Cuidar la democracia
- Escrito por Ricardo Peña Marí
- Publicado en Opinión
Se ha dicho hasta la saciedad que la democracia es una planta frágil que no debe ser sometida a turbulencias excesivas, sino que hay que defenderla todos los días, porque su existencia no está garantizada de por vida.
Viene esta afirmación a cuento de los insultos machistas, en sede parlamentaria, de la diputada de Vox, Carla Toscano, a la Ministra de Igualdad, Irene Montero, durante los debates de la semana pasada y de las reacciones que han despertado los mismos en las distintas fuerzas políticas.
No es la primera vez que Vox utiliza el insulto en sus intervenciones. Su diputado José María Sánchez llamó hace pocos días “bruja” a una diputada del PSOE y otro diputado suyo, Rubén Manso, equiparó al Gobierno con Hitler y Stalin y le acusó de querer llevar al Gulag a la oposición. Otro más, Víctor Sánchez del Real, les llamó “comunistas asesinos” en el mismo debate.
En tono más templado, pero no menos hiriente, el diputado del PP, Víctor Valentín Píriz, había tildado días antes de “inútil” a la ministra, mientras el coordinador general, Elías Bendodo, acusaba a Pedro Sánchez de “abrir de par en par las cárceles a los violadores”. También hiriente, su presidente, Núñez Feijóo, afirmaba en esos días que Sánchez ponía en peligro la unidad de España, que “arrodilla a los españoles” ante los “bilduetarras” y que “ha hecho más por Bildu que lo que este consiguió en los años de violencia”.
Como la rana del cuento, nos vamos acostumbrando a que la temperatura del agua vaya subiendo poco a poco y, así, hoy admitimos como normal lo que hace unos años no hubiéramos consentido de ningún modo. Estamos normalizando la brutalidad en la vida pública y, aunque aparentemente no suceda nada grave, quien paga la factura de estos excesos es la democracia misma.
Si el parlamento se convierte —en palabras del diputado del PNV, Aitor Esteban— en una “tasca de mala muerte”, si los partidos que deberían cumplir la Constitución —me refiero ahora al bloqueo del PP a la renovación del Consejo del Poder Judicial— se niegan a hacerlo durante cuatro años y, si ocho jueces conservadores que deben renovar el Tribunal Constitucional se declaran en rebeldía y retrasan sine díe dicha renovación, todo ello dibuja un cuadro muy preocupante en el que las más altas instituciones del Estado dejan de cumplir su función y se degradan a ojos de los ciudadanos. El resultado final es que aumenta la desafección hacia la política, se polariza a la sociedad y se disminuye su cohesión.
La mayoría de los grupos y comentaristas políticos coinciden en que la estrategia de Vox está meticulosamente diseñada para degradar y desestabilizar la institución, para transmitir la imagen de que el Parlamento es un griterío sin ninguna utilidad e impedir el debate sereno de los problemas. La prueba de que es premeditada es el apoyo entusiasta que dieron a la diputada Toscano el resto de sus compañeros. Todo ello se puede entender viniendo de una fuerza antidemocrática como Vox que, además, lleva un año descendiendo en las encuestas. La brutalidad de su discurso pretende volver a concentrar el foco sobre ellos y, a la vez, desviarlo de asuntos que interesan más a los ciudadanos, como es la aprobación de los terceros presupuestos de esta legislatura.
Que existan personas brutales y antidemocráticas en cualquier sociedad es algo asumible —hay gente para todo— y no demasiado preocupante. Lo grave es que las voten millones de personas. Está comprobado que el discurso del odio es más contagioso que el de la sensatez y la moderación. No hay más que asomarse a las redes sociales para comprobarlo. Por eso, los comportamientos antidemocráticos deben ser señalados y combatidos por todos los demócratas.
Aún más grave es que partidos que se suponen democráticos y que son importantes para el sistema —como es el caso del PP— asuman parte de ese discurso y lo imiten para competir por ese espacio electoral. En ese sentido, el giro dado recientemente por sus máximos dirigentes es muy preocupante. La llegada de Núñez Feijóo vino precedida de anuncios de moderación y voluntad de pactos que iban a contrarrestar la actitud extremista de su anterior líder, Pablo Casado. Han bastado unos pocos meses para comprobar que los poderes fácticos del PP le han doblado el brazo, obligándole a echar por tierra la renovación del Consejo del Poder Judicial y a endurecer su discurso, discurso en el que vuelve a echar mano de los fantasmas de ETA y de la supuesta traición del Gobierno a la unidad de España. No muy diferente de lo que decía Casado. Dichos poderes fácticos apuestan por el discurso de Díaz Ayuso, que exhibe la misma brutalidad y destila el mismo odio que el de Vox. Tampoco se puede obviar que los insultos de Vox a la ministra Montero vinieron precedidos por unos días de calentamiento del ambiente contra ella por parte de los dirigentes del PP y de sus terminales mediáticas.
Desgastar al Gobierno y arrancar unos pocos votos no justifica traspasar los límites del debate parlamentario y de los comportamientos democráticos. Con los excesos verbales, perdemos todos. Hasta el propio portavoz de ERC, Gabriel Rufián, otrora conocido por dichos excesos, reconoce ahora que se han “sobrepasado los límites” y que “tenemos que hacer un esfuerzo… para no transmitir la imagen de que esto es un escándalo continuo del que todos somos responsables… Lo peligroso es que eso se traslada después a la calle y a las redes sociales”. Tras lo ocurrido la semana pasada, varios de los grupos que apoyan al Gobierno creen que ha llegado el momento de tomar medidas para frenar a los ultras de Vox y acabar con su impunidad.
El odio no es inocuo. No exagera González Harbour cuando dice —El País, 26/11/22— que “del odio brota la aniquilación, la guerra” y que “del odio nació Hitler y lo contagió”. Las palabras de odio son precursoras de los actos de odio. Siempre ha sido así.
La violencia ejercida hoy contra Irene Montero debería, pues, interpelarnos a todos, aunque la mayoría estemos muy alejados de sus posiciones políticas. Se añade el hecho de ser mujer y de que el insulto recibido era de carácter machista. La descalificación machista de una mujer política contiene implícito el agravante de pretender borrar de la política a las mujeres. No se trata, pues, de defenderla porque sea o no “de los nuestros”, sino porque atentar a su dignidad es atentar contra la democracia, que esta sí debería ser de todos.
Ricardo Peña Marí
Catedrático de Lenguajes y Sistemas Informáticos y profesor de Ingeniería Informática de la Universidad Complutense. Fue diputado por el PSOE en la legislatura X de la Asamblea de Madrid.