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Lula ante sus desafíos


(Tiempo de lectura: 5 - 9 minutos)

LA PUEBLADA DEL 10 DE ENERO 2023

Luiz Ignacio da Silva, Lula, asumió otro período presidencial en Brasil el pasado uno de enero, luego de un triunfo electoral más ajustado de lo previsto y con un Congreso mayoritariamente opositor o, al menos, no oficialista y que mantiene su elevada influencia en las decisiones. Sus primeros movimientos acuerdistas con las corrientes parlamentarias del centro no parecieron ser suficientes para apagar el fuego opositor y así, luego de varias manifestaciones en grandes ciudades, el diez de enero se produjo la pueblada de los bolsonaristas, que tomaron los palacios gubernamentales de los tres poderes en la capital, Brasilia. Y se presentaron así como una amenaza a la estabilidad del régimen democrático.

Desde ya fue exagerado suponer que esa toma de edificios por los manifestantes, luego reprimida, significaba una revolución, y más todavía un intento de asumir el poder por parte de los opositores. En todo caso, se trató de un juego simbólico, pero justo es reconocer que Lula actuó mesuradamente y no desperdició la oportunidad de poner al amplio grupo del centro y el centro derecha en la opción de sostener la institucionalidad, y así lo hicieron.

Bien pronto, tomadas las primeras medidas de recambio de autoridades militares y de seguridad, las que por acción u omisión dejaron avanzar la pueblada a los extremos a los que finalmente llegó, Lula obtuvo lo más importante: el nombramiento de autoridades parlamentarias en las dos cámaras, Senado y Diputados, independientes del oficialismo pero que aseguran gobernanza y están lejos de la cerrada oposición de Bolsonaro y sus seguidores, a quiénes por ahora dejó en minoría.

En segundo lugar, el presidente comenzó a deshacerse de personalidades militares introducidas dentro de la administración gubernamental por el ex presidente Jair Bolsonaro, quien falto de historia política solo pudo recurrir a sus viejos amigos de las fuerzas armadas para tratar de cubrir los cargos de mayor confianza en la Administración, sustituyendo incluso a funcionarios de carrera en áreas críticas, entre ellas las relacionadas con la seguridad, la inteligencia y la defensa.

De esta manera, Lula, haciendo fuerza de su debilidad, logró que el golpe de timón no sonara a un nuevo autoritarismo, sino a defensa del sistema democrático, restableciendo legítimamente su autoridad. Del otro lado, sería ingenuo suponer que la pueblada y las manifestaciones previas, y las que pudiera haber en el futuro, persiguen el objetivo de un golpe de Estado inmediato. No es así, como bien han señalado ya varios observadores desde el propio Brasil, puesto que la idea subyacente de los seguidores de Bolsonaro y la extrema derecha en general, no es tomar el poder para sí de un día para otro, sino generar un clima de inestabilidad que obligue más adelante a algún tipo de intervención militar, pero nunca en lo inmediato. Esa intervención se haría necesaria, en definitiva, para curiosamente salvaguardar la Constitución, y así ubicarse dentro de los límites extremos pero posibles de la institucionalidad; algo así como un “golpe” para evitar el derrumbe de Brasil y poder volver así a la normalidad democrática, pero con un gobierno de otro signo.

Y ahí encontramos ya el primer desafío que enfrenta Lula, incluso antes que el cumplimiento de aquellos objetivos de mayor igualdad propios de un partido progresista de centro izquierda y que consiste en preservar las instituciones y su gobierno. Y para ello deberá mantener de su lado a los sectores independientes del centro democrático del Parlamento no pertenecientes al oficialismo. Es decir, una clásica negociación permanente con el “centrao” brasileño, que es fuente de poder o inestabilidad para los distintos presidentes desde la reforma constitucional de Sarney de mediados de los ochenta en adelante.

Un anticipo de esta flexibilidad del nuevo gobierno brasileño se advirtió con el acercamiento pre electoral de Lula con el viejo líder Fernando Henrique Cardoso, del Partido Social Demócrata, que bien pronto se sumó a una coalición de hecho. Pero la negociación con todo el “centrao” implica, por cierto, ceder parte de aquellos objetivos más extremos en materia social, y cuidar celosamente que las concesiones que se otorguen no se emparenten con el corrupto “mensalao” (entregas periódicas de dinero a través de distintos organismos y empresas del estado) del pasado reciente y que, no por nada, valieron esa imagen de corrupción que se asoció a las gestiones anteriores del Partido Trabalhista (PT) brasileño.

Por lo pronto, la nueva agenda de Lula coloca en primer lugar la cuestión ambiental, sobre la cual solo la extrema derecha pretende negar su vigencia, logrando así una mayor convergencia transversal de las distintas corrientes políticas y, otro tanto, aunque quizás no en la misma proporción, puede preverse para las cuestiones de igualdad de derechos en materia racial, de género y todos los demás que forman parte de los nuevos derechos sociales que, día a día, logran mayor reconocimiento a escala planetaria, al menos en lo formal. Este nuevo perfil del liderazgo que intenta Lula puede fortalecerse más todavía en la medida que enfrente también el desafío de restablecer la imagen y el potencial de Brasil a escala mundial.

