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De la incultura política


(Tiempo de lectura: 7 - 14 minutos)

La incultura en España resulta, en ocasiones, clamorosa. La más dañina es la de los pertenecientes a la clase política. Algunas anécdotas registradas en el plano político local pueden ilustrarnos. En una ocasión, un concejal de una importante ciudad de la Comunidad de Madrid con presupuesto millonario, llevándose las manos a la cabeza, exclamaba indignado a los periodistas, en plena campaña electoral: “¡es que la izquierda está politizando incluso, incluso fíjense, las elecciones municipales!”. Otro edil, alcalde de una gran localidad, decía a los periodistas, “no vayáis a trasvaginar mis declaraciones”. Es parte de lo que hemos tenido y seguimos teniendo a diario en la inculta escena regional madrileña. Aquí, la responsable del gobierno regional ha sido distinguida como “ilustre” por razones desconocidas, ya que tal premio no se fundamenta en distinción cultural alguna, que se sepa.

Otro ejemplo de supuesta incultura, en este caso histórica, es el de quien, siendo abogado del Estado y edil de la ciudad, decidió romper una placa conmemorativa en el callejero de Madrid dedicada a la figura de Francisco Largo Caballero, dirigente del Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores, diputado a Cortes por Madrid y Presidente del Consejo de Ministros de la Segunda República Española. Tal vez desconocía – ¿o quizá no?– que durante la Segunda Guerra Mundial, Largo Caballero, exiliado en Francia, fue encarcelado y llevado por los nazis en el campo de concentración en Sachsenhausen. Allí fue a dar perseguido por su compromiso vital contra el nazismo y el fascismo, los dos monstruos que ensangrentaron Europa durante aquella tremenda conflagración consecutiva a la Guerra civil en España en la que Largo Caballero se distinguió por defender la causa de los trabajadores.

“Estoy en política para forrarme”, frase pronunciada por el secretario general regional del principal partido de la derecha, que llegó a convertirse en la idea fija de tantos políticos de su cuerda y de otras cuerdas. El grado de cultura política de tal elemento y de sus secuaces es proverbial, como el de la diputada que dijo en sede parlamentaria aquel tristemente célebre “y que se jodan” frase con la que aplaudía una nueva tanda de recortes económicos a los parados decidida, en abril de 2017, por el entonces presidente del Gobierno y de su mismo partido.

Otra anécdota, esta durante la dictadura: cuando Carlos Arias Navarro, tras el asesinato del almirante Carrero Blanco, fue designado presidente del Gobierno por Franco -más bien por su señora, Carmen Polo-, periodistas veteranos recuerdan que acudieron a casa del recién nombrado. Allí, su esposa, al ser preguntada sobre qué aficiones tenía su marido, aseguró que era un “melómano de toda la vida”. “¿Beethoven, Brahms, Chopin, Schumann…?” le inquirieron. “No, no”, respondió: “Todas las mañanas, cuando se ducha, lo hace silbando Palmero sube a la palma”.

Alfonso XIII, pese a haber impuksado la construcción de la Ciudad Universitara de Madrid, cazaba ciervos con ametralladora en predios de su palacio de Riofrío, al decir del escritor falangista, Agustín de Foxá; Manuel Azaña fue un intelectual en sentido pleno, culto, cultivado, pensador y excelso cronista de guerra, mientras Franco era tan rarito que recomendaba no meterse en política, como él decía que hacía, más dedicado a pescar salmones “con el sello de su Casa Civil en el lomo”; también pintaba al óleo cuadritos de calidad muy deficiente. El campechanismo sustituyó en el hoy rey emérito cualquier destreza estrictamente cultural, salvo el habla de dos idiomas y el chapurreo de alguna más. Es sabido que muchos entre los Presidente del Gobierno de España en democracia, casi todos a excepción de Pedro Sánchez que habla un inglés “casi perfecto” según el experto canadiense Joe Ruiz, carecieron del conocimiento solvente de idiomas extranjeros. Adolfo Suárez no destacaba por una amplia cultura; Leopoldo Calvo Sotelo, conocía algo el francés, aunque tocaba el piano, algo es algo; Felipe González, que chapurreaba el francés, se dedicó a los bonsais pero nunca aprendió alemán, con lo bien que le hubiera venido; José María Aznar se aplicaba a entender, sin comprender, a George Bush junior con más voluntad que acierto; José Luis Rodríguez Zapatero no consiguió hacerse entender en una conferencia en Oxford; y Mariano Rajoy, por sus muecas, parecía estar en la inopia cuando recibía a algún invitado foráneo. Ninguno de estos ha sido académico, ni Doctor en Ciencia alguna, que se sepa.

