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Cuando todo esto acabe


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Cuando “todo esto” empezó, a muchas personas nos pareció un alarmismo sospechoso. De China nos llegaba un virus desconocido que comenzaba a causar víctimas entre nosotras aunque allí ya se vivía una situación al parecer descontrolada. El mundo creado a partir de ese fenómeno tan extraño como inquietante que es el presidente de EEUU, Donald Trump, tan dado a la manipulación mediática, a la sospecha del juego político sucio, al “todo vale”, nos llevó a creer que detrás de esa alarma podía haber razones más allá del propio virus, entre otras el “peligro chino”, que nace de las relaciones intoxicadas entre ambos países. No podemos olvidar la guerra comercial que libran así como que China tiene en sus manos la mayor parte de la deuda exterior estadounidense. En el juego sucio instaurado legalmente por Trump del “todo vale” también cabía esperar una descalificación de China mediante esa vía tan surrealista como cualquier otra.

Otros, vieron tras el virus teorías conspiratorias, aptas para argumentos de novelas de ciencia ficción. El cualquier caso, tras varios meses sufriendo esta pandemia paralizante que nos niega tanto el futuro como la posibilidad de hacer planes de cualquier índole, que nos ata al día a día, poco importa ya cuál haya podido ser el origen. Hoy, la verdadera preocupación se centra en saber si habrá un fin y cuándo llegará. Porque solo entonces podremos volver a la normalidad de unas vidas con planes, horarios y futuros.

Los hechos y las cifras han superado cualquier especulación haciéndola inútil o, cuando menos, indiferente. No cabe duda de la responsabilidad que recae sobre el mundo globalizado que venimos creando desde la segunda mitad del pasado siglo, así como tampoco cabe duda de que una naturaleza amenazada se defiende y lo hace atacando. Este virus será nuevo pero, con toda probabilidad, no único. Otros se sucederán quizás con mayor rapidez que el descubrimiento de antídotos para luchar contra ellos.

Este largo periodo de paralización del mundo, con todo su corolario de muertes, evidencias de fragilidad, consecuencias de la especulación sobre temas tan serios e importantes como la sanidad, que lejos de estar blindada se convierte en fuente de negocio y enriquecimiento, nos ha puesto de cara a la pared. Más propio de la Edad Media que de nuestros días, un virus de origen desconocido nos secuestra, nos aterra y nos paraliza. Poco a poco nos va convenciendo a las que aún guardábamos en nuestra recámara sospechas contra lo que se podría esconder tras el propio virus de que en realidad da igual. Sea como sea, el desastre está servido.

Mientras se suceden manifestaciones callejeras revestidas de irresponsabilidad, de inconsciencia en el mejor de los casos, el miedo ante un futuro inmediato marcado por la extensión del virus sigue latiendo.

El miedo inicial tuvo la fuerza tanto para atenazar nuestras gargantas como para poner en el ágora público la reflexión sobre la necesidad de cambiar el mundo. Cómo si de un apocalipsis se tratara, de todos los rincones partían voces de esperanza. “Cuando esto termine- argumentaban- el mundo será otro, ha de ser otro. Más justo, mas humano”. Comenzaron los aplausos, las manos tendidas solidariamente, la esperanza renacida en medio del caos.

Pero los días fueron pasando. Los aplausos disminuyeron y los gestos de solidaridad y los saludos desde las ventanas dieron paso a la irresponsabilidad de los que comenzaron a ver en este caos una estrategia para debilitar y atacar a un gobierno recién estrenado.

Desde las redes (¿sociales?) se comenzó a desmantelar ese incipiente tejido de esperanza que permitió vislumbrar un mundo mejor. Poco a poco los aplausos fueron sustituidos por las caceroladas que resonaban tras el grito pervertido de libertad. Y trataron de confundir una vez más a la ciudadanía identificando las medidas necesarias para parar este virus asesino con la falta de libertad. Con un único interés: el de hundir un gobierno democráticamente salido de las urnas que no aceptan, al que no se resignan.

El esfuerzo colectivo por terminar con la pandemia se supeditó tan irresponsable como torticeramente al de los intereses de unos cuantos liderados por organizaciones tan democráticas cómo VOX. Poco importan las consecuencias que tamaña irresponsabilidad puedan acarrear para el conjunto de la sociedad.

Poco importa que, en estos momentos, podamos estar enfrentándonos a una segunda oleada de la pandemia. Poco importan las consecuencias sociales, económicas, humanas que a todos sin distinción, también a los que ocupan las calles elevando sus gritos contra todos, acarreará esta segunda fase de la epidemia.

El objetivo es único: hundir al gobierno tratando de conseguir por las bravas y a costa de lo que sea, ya sea utilizando las herramientas que sean menester o siguiendo el camino que sea necesario, incluido el de la muerte, lo que en las urnas no consiguieron.

Frente a tamaña y continua irresponsabilidad solo queda la respuesta responsable, madura, de la ciudadanía. Frente a la sinrazón de los voceros, la serenidad de una ciudadanía consciente del peligro al que seguimos enfrentándonos y que no superaremos con gritos negacionistas sino con el resurgir de nuestras propias conciencias. Necesitamos recuperar la utopía y hacerla realidad, volver la mirada y la idea a la conquista de un mundo mejor, más humano. Basado en el respeto a la naturaleza, al ser humano sea quien sea, provenga de donde provenga. En el que el bienestar este sustentado por unos servicios sociales de calidad, una sanidad, una educación públicas ajenas a intereses especulativos. Un mundo en el que, por fin, los derechos humanos sean realmente universales.

Esperemos que “cuando todo esto termine” la humanidad pueda comenzar a transitar por ese camino.

Luz Modroño es doctora en psicóloga y profesora de Historia en Secundaria. Pero es, sobre todo, feminista y activista social. Desde la presidencia del Centro Unesco Madrid y antes miembro de diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierras, Greenpeace) se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los derechos humanos. Y considera que mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios. Es ésta una máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo.

Actualmente en Grecia, recorre los campos de refugiados de este país, llevando ayuda humanitaria y conviviendo con los y las desheredadas de la tierra, con los huidos de la guerra, del hambre o la enfermedad. Con las perseguidas. En definitiva, con las víctimas de esta pequeña parte de la humanidad que conformamos el mundo occidental y que sobrevive a base de machacar al resto. Grecia es hoy un polvorín que puede estallar en cualquier momento. Las tensiones provocadas por la exclusión de los que se comprometió a acoger y las medidas puestas en marcha para ello están incrementando las tensiones derivadas de la ocupación tres o cuatro veces más de unos campos en los que el hacinamiento y todos los problemas derivados de ello están provocando.