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Eutanasia. Las razones de una ley


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La oposición bronca, desmesurada y engañosa a que ya nos tiene acostumbrados la derecha no ha permitido, una vez más, una discusión sosegada en el parlamento sobre la ley de eutanasia, recientemente aprobada. Ha sido el colofón de la oposición a una ley contra la que, desde el primer momento de su largo anuncio, se elevaron voces airadas. Pero, ¿por qué no? El que haya voces en contra de una ley es lo lógico dentro de un sistema político que supone una sociedad diversa e ideológicamente plural. Las instituciones y ciudadanos opuestos a esta ley acostumbran a identificarse ideológicamente con quienes, en su día, se opusieron a la ley del divorcio, la ley del aborto o al matrimonio entre homosexuales. Nada que objetar, mientras se reconozcan como parte que son de la sociedad y no se arroguen el derecho a representar el todo, - un mal que ya Ortega considerara radical en la sociedad de su “España invertebrada”.

Todavía hay supervivientes del proceso de socialización franquista que recordamos cómo el nacionalcatolicismo oficial defendía la falta de libertad religiosa en España con el inefable argumento de que “el error no tiene derechos”. Preilustrados, detentadores y administradores de “la verdad absoluta” cual bolcheviques y fascistas, esos nacionalcatólicos no habían interiorizado aún que, aparentemente ya en la misma tradición católica, pero de manera inequívoca a partir del antropocentrismo ético de la Ilustración europea, el solo sujeto de derechos y deberes es la persona, no una supuesta entidad abstracta como “la verdad”. Mientras tanto, los valores de libertad y tolerancia de la ética ilustrada, su humanismo secular y nuestro estado democrático liberal representativo, basados en esa misma ética, han echado raíces en España. Y eso no sin consecuencias para el tema en cuestión, dado que la eutanasia, amén de ser un problema ético, lo es igualmente político.

En efecto, y ello hasta tal punto que la ética misma, como ya reiterara Aristóteles, hunde sus raíces en la política, es decir en la organización de la sociedad, y es necesaria, de consuno con el derecho, para regular la convivencia y mantener la cohesión de los grupos de homo sapiens desde la horda primitiva al más sofisticado estado democrático de la actualidad. ¿Qué grupo social podría sobrevivir y mantenerse cohesionado si, por ejemplo, dentro de él estuviese permitido a todos robar, matar y violar a discreción? Para garantizar que eso no ocurra está el estado.

La religión, por su parte, como confirman los más modernos estudios antropológicos, ha sido enormemente funcional a la hora de reforzar la moral y, con ella, esa necesaria cohesión que es condición de la convivencia y el progreso de las sociedades. Funcionalidad a la que ya el pensador griego Critias (s. V a. C) se refería cuando fabulaba, en un precioso poema titulado “Sísifo”, cómo los malhechores, una vez implantada la ley, recurrían a la oscuridad para delinquir, por lo que, entonces, se inventaron a los dioses, que ven en la oscuridad y amenazan con castigo al infractor.

Pero, veinticinco siglos más tarde, un prometeico homo sapiens les ha robado ya muchos de sus antiguos privilegios a los dioses, incluido el de “ver en la oscuridad”, y muchas sociedades, entre ellas la española, se han secularizado. De hecho, nuestro estado democrático liberal representativo es, por definición, un estado laico en el sentido de que “no conoce” de religiones lo mismo que un juez de lo civil “no conoce” de causas penales. Lo que le permite, como a ningún otro estado hasta la fecha, gestionar de manera justa y eficaz la real diversidad ideológica, respetando la opción moral de cada uno.

Por tanto, nuestro estado, no “conociendo” ya la instancia religiosa de un supremo legislador por encima de él, debe atenerse a lo que le compete. Y lo que le compete es procurar la cohesión y el bienestar de la ciudadanía en la forma y manera de su propio diseño institucional, es decir, atendiendo a los deseos de la mayoría (por eso es democrático), respetando los derechos de las minorías y la división de poderes (por eso es liberal) y sometiéndose al procedimiento parlamentario con la vista puesta en la sociedad (porque es representativo). Obviedades que, a menudo, no se tienen en cuenta o se confunden.

Ahora bien, sabemos que una mayoría de españoles (más del 80 %, según las encuestas) está a favor de la eutanasia. Por otra parte, no hay duda de que su legalización y regulación respeta los derechos de las minorías, pues nadie es obligado a aplicarla. Lo que va a ocurrir es que ya no se castigará a quienes la lleven a efecto dentro de los requerimientos que prevea la ley. ¿Por qué, sin embargo, no habiendo menoscabo de los propios derechos, hay quienes sí quieren imponer su contraria opción moral a los demás?

Todo homicidio (entendido este – previamente a su calificación jurídica - como el acto de procurar la muerte de una persona por acción u omisión), produce un natural horror y aversión. Así también la eutanasia. Pero ese es un sentimiento. Los argumentos en contra tienen origen religioso y se resumen en la idea de que, estando la vida en manos de Dios, el estado debería venir en su ayuda y prohibir dejarla en manos del hombre. Aun cuando, paradójicamente, las mismas religiones que los sustentan han bendecido a lo largo de la cruenta historia del homo sapiens muertes a manos del hombre como ejecuciones, guerras y suicidios según el caso. Y lo siguen haciendo. Sin embargo, lo que muchos defienden como un acto de compasión y suprema humanidad, ellas lo podrían considerar asesinato.

Todo hace prever, sin embargo, que, aun sin entrar en el detalle de su consistencia lógica o de sus cuestionables premisas, la realidad social y moral de España es ya poco permeable a esta clase de argumentación religiosa. Las sociedades occidentales no sólo han interiorizado ya fuertemente los valores del estado democrático liberal representativo y su ética humanista, empujando cada vez más hacia su efectiva materialización (como estamos viendo dramáticamente en el caso de la lucha por la igualdad de género), sino que también están cambiando su actitud hacia la muerte. Paradójicamente. Pues, por una parte, el horror hacia la muerte sigue creciendo, incluso cuando esta se aplica al resto de los animales (a quienes, paulatinamente, se les va atribuyendo el status de sujetos de derecho, cual humanos), mientras que, por otra, actos como el aborto o la eutanasia, hasta ayer considerados crímenes, hoy ya se consideran derechos. Y todo apunta a que los rápidos avances de la ingeniería genética, el reforzamiento de la conciencia ecológica, la inteligencia artificial y la próxima entrada en escena de los ciberorganismos van a seguir forzando el cambio del paradigma moral. 

Vicente Rodríguez Carro (www.vrodriguezcarro.wordpress.com), actualmente jubilado, es doctor, especializado en teoría del estado y de la sociedad, por la Universidad de Münster en Alemania y licenciado en filosofía por la UAM.. Ha sido profesor de la Universidad Libre de Berlín, CEO de una multinacional americana en España y presidente fundador de una empresa internacional de biología computacional.