UN NUEVO LIDERAZGO REGIONAL

La imagen internacional de Brasil sufrió un duro golpe con el extremismo caprichoso de Jair Bolsonaro, identificado con el nuevo estilo disruptivo de derecha del ex presidente norteamericano Donald Trump, pero que, a diferencia de éste, debilitó la relación de su país con el resto del mundo e incrementó su rol de exportador primario como única fuente de fortaleza a escala mundial, lo cual, como resultado, obligó en definitiva a amigarse más con sus grandes clientes compradores de alimentos como China, dejando así poco espacio para las oportunidades propias de la globalización manufacturera.

Lula encuentra en ese aspecto, y mucho más a partir de la manifiesta solidaridad del presidente Joe Biden de los EEUU -quien rápidamente lo convocó a una visita personal-, un amplio espacio para avanzar en un terreno que ha quedado abierto al restablecimiento del rol de Brasil como potencia intermedia en muchos frentes: el de su inserción comercial con el continente latino-americano; el de una necesaria y postergada unión comercial del Mercosur (hoy solo integrado por Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, con Venezuela suspendida) con la Unión Europea; el restablecimiento de su protagonismo en las Naciones Unidas, donde mantiene deudas impropias para un país de su envergadura (ver M Hirst y J.G. Tokatlian), y así volver al ruedo por un lugar permanente en el Comité de Seguridad; liderar la relación equilibrada de la región en un mundo cada vez más bipolarizado por el enfrentamiento de China y los Estados Unidos; el aprovechamiento político de su presencia en los Brics para extender su rol de equilibrio y neutralidad pro democrática que sirva a su vez de cobertura a sus contradictorias relaciones (y de toda la región sur de América) con las potencias que hoy se oponen al poder norteamericano.

Sin duda, con la invasión de Rusia a Ucrania la relación internacional para todos se ha vuelto más que complicada. Europa sufre en primera línea detrás de la nación invadida las peores consecuencias de la guerra: crisis energética, carestía alimentaria. Detrás padece todo el planeta, seguramente en mayor medida las naciones más pobres, es decir, las más necesitadas de recursos para alimentación y energía como bienes básicos de subsistencia. En cambio, Brasil y sus vecinos más cercanos, todos ellos productores de alimentos y/o combustibles fósiles, escaparían hasta cierto punto de esas calamidades, obviamente si saben tomar oportuna respuesta de este desafío, y ser productores eficientes y responsables.

A cambio, un Lula ecologista puede obtener concesiones en esa materia para la región, incluso apoyo económico de las grandes potencias para la preservación ambiental, en particular en la región del Amazonas, así como de otras del continente (existen múltiples ejemplos de áreas a preservar: la región del Matto Grosso compartida con Paraguay, el acuífero guaraní compartido con Argentina y Paraguay; amén de la Amazonia con Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, la Patagonia argentino-chilena y sus glaciares, etc.). Y también darle al sur americano una sólida base comercial regional, base que a su vez puede constituirse -mediante su liderazgo- en un trampolín internacional para su gobierno y su país.

No en vano fue Lula la figura central de la última reunión de la Comunidad de Estados Latino Americanos y Caribeños (CELAC) de Buenos Aires, más todavía ante la ausencia del presidente de México, Manuel López Obrador, representado por su canciller. Y supo evitar en Buenos Aires contactos indiscretos, como el que le propuso la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, ya condenada judicialmente en primera instancia y, en cambio, no dudó en visitar al presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, un liberal de centro derecha, y no dejó de hacerlo también con el impecable líder de izquierda y ex presidente de ese país, José Mugica.

Su pronto abrazo con Biden en Washington proyectará aún más su imagen y podrá ofrecerse sin duda como puente para el entendimiento del gran vecino del norte con aquellos países más rebeldes de la región en la perspectiva norteamericana, en particular Venezuela, con la que Brasil restableció relaciones diplomáticas desde el día de asunción el pasado uno de enero, y que vuelve a ser un actor importante en el mercado petrolero internacional, contando con las mayores reservas comprobadas del mundo.

En su calidad de sólido demócrata desde su posicionamiento de izquierda, Lula, uniendo a la región en su alrededor, puede imaginar el sostenimiento de un delicado equilibrio con las grandes potencias, en intensificar las relaciones comerciales con Europa y en lograr ventajas y una potenciación del crecimiento interior de Brasil que le permita a su vez generar margen para sus políticas sociales.

Los presupuestos son invariablemente estrechos para cumplir objetivos siempre ambiciosos, y significan un límite a los sueños, en el corto plazo cuanto menos. Ese balance entre el corto plazo y el largo plazo constituye un desafío permanente para cualquier gobierno que juega entre logros inmediatos y promesas para más adelante, y lo es más todavía para un Lula que no tiene a nivel interno apoyo propio suficiente, dependiendo de aquel “centrao” pragmático y heterogéneo.

Mucho jugará entonces la habilidad personal y la experiencia del viejo líder y, como hemos dicho antes alguna vez, de la posibilidad de ir delineando una herencia futura para su partido, el PT, que proyecte esas políticas hacia otras generaciones.

Abogado, analista de Política Internacional y colaborador de la Fundación Alternativas.