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Enseñanzas geopolíticas de una guerra


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Pese a la sensación de impotencia del gran público a la hora de comprender el curso de los acontecimientos en la guerra de Ucrania, existen varias constantes que permiten avanzar en su análisis. La primera señala la importancia de las percepciones, en este caso de amenazas mutuas, por parte de la Federación Rusa y del Gobierno de Vlodomir Zelensky como desencadenantes de la guerra. La entidad gran-potencial de su vecino ruso llevó a los dirigentes ucranianos a proponer, legítimamente, integrar a Ucrania en la Unión Europea. Washington exigió a Ucrania entrar en la OTAN como condición sine qua non para poder acceder a la UE. Tal amago fue percibido desde Moscú como una intolerable amenaza militar, tras sentirse Rusia cercada en su frontera occidental por ocho Estados ya integrados militarmente en la Alianza Atlántica – en contra de lo acordado entre Occidente y Gorbachov– y que, con la incorporación de Ucrania, alcanzaba un culmen de riesgo considerado inadmisible por la Federación Rusa al permitir la instalación de cohetería balística y nuclear de la OTAN apenas a 400 kilómetros de Moscú.

Pese a que el bloqueo oficial absoluto de la información procedente de Rusia, que impide conocer las ambiciones, necesidades y vulnerabilidades que pasan por la cabeza de Vladimir Putin y de su círculo inmediato, cabe deducir que fue entonces cuando Moscú se atuvo al principio de la guerra preventiva, ya ensayado por Estados Unidos en Irak y Afganistán, entre otros escenarios bélicos, y desplegó contra Ucrania lo que desde el Kremlin se definía en términos de operación militar especial. Tenía a su favor el argumento de la persecución rusófoba contra la población rusófila de la zona oriental minera ucraniana, el Donbass. La lid adoptó allí la forma de una cruel razzia protagonizada por paramilitares nazis instalados en la vanguardia del Ejército ucraniano, poder fáctico que hegemoniza hasta hoy la política bélica del propio Zelensky, al que le imponen su diktat político de guerra total y se niega a la más mínima concesión en aras de la paz. La zona oriental del país se hallaba postrada económica, social y políticamente por el desmantelamiento de la minería, consecutivo a la implosión de la URSS, si bien en la fase soviética, el bastidor económico minero de ambas zonas había sido mimado desde Moscú por su importancia estratégica para-industrial. Con sus políticas neoliberales extremas, desatadas tras la denominada revolución naranja o del Maidán, pilotada desde Washington, el Gobierno de Kiev se avino a desmantelar la minería en aquellas zonas y mostró un agresivo desdén hacia la desafección social y política así creada en el Donest y Lugansk mineros, que reclamaban atención económica y autonomía política, lo cual desembocó en una guerra punitiva desatada por el Gobierno central de Kiev, a partir de 2014, con artillería incluida, que se cobró más de 14.000 muertes.

Moscú aprovecharía la coyuntura para recuperar Crimea. La pérdida y entrega previas a Ucrania de la península tártara eran consideradas por el Kremlin como una auto-aberración geopolítica al surgir Ucrania como Estado independiente, por desproveer a una gran potencia como la Federación Rusa de una salida mucho más amplia al Mar Negro y a las aguas cálidas del sur continental. Tras pensárselo durante un tiempo, Moscú urdió o dejó urdir sendos referendos populares de autonomía con los que, ante la comunidad internacional, avalar y legitimar formalmente la adopción de ambos territorios en la esfera rusa.

Rearme insaciable

Tras el desencadenamiento de las hostilidades el 24 de febrero de 2022 con la irrupción de tropas rusas en territorio de Ucrania, ofensivas y contraofensivas consecutivas han caracterizado esta guerra. Sin ser del todo un conflicto convencional, tampoco lo es nuclear, aunque resulta inquietante un reciente suceso, filmado en video y difundido desde allí, acecido en Khmelnitsky, al oeste de Ucrania: al ser bombardeado por cohetes rusos un arsenal de munición ucraniano, hicieron al parecer explosión numerosas bombas de uranio radiactivo empobrecido cedidas por Reino Unido a Zelensky, lo cual desencadenó una aterradora y gigantesca nube en forma de hongo negro, de pavoroso recuerdo.

