Los intelectuales y el poder
- Escrito por Rafael Fraguas
- Publicado en Opinión
Los intelectuales pueden ser considerados como fabricantes de pensamiento de utilidad social. Forman parte de un estrato social reducido de la población cultivada. Se dotan de métodos propios de inventar, expresar y criticar. Su crédito lo adquieren cuando demuestran estar capacitados para formular ante el poder político, los intereses sociales mayoritarios. El poder puede tener en cuenta o no, por necesidad o por preferencia, las ofertas de los intelectuales. En el primer caso, se verán mimados por quienes mandan y deciden. Si se transforman en aduladores del poder, prebendas de todo tipo caerán en sus zurrones. En caso contrario, se arriesgan a ser perseguidos y silenciados desde el poder. Siempre precisan de medios desde los cuales difundir su pensar. Sin estos medios, que el poder suele controlar de manera directa o diferida, les resulta casi imposible dar a conocer el fruto de su trabajo, virado hacia la opinión pública que ellos contribuyen a ahormar. Si lo consiguen, pueden adquirir la condición de grandes referentes sociales, incluso como emblemas de moralidad y compromiso. Aunque, si los intelectuales son verdaderamente leales a su doble función social, la de idear y criticar, se encuentran casi siempre en el filo de la navaja: al poder casi nunca le gusta escuchar tipo alguno de crítica; y, menos aún, que alguien le señale qué decisiones debe tomar, función ésta que, históricamente, muchos intelectuales han querido asumir.
Es precisamente en este punto donde el choque entre los intelectuales y el poder político está asegurado. ¿Por qué? (advierto que la respuesta va a ser considerada heterodoxa): porque la tarea de decidir no compete a los intelectuales. Ellos no han sido elegidos para tomar decisiones. Unas son las leyes del pensamiento y otras bien distintas, las que presiden la adopción de decisiones políticas. Una cosa es entender y comprender algo y otra decidir al respecto. Muy pocos intelectuales se percatan de esta diferencia y, sin apenas reparar en ello, cruzan la línea que separa el pensar del decidir. Hasta el gran Platón teorizó y propuso el Gobierno de los sabios, con más voluntad que acierto, como la Historia nos ha mostrado en tantas ocasiones. Lo cual no obsta para considerar que el poder debe permanecer siempre atento e informado de todo cuanto accede al vasto mercado de paradigmas del pensamiento, cánones siempre cambiantes en virtud de acuerdos consensuados en la exigua comunidad intelectual.
El poder político posee unas leyes implacables, habitualmente alejadas de ideologías, teorías, creencias o valores al uso. Una de estas leyes es la de las relaciones de fuerza existentes entre un Estado y otro en cada momento; tal nexo determina el desarrollo y el desenlace de toda actividad política. Otra ley exige, siempre, la creación de un poder superior al poder que se persigue superar o eliminar. Una tercera norma considera que las ideas dominantes son muy frecuentemente las ideas de quienes dominan. Y una cuarta ley, convierte al político, a su pesar, en un elemento en peligro de devenir en desechable, siempre sometido a la voluble (sin)razón política, cuya forma suprema es la inexorable y rara razón de Estado. Es éste el arcano más secreto del poder político. Se trata de una ecuación, por supuesto, secreta, que integra los intereses más hondos de un Estado para garantizarse su presencia en el espacio territorial y su pervivencia en el tiempo histórico. Hay una evidente fascinación en quien se asoma a la entraña de un Estado para contemplar su razón, de donde irradia la fuerza del poder político que conocemos. Pero muchos desconocen que tal asomada tiene efectos tóxicos sobre quien se asoma a ella.
