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Degradación de la política


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La situación creada por la pandemia está poniendo de manifiesto, una vez más, la importancia de mayorías parlamentarias que sostengan la acción gubernamental. Ya lo sabíamos. Pero la realidad actual acusa dolorosamente la debilidad de los apoyos parlamentarios al gobierno como consecuencia de una investidura en la que los dirigentes de los partidos (unos más que otros) han abundado en sectarismo y cortedad de miras, impidiendo una vez más la formación de una mayoría sólida. Lo deseable sería que una ley electoral mejor, por ejemplo, de segunda vuelta, facilitase la formación de mayorías en el parlamento y estas no quedaran al albur de los políticos de turno. Pero mientras no sea así, sería de esperar más altura de miras de nuestros políticos, más voluntad de cooperación y sentido de estado. Sobre todo, en tiempos de crisis y en temas tan importantes como los presupuestos.

En lugar de eso, continúan tirándose los trastos a la cabeza en el parlamento, donde no se discuten seriamente propuestas ni alternativas, sino que cada grupo viene ya con su estrategia cerrada, abundando, a menudo, en insultos al adversario para exaltar, en el doble sentido de la palabra, al propio; o descalificarlo (a veces sin reparar en la evidencia de lo contrario) para justificar la obstrucción y la negativa a la cooperación. Así se ha dicho que el gobierno es ilegítimo y que su presidente es un felón y un traidor, aun cuando el curso de la normalidad democrática, en la que participan incluso los autores de tan vacías, aunque desaforadas, acusaciones, está evidenciando lo contrario ante los ojos atónitos del sufrido ciudadano. O bien se lanzan vetos cruzados, muchas veces poniendo en entredicho la “constitucionalidad” del adversario, para justificar de antemano su oposición al entendimiento, obviando que el sistema los ha reunido en el parlamento precisamente para dialogar y que todos los partidos del hemiciclo son constitucionales, representan legítimamente al país y merecen respeto.

La “constitucionalidad” de los partidos, vista la frivolidad con que algunos políticos utilizan este término y la confusión que ello parece haber creado, merece cierta aclaración. Aunque muchos ciudadanos, confundidos por los mismos políticos, no lo sepan, está claro que ningún partido se coloca fuera de la constitución y es anticonstitucional por incluir en su programa intenciones no contempladas en el marco de la constitución vigente, como sería, por ejemplo, permitir la secesión de algún territorio, acabar con el estado de las autonomías o derogar la prerrogativa masculina en la sucesión a la corona. Las intenciones y el derecho a expresarlas están protegidos por la misma constitución y, de hecho, casi todos los partidos llevan en sus programas la intención de cambiarla en algún punto, amén de que ninguno de sus programas se agota en esta clase de reivindicaciones. Hay, por tanto, margen suficiente para el diálogo y la transacción, y no hay excusa. Tampoco la hay, por las mismas razones, cuando esta se utiliza aludiendo a los “antepasados” terroristas, fascistas o comunistas de ciertas formaciones políticas, aunque se puede comprender cierta clase de cautelas dado el daño que, históricamente, han hecho terroristas, comunistas y fascistas al sistema democrático. Pero sus presuntos sucesores en el parlamento están ahí de pleno derecho mientras respeten la ley.

Las falsas excusas para no cooperar son malas y, en nuestro caso, al ir a menudo acompañadas del insulto o la mentira, no ayudan ni a la gobernabilidad ni a la convivencia cívica y confunden al ciudadano, que no tiene por que estar bien versado en política.

Pero más grave que las falsas excusas es cuando las falsas excusas llevan incluso a negar una cooperación exigida por mandato constitucional, ya que esto pone en entredicho las mismísimas reglas del juego democrático. Sin embargo, esto está pasando ahora en España.

Todos conocemos los daños que suponen para un país cuando algunos dirigentes políticos, por las bravas, deciden saltarse la constitución. Ha pasado en Cataluña y los comentarios sobran. Hay, sin embargo, determinadas maneras de vulnerar la Constitución que, a pesar de la gravedad del daño que hacen a las instituciones y, con ello, al país, pasan casi desapercibidas y la ciudadanía no parece consciente de su gravedad. Un caso particular, de palpitante actualidad, es el bloqueo a la renovación de los miembros de los órganos constitucionales, como, por ejemplo, los miembros del Consejo General del Poder Judicial, que, en la coyuntura actual, deberían haberse renovado incluso ya hace dos años. El mandato constitucional exige para ello una mayoría de tres quintos en el parlamento y, por tanto, el concurso del primer partido de la oposición, pero el PP, de palabra y de hecho, sigue bloqueando el proceso. ¿Por qué lo hace? Partidismo ventajista. Así los conservadores siguen manteniendo la mayoría en el CGPJ y se aseguran de que importantes nombramientos de jueces se hacen a su gusto.