La guerra más bien muestra un carácter mixto, de guerra primero invasiva, de posiciones luego, con profusión artillera, control de nudos de comunicación, desinformación a gran escala y expectativas de desenlace basadas únicamente en un rearme insaciado y demandado apremiantemente por Vlodomir Zelensky a Occidente, demandas que excluyen la posibilidad de una paz negociada. Mientras tanto, la parte rusa, aparentemente más proclive a un armisticio que contemple la integración de Crimea como un hecho consumado, permanece atenta a la contención formal de los aliados de Kiev en sus entregas de armamento o injerencia más o menos encubierta, por si cruzaran los límites de intervención tolerables tras lo cual amenazaría con hacer escalar la guerra hasta el umbral nuclear, posibilidad con la que ha amagado Vladimir Putin al menos en dos ocasiones.

Aparte del desgaste militar sufrido, ¿qué utilidad extrae la Federación Rusa prolongando esta guerra?, cabe preguntarse. En la medida en que su finalización le corresponde solo a medias, desde el punto de vista geoestratégico Rusia tiene dos bazas importantes. La primera consiste en que la tensión bélica en Ucrania mantiene a Moscú en el perímetro de las grandes potencias, con alarde nuclear incluido, perímetro del cual Washington anhela obsesivamente expulsarlo; concretamente, por los halcones del complejo militar industrial, erigido en poder fáctico hegemónico alrededor de la debilitada Casa Blanca, cuyo principal émulo en Europa sería el noruego Jens Stoltenberg, Secretario General, en funciones, de la OTAN. Por su parte, la prolongación bélica otorga al Gobierno de Kiev un protagonismo que reevalúa el papel de Ucrania como suministrador mundial de grano, función que la guerra obstaculizaba aunque, asimismo, encarece sus productos por lo cual Moscú, que huye de la impopularidad, se apresta a facilitar sus exportaciones, convenientemente controladas, presumiblemente para desactivar la jugada.

En retaguardia, Pekín

El segundo rédito geopolítico que Moscú obtiene de esta guerra prolongada es el que le asegura una alianza tácita con Pekín. Y ello ya que la obstinación occidental, señaladamente anglosajona, por mantener a Zelensky armado hasta los dientes en clave guerrera, permite a los dirigentes chinos confirmar que cuanto antes culmine este conflicto, más prisa se dará el halconato anglosajón para emprenderla contra China a propósito de Taiwan. Pese a los gestos oficiales y las gestiones diplomáticas del propio Xi Jinping hacia la pacificación en Ucrania, China se ve por el contrario obligada a admitir la prolongación de esta guerra, cuyo término le preludia graves riesgos de conflicto militar abierto en su bajo vientre taiwanés, como así interpretó el denominado AUKUS, coalición militar antichina de australianos, británicos y estadounidenses.

Tensionar simultáneamente Ucrania y China es, desde el punto de vista estratégico, un error táctico incomprensible por parte de Washington. Y lo es habida cuenta de que quizá el mayor éxito diplomático de Estados Unidos de la era contemporánea fue la acentuación del divorcio ruso-chino rubricado con la visita de Richard Nixon a Pekín en 1972, éxito que la hoy (im)política estadounidense al respecto del eje Moscú-Pekín imposibilita totalmente. Chinos y rusos parecen haber aprendido la lección y descartan, como suicida, romper su vigente alianza. Además, Rusia cuenta con una profunda retaguardia de países no involucrados en la guerra con Ucrania, no solo China sino también entre BRIC’S tan destacados como la India o potencias medias como Irán, además de adhesiones importantes en Iberoamérica, como Brasil, México, Venezuela o Cuba, entre otras.

Europa, prescindible

Una tercera enseñanza a extraer consiste en que la guerra y el escaso eco, a efectos de apoyos, hallado en la retaguardia de Oriente y Occidente, revelan una idea central de nuevo cuño: la idea de la prescindibilidad de Europa continental occidental en el gran juego geoestratégico mundial. Curiosamente, la bajada del escalón superpotencial de Rusia hasta el peldaño gran-potencial que hoy ocupa, al descomponerse la URSS, degradó asimismo a Europa desde el anterior rango de gran potencia al de mera potencia económica, desprovista como está de autonomía militar y política, a mayor gloria de un fugitivo Londres, celoso siempre respecto del otrora poderoso y hoy debilitado eje Berlín-París. Porque, se quiera o no, Rusia es un país bifronte, con una relevante facies versada hacia Europa que contribuyó grandemente a potenciar la importancia geoestratégica de todo el continente durante la llamada Guerra Fría. La otra facies rusa consiste en su retaguardia centroasiática y surasiática, hacia donde siempre puede replegarse, como lo está haciendo ahora, que le procuran seguridad mientras le despejará incertidumbre si conserva la habilidad suficiente para no malquistarse y no dejarse malquistar con Pekín o Nueva Delhi.

