Uffizi, se encuentra su obra más conocida, Judith decapitando a Holofernes. La escena relata la historia de Judith, una bella viuda judía, que se adentra durante la noche en el campamento asirio, que en esos momentos está sitiando la ciudad de Betulia. Una criada la acompaña. Aprovechando que el general Holofernes se encuentra inconsciente tras haber bebido demasiado, le decapita y salva así a la ciudad de la destrucción.
Este tema religioso clásico había sido abordado con anterioridad por el propio maestro Caravaggio, pero en su lienzo Judith aparece grácil y delicada. La Judith de Gentileschi, sin embargo, se abalanza sobre el general asirio sujetándolo mientras cercena su cuello con una fuerza casi animal. Su rostro es determinación en estado puro y su cuerpo no tiene nada que envidiar a la fiereza del soldado, que trata de liberarse sin éxito alguno de la firme mano de Judith. Su cuadro sobre la escena también clásica de Yael y Sísara participa de esta visión. El arte de Artemisia Gentileschi sobrepasa así los límites de la obra pictórica para aventurar nuevos modelos de feminidad difíciles de aceptar en su tiempo.
Este lienzo, Judith decapitando a Holofernes, ha sido objeto de interpretaciones diversas, no obstante. Francesca Cappelletti, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Ferrara, se alejaba recientemente de la interpretación de la escena como una respuesta de la pintora a su propia violación. Pero esta lectura, que propuso la biógrafa Marta Garrad en 1989 y relaciona el arte de Gentileschi con el abuso que sufrió, sigue siendo la más aceptada. Para ella, el cuadro supondría una catarsis tras su propia experiencia traumática. Algunos estudiosos incluso han identificado los rasgos de Agostino Tassi en la cara de Holofernes.
Según estas lecturas de su obra, la pintura se convirtió a la vez en venganza y terapia para Artemisia Gentileschi. Entre 1612 y 1615, Gentileschi se autorrepresentó en sus retratos de Cleopatra, Dánae, Santa Cecilia y Magdalena, todas ellas de una fuerza sobrecogedora. Pues tal como explica el historiador del arte Vittorio Sgarbi, Artemisia se retrató de una forma u otra en todos estos cuadros de heroínas como modo de afirmación. Para él, “se trata de autorretratos indirectos a través de varios travestimientos, de significado psicoanalítico o conceptual y de una sorprendente modernidad”.
Los trabajos de Artemisia Gentileschi, su visión rotunda de la feminidad, sus heroínas vengativas, lograron cierta fama en la Italia del Setecientos. Ella, que trabajó entre otros para Felipe IV de España o Enriqueta María de Inglaterra, plasmó como nadie el temperamento de mujeres fuertes adelantadas a su tiempo como Judith, Minerva o Cleopatra. Pero, inexplicablemente, a su muerte cayó en un oscuro olvido durante largo tiempo. Por suerte, aunque con siglos de retraso, la National Gallery le dedica en estos momentos una merecida retrospectiva, si bien ahora se encuentra momentáneamente cerrada por las restricciones por la pandemia. Ojalá sólo sea la primera de muchas.
Luisa Marco Sola
Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.