Lo malo es que sobre sus mesas de trabajo pasaban decisiones capitales sobre la Cultura; la Educación; la Historia y la Memoria; las Ciencias y las Bellas Artes o el Cine, por citar unos cuantos vectores. Así fue como la Cultura española quedó como farolillo rojo de las actividades gubernamentales durante tantas décadas.

Conciencia y solidaridad

Muchos de los políticos más incultos, gobernantes o diputados, lo fueron por carecer de voluntad para formarse, siquiera un poco, en lo concerniente a su propio cometido para ejercer la responsabilidad de gestionar y resolver los problemas de las mayorías sociales y de respetar a las minorías. No hay poder posible sin conocimiento, sobre todo, en sociedades tan complejas como las contemporáneas. Porque ese saber, esa cultura, moldea la sensibilidad y nos hace más humanos, más comprensivos hacia los demás, más sociables y éticos, así capacitados para vivir en sociedad y resolver controversias y problemas. Esos saberes no solo se adquieren en centros académicos, sino también se consiguen en la escucha, la empatía, el estudio en casa y la atención a los demás que la vida cada día nos demanda. Hay gentes con recursos económicos limitados pero con un abundante capital social y humano, riqueza de conciencia y solidaridad, de relaciones sociales fruto de su experiencia vital. Eso también es cultura; y de la mejor.

El resultado de tanto páramo cultural en la clase política es lo que conocemos: el deficiente estado de la Educación, pese a todos los intentos empeñados en reformarla; la postración de las Humanidades, arrinconadas hoy por la tecnología sin control; la emigración de los científicos; y, en el plano más estrictamente político, la corrupción rampante de determinados partidos derivada de la inmoralidad pertinaz, la incultura y la frivolidad de muchos de sus dirigentes; la actividad política aduladora y versada solo hacia la satisfacción de los intereses de los poderosos; la degradación de las prácticas parlamentarias hasta el vociferante insulto; y el consecutivo desánimo así generado que lleva a pensar, a tantos de entre nosotros, que con este tipo de representantes políticos, desgraciadamente electos, la frágil convivencia en nuestro país más que resultar imposible parece ser un milagro.

La importancia del criterio

No es una cuestión de exigir a los políticos y diputados que sean expertos en Arte, Psicología, Antropología, Ciencias Exactas o Física Cuántica. No. Recordemos los resultados de las recetas de Platón sobre el Gobierno de los sabios. Es competencia exclusiva de quienes han sido elegidos democráticamente en las urnas la facultad de decidir. Esa facultad no puede hurtársela nadie. Pero para adoptar decisiones acertadas o para criticarlas certeramente, será preciso que aquellos que representan a los electores se informen previamente, se dejen aconsejar por quienes son expertos y tengan en cuenta, o no, lo que se les sugiere. Para optar ante alternativas distintas, quienes deciden o critican habrán de dotarse de criterio, de capacidad de juicio propio y de sentido crítico y autocrítico.

Por lo cual, será estrictamente necesario que ellos/ellas, los decisores o sus críticos y opositores, tengan un mínimo bagaje de conocimientos de cultura general, de sensibilidad humana, adquiridos bien en su casa o bien en un centro académico, que les confiera criterio y sensibilidad crítica. Ello les exigirá saber, necesariamente más que el común, de Historia de España, de comportamientos sociales y personales, de Leyes, desde luego, y, sobre todo, de Política que, como han de saber, es lo que les concierne. Como pista cabe decirles que hay ciencias específicas, como las Ciencias Políticas y de la Administración y las Relaciones Internacionales, que pueden ayudarles a gobernar o a criticar a los Gobiernos con criterio y éxito social.