Además, pese a que los ideólogos anglosajones se empeñan pertinazmente en negarlo en los hechos, Europa continental está incrustada en Eurasia. Y el obsesivo propósito de enemistarla con sus vecinos intra-continentales rusos y chinos, enemistad que en su día generó réditos a Washington que fue quien la indujo, dadas las fronteras visibles entonces entre capitalismo y socialismo ahora desaparecidas, hoy no hace más que devaluar la valía europea en el mercado de los bienes geoestratégicos en liza dada su falta de autonomía militar, geopolítica y diplomática, subsumida Bruselas al designio de Washington-Londres vía OTAN.

La incógnita alemana

No obstante, se desconoce cuánto va a durar la sumisa actitud alemana ante la conducta angloestadounidense al respecto de todo lo que sucede ya en las fronteras orientales germanas; sobre todo, con un gobierno polaco embravecido, acariciando la idea de una Gran Polonia rearmada desde Washington y Londres, hegemónica en todo el Este europeo, Ucrania incluida. Nadie sabe cuánto puede prologar Berlín su silencio ante la humillante voladura del gaseoducto Nord-Stream 2, presumiblemente a manos inglesas y noruegas por inducción norteamericana, como han denunciado cronistas estadounidenses fiables, lo cual indica que hay sectores oficiales estadounidenses, los informantes, que se percatan del previsible descontrol mundial al que puede conducir la actual política de Washington. Este canal energético submarino, dinamitado en septiembre de 2022, suministraba gas ruso capaz de mantener el auge de la industria y el bienestar germanos, hoy puestos gravemente en cuestión. En Berlín las preguntas son cada vez más persistentes al respecto de si, en pleno alarde militar hegemonizante polaco, seguir armando a Ucrania es hoy la medida más acorde con los intereses geopolíticos y geoeconómicos de Alemania, que percibe inseguridad en su retaguardia oriental. Por ello, los anunciados 100.000 millones de euros destinados al propio rearme alemán no auguran nada nuevo y recuerdan episodios históricos inquietantes. Mientras tanto, Emmanuel Macron se halla embarcado en una pugna sociopolítica de proporciones inusitadas, por querer llevar hasta su término, en clave ultraliberal, un completo bouleversement de la Francia Social hacia la Francia plutocrática, convertida así en feudo del errático capitalismo financiero, cada vez más enemigo de la democracia.

Con todo, los hechos se inclinan a mostrar que Europa no solo tiende a ser geoestratégicamente irrelevante, prescindible pues; sino que algunos muñidores de esta idea se plantean, desde Washington y desde Londres, la posibilidad misma de que la unidad europea sea demolida y fragmentada: a un lado, quedaría un Este autoritario, belicista y antidemocrático, con proclividades ultranacionalistas inconfesables semejantes a las vigentes en círculos áulicos rusos; y al otro, un Oeste europeo democrático pero en retroceso, con fuertes pulsiones autoritarias y anti-unitarias, derechistas y extremo-derechistas, nacionalistas y soberanistas en Italia, Francia, Alemania y España.

Los mentores del previsible desaguisado en ciernes, deberían calibrar que el enredar irresponsablemente en el corazón de Europa puede preludiar mañana lo que, por entrometimientos semejantes, preludió el desenlace de la Primera Guerra Mundial: al cabo, una Europa en llamas con el nazismo y los fascismos imperando a pleno pulmón y un saldo de entre cuarenta y cincuenta millones de muertos. La pretensión de reducir la Federación Rusa, con sus 144 millones de habitantes y sus 17 millones de kilómetros cuadrados de extensión, a la condición de Estado fallido, como acarician los halcones anglosajones de guardia, adopta los rasgos de un informe y siniestro delirio. Además, dada la complejidad tecnológica y el poder de generar mortandad de las armas actuales, así como su diseminación incontrolada, todo ello puede desencadenar el temible Armagedón, la destrucción completa de nuestra civilización, por un mero accidente o bien por una simple percepción, en clave de amenaza, por parte de cualesquiera de los sujetos, personas, Estados y grandes compañías, involucrados en la escena.

 

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.