Los americanos, siempre con más experiencia en el uso y abuso de las normas democráticas, tienen un nombre para esta práctica. La llaman “hard ball” (juego al límite). Este juego peligroso, que desacredita a políticos e instituciones, ha sido utilizado ya por el PP en el pasado. Mariano Rajoy, en su día, lo hizo a la espera de conseguir una mayoría de miembros afines en el Tribunal Constitucional para aguar (como así fue) el Estatuto Catalán de Zapatero (ya aprobado por el parlamento español y por un referéndum en Cataluña), con las deletéreas consecuencias que ello ha tenido para Cataluña y para España en general. Un ataque en toda regla a la lógica de los procedimientos democráticos, de nefastas consecuencias. “De aquellos polvos, estos lodos”, le afearía más tarde Rubalcaba a Rajoy, haciendo referencia a la debacle catalana.

Pero lo especialmente llamativo de ahora, y que delata en cierto modo la degradación a que ha llegado la política española del momento, es que el señor Casado proclame, abiertamente y sin tapujos, que no cumplirá el mandato constitucional mientras esté Podemos en el gobierno (o por cualquiera de las variantes razones relacionadas con Podemos a que recurre para salir del paso). A primera vista no lo parece, pero, como se ha insinuado ya en algún periódico, es como si un presidente del gobierno en funciones con malas expectativas electorales se negase a convocar elecciones de acuerdo al Art. 99,5 de la Constitución poniendo como excusa los pactos del PP con Vox. Formalmente es lo mismo. Ambos son mandatos constitucionales. Y, gusten o no, tanto el gobierno de coalición con Podemos como los pactos del PP con Vox son perfectamente legítimos y no pueden ser excusa para vulnerar la constitución rompiendo las reglas del juego que nos hemos dado y que los políticos han jurado cumplir, dañando así el interés general por cálculos partidistas. ¿Es ignorancia o desfachatez?

Probablemente una mezcla de las dos cosas, pero en cualquier caso una muestra más de cómo los políticos están perdiendo el miedo a la censura moral de la sociedad, incluso en un caso grave, como este, y con el sorprendente añadido de que a este político se le llena todos los días la boca de “constitucionalismo”.

Sin embargo, todos sabemos que los dirigentes políticos no sólo están obligados a cumplir mínimamente las normas. Están obligados a una cierta ejemplaridad pública. Como todos los líderes sociales, su comportamiento hace escuela entre sus seguidores y, recíprocamente, las expectativas y, en definitiva, el comportamiento de estos retroalimenta el comportamiento del líder produciéndose un fenómeno de resonancia amplificadora de influencia recíproca. Ello tiene especial relevancia en el caso de los políticos, porque aquí se trata de los representantes de la fundamental y básica organización de la sociedad que es el estado, cuya columna vertebral definían ya los romanos como “lex & mores”, “ley y moral” (la moral era –es- las costumbres imperantes) y los griegos, más profundos, lo expresaban con una sola palabra: nomos, que resumía, incluso, los dos conceptos, concentrando en uno todo el acervo prescriptivo que debe regir el buen comportamiento humano. El deterioro del nomos suponía lógicamente el deterioro de su administración, la política, y en definitiva de la polis, del estado, – preludio de malos tiempos para los ciudadanos.

No hace falta describir el estado de la ejemplaridad pública en España en estos momentos. Súmense al bloqueo institucional de Casado los affaires del Rey Emérito y la perversión del Caso Kitchen, que supone nada menos que la utilización del Ministerio del Interior no para perseguir el crimen sino para protegerlo. Y no despreciemos tampoco el influjo mimético –lo estamos también aquí - sobre muchos políticos de la aldea global de un dirigente abiertamente inmoral y desaforado como Trump a la cabeza de la gobernanza mundial. La retroalimentación con sus seguidores, que le jalean y aplauden toda clase de trapacerías, se está convirtiendo, como otras “modas” que siempre generan los imperios, en paradigma. En paradigma, en este caso, del deterioro de la política y desmoralización (en el doble sentido de la palabra) de la sociedad. Hasta tal punto que piadosos seguidores de la biblia del interior del país han aceptado “sobrellevar” la, por lo demás reconocida, inmoralidad de Trump y apoyarlo, porque este, con su política, “contribuye al empoderamiento del pueblo de Dios”. Otras comunidades, más sofisticadas, no son tan explícitas.

Decía Kant que en los estados “de constitución republicana” (es decir, en nuestro sistema político, que ahora llamamos “de democracia liberal representativa”) la transparencia es fundamental para el control de los políticos y, con ello, para la salud del sistema. Ello supone naturalmente la existencia de un cuerpo social de moral suficientemente fuerte en el doble sentido de la palabra o, dicho de otra manera, con una opinión pública de arraigadas convicciones cívicas y morales por un lado y, por otro, que no haya sucumbido aún a la resignación de sentirse impotente para hacérselas cumplir a sus representantes, los políticos. Desde el momento en que a estos el sectarismo, la mentira, la corrupción, en suma, el desprecio del interés general empieza a salirles gratis, hay síntomas ciertos de que la moral de la ciudadanía está dañada, la degradación de la política está en marcha y la salud de la república en peligro.

Vicente Rodríguez Carro (www.vrodriguezcarro.wordpress.com), actualmente jubilado, es doctor, especializado en teoría del estado y de la sociedad, por la Universidad de Münster en Alemania y licenciado en filosofía por la UAM.. Ha sido profesor de la Universidad Libre de Berlín, CEO de una multinacional americana en España y presidente fundador de una empresa internacional de biología computacional.