Percibida inicialmente como un grato talismán, satisface sobremanera a quien se le aproxima; inunda su ánimo de la pleonexia, aquel viejo concepto del pensamiento griego que consiste en un incremento multiplicado de la personalidad propia cuando se desempeñan cometidos públicos como el que otorga el mandato de decidir políticamente por representación de los demás, cuanto mayor sea su número, más intenso será el goce pleonéxico. Pero, al poco, esa sensación placentera se trueca fatalmente en maleficio destructivo y letal: una ley más, no escrita, prescribe el advenimiento despiadado de la consunción política a todo aquel individuo político, mandatario, consejero áulico, general o diplomático, que se aproxime a la razón de Estado y no sea capaz de evitar abrasarse por el engañoso destello que proyecta. A este canto de sirena, a esta llamada honda de ambrosía -y de oculta hiel- que del poder de la razón de Estado rezuma –presentido ya por Thomas Hobbes- han sucumbido tantos políticos que resulta imposible encontrar uno de ellos que no haya sido laminado -o vaya a serlo a plazo fijo- por aquel ponzoñoso hechizo. Los nombres de Adolfo Suárez, Juan Carlos de Borbón, Manuel Fraga Iribarne, Felipe González, José María Aznar, Emilio Alonso Manglano… podrían confirmar lo antedicho. La política de poder o el poder de la política ejercen así su propia profilaxis. Si, a quienes esgrimen el poder político, les aguarda casi siempre tan fatal destino, ¿qué no le sobrevendrá al intelectual que, desprovisto de blindaje político alguno, sin darse cuenta, descubra y enuncie la razón de Estado o bien haya cruzado la línea y quede inmerso en la esfera de quienes deciden? Intelectuales y políticos, de relación a menudo tan conflictiva, se ven hermanados a la fuerza ante una adversidad con efectos semejantes, aunque en distinto grado.
Cuando contemplamos tantos arrepentimientos ideológicos, tantas vueltas atrás, tantas renuncias al propio pasado y tanta involución ideopolítica en las filas de tantos partidos, políticos e intelectuales como los que hoy pueblan la escena española, cabe proponer su explicación cabal, supra-personal, en el aserto precitado: en verdad, no se trataría de discrepancias ideológicas profundas, ni teóricas o culturales, las que darían cuenta de cambios tan pronunciados, impensables o insólitos. Se trataría más bien de un rechazo visceral, pero no consciente, de los intelectuales y también de muchos políticos hacia esas leyes implacables y a esa imparable dinámica de las prácticas del poder, que no conoce adscripción ideológica y que unos y otros tantas veces desconocen. Afectan por igual a las políticas o propuestas de derecha y de izquierda; a intelectuales serios o a meros aduladores del poder; a políticos pragmáticos o doctrinarios, agitadores, administradores o teóricos; a los emotivos y a los flemáticos; a los atléticos y a los pícnicos… El problema es que quienes incurren en esos retrocesos respecto de sus propias trayectorias, desconocen las razones profundas del malestar que guió sus últimos pasos hacia la negación de sí mismos. Y ese malestar encuentra su explicación en ese misterioso sortilegio de la razón estatal que envuelve al poder político, sumido en atroces y caprichosos vaivenes, cambios de contexto, lealtades dispersas y un sinfín de impactos que modifican su previsible trayectoria. ¿Cuánto dura la suerte de un político? Dura hasta que el poder le impone su aplastante lógica, esa lógica que se emancipa de toda racionalidad y convierte al poder político en caníbal de sus propios hijos, espoleado por razones -y sinrazones- que sobrevuelan por sobre testas coronadas, jefaturas de Estados, presidencias, jefaturas de Gobiernos o liderazgos de la oposición.
¿Cuánto tiempo permanece en candelero un intelectual? El tiempo en el que dispone de medios para expresarse; el que transcurre hasta que cruza la línea que separa el pensar del decidir y aquel otro tiempo que mide la distancia entre lo que el poder considera pertinente o impertinente para su propio despliegue. Dura lex, sed lex, decía el aforismo romano. En tiempos convulsos como los actuales, veremos aún más tránsitos sorprendentes. Conviene no dejarse abatir por la decepción. Será preciso instar a intelectuales y políticos a pugnar por averiguar cómo eludir el sortilegio implacable de la lógica del poder y ponerla al servicio de todos, no ponernos nosotros a su servicio. Y, más que nada, reflexionar sobre el movimiento imparable de la Historia, que se despliega por avances y retrocesos capaces, sin embargo, de incorporar sus contradicciones y de facilitar la mejora de las condiciones de la existencia de todos y cada uno que es, en definitiva, de lo que la vida social y política trata.
Rafael Fraguas
Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.