Resulta increíble comprobar que, por lo menos, el 50% de nuestra clase política, señaladamente en la oposición, hoy no entienda, ni admita, ni acepte, la verdad ineludible y evidente según la cual, la política democrática o bien es pluralidad, pacto, acuerdo y consenso o dejará de ser política. Y ese déficit la sepultaría en el ordeno y mando, o en cualquier otra forma de tiranía. El no comprender, rechazar y oponerse a esta verdad tan sencilla y accesible sobre la necesidad de pactos y acuerdos en política, lleva fragmentando y martilleando a la opinión pública de nuestro país por la obstinación de numerosos políticos, diputados, asesores y analistas de determinado espectro ideológico. Y ese machaconeo, la sociedad española lo viene soportando sin interrupción hasta nuestros días desde que el país entero se hallaba sufriendo una devastadora pandemia, insólita y criminal, más una serie de adversidades naturales y económicas sin precedentes. Distrayendo así energías políticas para atajarlos gubernamentalmente y deteriorando la necesaria cohesión social ante tan poderosos enemigos.

Incomprensión

Tal sufrimiento social impuesto por esas gentes cursó desde el minuto uno del mandato del Gobierno de coalición de izquierda, el primero de esta naturaleza en 40 años de democracia. ¿Es tan difícil comprender, por parte de esos señores y señoras de aquel espectro ideológico y que viven de nuestros impuestos, que en política hay que pactar, pacto que significa dialogar, que dialogar significa ponerse en el lugar del otro, y en consecuencia, ceder mutuamente para que el acuerdo sea posible y sobrevenga un arreglo mutuo de los problemas en escena?

“Lo que se cuestiona son los pactos contra natura”, replicarán algunos. En este caso, el único pacto contra natura sería el acuerdo de Gobierno suscrito por un partido que demuestra que acepta la Constitución con otro que la rechaza abiertamente en sus actos cada día: es el único supuesto de pacto no admisible. Todo lo demás, resulta posible, legítimo y viable. Y, sobre todo, en ocasiones como bajo el multipartidismo, muy necesario. Los dos partidos coaligados que gobiernan actualmente en España son constitucionales, PSOE y UP, admiten la Carta Magna y la aplican. Y se atendrían legítimamente al propio texto constitucional si decidieran barajar la posibilidad de su reforma. Es curioso, incluso divertido, escuchar a dirigentes de un partido de extrema derecha decir que son constitucionales cuando, cercados por centenares de banderas anticonstitucionales, persisten en manifestaciones xenófobas, machistas, patriarcales y, si sus dirigentes se descuidan, incluso golpistas. Ójala su declaración de constitucionalismo llegue a ser verdad, pues dejarían de ser de y estar en, la extrema derecha.

Otra verdad, esta evidente, tan desconocida por gran parte de la clase política, es aquella que establece que, en política, para acabar con un poder de determinada fuerza, es preciso crear otro poder de fuerza superior. Bueno, pues tampoco esta evidencia es comprendida por esos incultos señores y señoras que, lejos de pertrecharse con argumentos, conocimientos y cultura para vencer en las urnas, se aferran irracionalmente a una especie de derecho divino; el mismo que creen que les hace a ellos y ellas depositarios de un poder que les pertenece desde el origen de los tiempos y que consideran que les ha sido expropiado, precisamente, por el resultado de las urnas y la aritmética parlamentaria.

Más cosas. Una cosa es el Estado y otra el Gobierno. El Estado permanece, el Gobierno cambia. El primero es la Estrategia, el segundo, la Táctica. Se puede tener resortes estatales sin tener los gubernamentales. Y se puede disponer del Gobierno con la enemiga de los intereses estatales, aunque estas situaciones no suelen prolongarse mucho: los intereses estatales a largo plazo priman por sobre los inmediatos a corto plazo. Debería saberse esto, pero suele desconocerse entre quienes más necesitarían saberlos. Los equilibrios en política o no existen o son muy difíciles de conseguir. Todo se mueve constantemente y la quietud total suele ser una quimera. Normalmente se dice que cuando las leyes son justas y obedecidas por la sociedad, es decir, cuando son legítimas, surge el equilibrio. Pero la sociedad evoluciona y demanda cambios y ajustes a nuevas situaciones. Los intereses antagónicos o divergentes entre distintos sectores sociales dotados de recursos y cuotas de poder distintos exigen transformaciones reales y legales. Nuevas leyes y nuevos tipos de legitimación salen al paso como necesidades para lograr nuevos equilibrios. Y se accede a ellos cuando se nivela la legalidad innovada con su innovada legitimidad, esto es, con aquellos valores que hacen que los ciudadanos respeten y atengan su conducta a la legalidad.

