Las muertas y los muertos
- Escrito por Juan Antonio Tirado
- Publicado en Opinión
“Lo más importante de la vida es no haber muerto”.
Ramón Gómez de la Serna.
(A Carlos Saura in memoriam)
Hace veinte años largos hice un reportaje con mi amigo José Manuel Falcet, alias Macaón, sobre la muerte. Lo pasamos muy bien, porque la muerte es asunto de fundamento, que alimenta la conversación. Morirse ha sido siempre un tema muy actual. Más que morirse, que se mueran los demás, pues morir es cosa que afecta a los otros y cuando nos pase a nosotros seremos también otros, de modo que lo mismo dará. Con Pedro Matamorón, el hombre que se parecía a Balzac, y con Juan Roldán, hombre de buen parecer, he pasado bastantes horas hablando de la última hora por el mero gusto de divagar sobre ese espejismo tan real. A mí lo que me ha echado para atrás desde niño de la Parca ha sido la puesta en escena, la lencería de la muerte, ese bochorno de que el cadáver esté ahí delante, yacente en ataúd. Si morirse equivaliera a evaporarse, a un estar y ya no estar, sería más llevadero. Con esto se entenderá que sea muy partidario de los tanatorios, esos lugares asépticos donde se envasa a los muertos y donde hasta los féretros resultan menos escandalosos.
Se comprenderá también que me dejaran pasmado los monjes que Macaón y yo descubrimos durante el mentado reportaje, unos seres fascinantes y, quizá absurdos, que viven en los cementerios y que pertenecen a la orden de los fossores. Es una congregación pía que se creó en 1953 en Guadix, Granada, y que no tuvo un éxito desbordante, pero sí una buena acogida que se tradujo en la creación de otras seis comunidades de fossores, instaladas en los camposantos de otras tantas localidades. Macaón y yo estuvimos en la de Guadix, la pionera y la única, junto a la de Logroño, que resiste la caída en picado de las vocaciones. Ya solo quedan seis fossores: tres en Logroño y tres en Guadix, donde el año pasado se incorporó un nuevo hermano. Los fossores viven en el cementerio para enterrar a los difuntos, darle brillo a las lápidas, podar los cipreses y, por encima de todo, no olvidarse ni por un instante de la muerte que les aguarda. Dado que yo soy un tipo sin creencias sólidas y en vistas de la desazón que me produce el aparataje de lo cadavérico es fácil entender lo difícil que sería verme con hábito de fossor, y, sin embargo, reconozco que me conmovieron aquellos seres tiernos y fantasmáticos que harían exclamar a cualquiera lo que dijo el torero Rafael el Gallo cuando le presentaron al filósofo José Ortega y Gasset: “De tó tié que haber”.
Hace la tira de años, cuando trabajaba en Radio Nacional, me tocó ir una mañana al tanatorio madrileño de la M- 30 a cubrir el velatorio de una persona señera. Me invitó a desayunar el relaciones públicas del lugar, un hombre gris y entusiasta (lo gris no quita lo entusiasta), que me habló con fervor de la función social de los tanatorios y de cómo estos habían venido a darle a la muerte un aire más moderno y funcional. El señor comentaba estas cosas con palabras tan bien buscadas para la ocasión que a mí me entró por un momento la duda de si no sería verdad que morirse estaba empezando a ser chic. El public relations del tanatorio creyó encontrar en mí un alma gemela y aquella mañana, a cada rato, venía a contarme alguna minucia informativa, ignorando a mis compañeros de otros medios. Hasta me trajo, con mucho secretismo, un plano del cementerio para que no me perdiera a la hora del entierro. Aquel ejecutivo apasionado era la contrafigura del fossor y, sin embargo, nadie como él podría poner en marcha una exitosa campaña de fomento de las vocaciones en la menguada orden. Con todo, tal vez tuviera razón Cioran cuando dijo que sobre la muerte solo puede hablarse en latín. Quizá como escribió Margarita Yourcernar “la meditación sobre la muerte no enseña a morir y no facilita la partida”. Empiezo a pensar que podría haberme ahorrado esta columna, pero ya es tarde: le toca morir. R.I.P.
Juan Antonio Tirado
Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.