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En defensa de la ciencia y su divulgación


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La pandemia de COVID-19 es un evento terrible que nos ha tocado afrontar como sociedad y como individuos de una forma sorpresiva, global y drástica. Muchos son los aspectos sanitarios, sociales, educativos, medioambientales, emocionales, etc., sobre los que de forma muy acertada muchos autores han reflexionado. Mucha ha sido y sigue siendo la información científica con la que hemos intentado comprender lo que sucedía y lo que podía suceder, información con la que atisbar con esperanza un futuro mejor gracias a los avances en la obtención de unas vacunas y antivirales que nos permitan superar esta crisis sanitaria. Mucha también ha sido la desinformación que, o por exceso de buena voluntad y desconocimiento o por diferentes sesgos ideológicos o directamente por un propósito consciente de engaño y ocultación de la verdad, hemos tenido que sufrir conjuntamente con el dolor físico, el anímico y en el peor caso, el sufrimiento que conlleva la muerte de un ser querido.

Gracias a mi formación como científico he podido entender mucha de la información relativa al virus, y he podido descartar lo que era impreciso o directamente falso. Y esa situación me ha permitido constatar una vez más lo tremendamente difícil que resulta dar a conocer la ciencia, de divulgar sus procedimientos, sus avances, y hacerlo de una manera que resulte práctica, sencilla y clara para quien no tuvo la oportunidad de compartir esa formación científica. No hay que olvidar que en situaciones de emergencia como esta pandemia, cuando los datos así lo permitan y siempre sin caer en triunfalismos, esa comunicación debe resultar en un bálsamo con el que templar uno de los sentimientos más incapacitantes para la acción intelectual y la racionalidad: la angustia.

Han sido innumerables las ocasiones en las que la sociedad ha depositado sus esperanzas en la ciencia, a pesar del general escaso conocimiento de la misma y sus artes. Los más racionales de sus individuos ante una situación adversa se han motivado a ampliar el conocimiento para entender mejor esos avances que se nos presentan y que no siempre nos parecen claros. Sin embargo, mucha gente ha vuelto su vista hacia la ciencia con una mirada más próxima a la fe que a la razón para acogerse a los avances científicos como un escudo protector aun no entendiendo cómo éste nos defiende, como si fuera una suerte de nueva religión con sacerdotes y sacerdotisas de batas blancas. También mucha gente ha criticado la ciencia diciendo que sus avances son parciales, que no lo sabe todo y que además falla en múltiples ocasiones, justificando en razones anímicas o emotivas sus actos de fe como defensa verdadera frente al virus (plegarias a una deidad más o menos formal, rituales de “purificación” que usan lo emocional para justificar la infección y su posible curación, invocación de fuerzas de la naturaleza como si de un ente consciente se tratara, etc.).

Nada más lejos de la realidad en ambos casos. A ambos grupos y al conjunto de la sociedad, un científico (y no sólo alguien que ha pasado por una facultad de ciencias) debería hacerles entender que como toda actividad humana la ciencia es falible y que es necesario que lo sea, ya que de no serlo sería infalible y por lo tanto propio de la divinidad. La ciencia no lo sabe todo, porque si lo supiera ya no sería ciencia sino dogma. En la ciencia y en los científicos no hay que tener fe sino confianza, ya que se dota de un sistema por el cual es capaz de reconocer el error cuando se produce, corregirlo, y seguir ampliando día a día el conocimiento. Así pues, es obligación ética y razón de ser del científico sembrar luz donde antes había oscuridad en el conocimiento del universo físico. También así es obligación del científico divulgar la ciencia, dar a conocer lo que es luz y lo que es oscuridad bajo este sistema de conocimiento de lo material que nos hemos dado, dar opinión fundamentada en los hechos sin caer en la soberbia, y animar a quien no tenga formación previa a reflexionar, aprender y ganar fortaleza con la que discriminar la ausencia de saber del engaño malintencionado.

Los científicos nos debemos a la verdad científica y a las sociedades donde desarrollamos nuestra labor. Divulgar es una forma de cumplir con nuestro deber ético. Pero los científicos, aún conscientes de ello, siempre hemos sido nuestros peores embajadores. Salvo honrosas excepciones resultamos pésimos en el arte de la comunicación. Es una asignatura que nos es urgente aprobar. Una buena divulgación científica desde el origen permite ofrecer conocimientos y ayuda para alejar sombras e incertidumbres en la medida que sea posible. Permite además un efecto “bola de nieve” siempre necesario, pero más en tiempos de crisis, que consiste en la propagación de la información de calidad por todos (ya sean científicos o no) empezando por quienes tenemos alrededor. Este efecto teje una red de seguridad con la que protegernos de la desinformación malintencionada sea del signo que sea: negacionismo del cambio climático, falacias de los movimientos antivacunas, amenazas a la salud desde las pseudoterapias y falsa medicina, etc. Decía en un párrafo anterior que es obligación ética del científico la divulgación, pero no sólo del científico: es también nuestra obligación ética como sociedad apoyar y promover la información veraz. Y como reto común resulta fascinante.

Doctor en Biología Molecular por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesor de la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad Rey Juan Carlos.