Reforma, retroceso o ruptura

Cuando la ecuación entre legalidad y legitimidad se descompensa por inducción externa, surge en política un movimiento tectónico que se resuelve de tres maneras: bien con una reforma; bien con un retroceso; o bien, con una ruptura. Evolución, involución o revolución. Cuando políticos y diputados irresponsables impiden acometer reformas políticas demandadas por la dinámica social, por ejemplo, para reajustar legalidad y legitimidad en situaciones nuevas, como es el caso de la reciente elevación del salario mínimo o la subida de las pensiones al 8,5% -que son dos medidas justas- o bien se corre el riesgo de caer en retrocesos –el 0,5% propuesto por el anterior Gobierno de la derecha– y en situaciones estancas o bien ponen las bases de procesos reivindicativos muy conflictivos.

Por otra parte, la Historia política nos dice que la negativa a conceder legitimidad a Gobiernos legítimos, obsesión tan enraizada en ese segmento del espectro aludido, es el preludio de una conflictividad que quien la pone en marcha no podrá controlar; y, si se buscase una involución, la historia suele demostrar que su inducción puede también derivar en una revolución, que desplace definitivamente del poder a quienes indujeron aquella. Involución o revolución suelen llevar asociadas altas cuotas de violencia, cuando no de sangre. Lo estamos viendo en Perú en estos días. Quienes juegan a la deslegitimación de Gobiernos legítimos, ¿serán capaces de asumir y responsabilizarse de esos previsibles efectos violentos y sangrientos de sus actos, efectos que la Historia y la Ciencia Política confirman como probabilidades reales, observables y recurrentes, que discurren de forma esperable en tantos escenarios distintos? ¿O solo sus actos obedecen a cierto malestar y encono personales, o a frustraciones varias por haber perdido en las urnas el poder del que un día dispusieron y por incompetencia o derroche ya no lo tienen? ¿Qué pasará mañana, si acaso accedieran al Gobierno, cuando reciban de la izquierda el mismo acoso deslegitimador que hoy proyectan irresponsablemente contra un Gobierno legítimo?

Realidad multipartidista

Lo nuevo es que en España han surgido fuerzas políticas de nuevo cuño, que impugnaron el bipartidismo. La realidad es ya multipartidista. Una de estas fuerzas está en el Gobierno. Sus exponentes poseen elevadas titulaciones universitarias, merecidamente adquiridas, pero sus adversarios se conjuran para linchar al Gobierno linchándoles también a ellos, tirando de los faldones de la justicia que creen amiga para que los encarcele por delitos que nunca fueron cometidos y son uno tras otro archivados. Algunos de los así linchados, proponen numerosas medidas progresivas y de sentido común, relativas a salarios, pensiones, igualdad entre hombres y mujeres, aborto o eutanasia, propuestas impensables e inviables durante tantos años y, junto con el Gobierno y el Legislativo, las consiguen legislar y aplicar.

Sin embargo, por efecto de tal acoso linchador, algunos miembros de la coalición se enrocan y caen en la arcaica conseja del “mantenella y no enmendalla”, a propósito de errores triviales, hoy en trance de ser corregidos, que en principio se negaban a enmendar. Eso sí, errores magnificados por medios de comunicación afines a los linchadores; medios, por cierto, que desconocen que dando a sus mentores solo la información que desean escuchar, no solo traicionan a sus lectores o escuchantes, sino que se abisman en el suicidio mediático, al perder el crédito que solo la publicación o emisión de información veraz les asegura.

Como vemos, la incultura política origina las situaciones más dolorosas para sociedades como la española, que padecen a políticos, parlamentarios y asesores incultos y frívolos, que han despreciado cultivarse, carecen de conocimientos y no saben lo que es el criterio. Lo peor es que esa incultura irradia sobre la sociedad y la desconcierta. Hagamos votos para que reflexionen y descubran que así no pueden seguir. La democracia en España les exige cambios personales y partidistas que, sin duda, serán beneficiosos para todos. España vale la pena. Y con ellos mejor que sin ellos, si lo desean, debe seguir avanzando.

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.