La cara de la pobreza y la ineficacia -una vez más- de nuestro Estado del ¿bienestar?
- Escrito por Pepa Burriel Rodríguez-Diosdado
- Publicado en Opinión
— Mamá, mamá- le dijo el niño a la madre, mientras paseaban de la mano por el barrio- ¿Qué hacen esas personas?
— No mires hijo mío -le contestó rápidamente la madre, apretándole fuerte la mano-, son pobres.
— Y, ¿qué hacen allí? -le espetó el niño señalando.
— Hijo, están pidiendo comida… y gira la cabeza y no señales, que es de mala educación.
— ¿Por qué no tienen comida? – continuó el niño con su curiosidad infantil.
— Porque no trabajan hijo, porque no buscan trabajo, porque no se esfuerzan en la vida -dijo mientras arrastraba al niño, lejos de ese lugar, de ese maldito lugar, según ella, lleno de personas que no se esfuerzan y a las que se ayuda por caridad.
La pobreza en los países desarrollados no alcanza las cotas de los países en vías de desarrollo, pero las cifras de personas en situación de pobreza o exclusión social continúan siendo escandalosas en los países que presumimos en llamarnos países desarrollados o del bienestar.
Un Estado del bienestar -Welfare State- es aquel que se compromete a crear una situación de bienestar social y económico a sus ciudadanos, generando una obligación para el Estado que se manifiesta a través de diferentes medidas, entre ellas, fundamentalmente, el derecho a la educación, a la vivienda y al trabajo.
Si hay alguna imagen que pervive en mi memoria de los meses de confinamiento de 2020 son las tremendas y larguísimas “colas del hambre” en diferentes ciudades españolas, repletas de gente con mascarilla y carros.
En España, según datos de la Red Europea de Lucha contra la pobreza y la exclusión social en el 2019, más de 11 millones de personas, en torno a un 25.3 % de la población española se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión social, destacándose, además, cómo casi la mitad de los hogares monoparentales con hijos y adolescentes están incluidos en esta tasa de riesgo (Tasa AROPE - At-Risk-Of Poverty and Exclusion); somos la séptima más alta de todos los países miembros de la Unión Europea. Pero, además, aproximadamente el 9% de la población, es decir, 4.3 millones de personas viven en pobreza severa, situación que se refiere a privaciones y condiciones de vida muy similares a las de los países en vías de desarrollo de los que presumimos estar alejados.
Las cifras de pobreza en nuestro país deberían avergonzarnos
En conclusión, es indiferente la fórmula que utilicemos para medir la pobreza, los datos en nuestro país no son buenos, pues una de cada cinco personas vive bajo el umbral de la pobreza y una de cada cuatro está en riesgo de exclusión social.
No hemos cumplido con el objetivo de reducción de la pobreza y exclusión social (Estrategia UE-2020), de disminuir la tasa hasta un 1.5 millones de personas, como también pudo comprobar el relator especial de la ONU, Sr. Philip Alston, en su visita a nuestro país de febrero de 2020; pero, además, estos datos, que ya son abrumadores, no tienen en cuenta el devastador efecto de la pandemia en la situación de privaciones y pobreza de las personas, como vienen pronunciándose desde diferentes organismos y entidades.
Los perfiles de las personas en situación de pobreza han ido variando al cabo de los años.
Por una parte, las personas desempleadas que se encuentran en situación de riesgo de pobreza y exclusión social constituyen la tasa más alta, el 43.3%, pero, sin embargo, como he tenido ocasión de escribir y analizar en otras publicaciones, el trabajo no sirve para salir de la pobreza: la tasa de riesgo de pobreza en personas con trabajo sigue prácticamente invariable, 13-14%, considerándose que uno de cada cuatro pobres está desempleado, lo que implica que el resto tienen un trabajo insuficiente y precario -y son en un alto porcentaje, mujeres, ¡he aquí la discriminación otra vez!-; de ahí que hayamos acuñado la expresión anglosajona “working poor”.
Por otra parte, se ha incrementado el porcentaje de personas pobres con educación superior (16%), el de las personas jubiladas (11.9%) o el de los niños, niñas y adolescentes (23.7%), así como la tasa de riesgo de pobreza de las personas adultas con discapacidad que ha alcanzado cotas históricas para olvidar (28.9%).
Junto con los índices de pobreza relativa y absoluta, riesgo de pobreza o exclusión social, cada vez más, percibimos y comprobamos la ampliación de la brecha entre personas pobres y ricas, o, como se suele decir, los pobres son más pobres y los ricos son más ricos; no solo en España donde la renta total del 20 % de la población con mayores ingresos multiplica por seis la renta total del 20 % con menores ingresos, sino que la tendencia es mundial, como ya apuntó Oxfam International en un estudio de 2018.
Pues bien, son muchos los factores que conducen a estos datos escalofriantes detrás de los cuales hay millones de personas con dificultades, que una vez caen, se encuentran inmersas en el círculo vicioso de la pobreza; habiéndose, además, demostrado, que los hijos de familias pobres o en situación de pobreza tienen un alto riesgo de seguir en ese estatus. Y es lógico, porque tienen cada vez más, menos derechos, esto es, porque cuando eres pobre, la sociedad no te permite el ejercicio de tus derechos más básicos. Hagamos un repaso por aquellos que debe garantizarnos un Estado que quiera seguir llamándose del bienestar.
La educación no se ha diseñado para ser accesible y garantizar la equidad de oportunidades de los niños y niñas pobres o en situación de riesgo de pobreza o exclusión social
Primero, la educación, obligatoria hasta los 16 años y ¿gratuita? Eso dice la norma, art. 27.4 de la Constitución española para la educación básica, pero, como bien sabemos cada año, el coste del material escolar para las familias es más alto y, aunque existen ayudas nunca son suficientes, no están bien articuladas y, según datos recientes de la OCU el gasto medio escolar se incrementa (unos 80 euros al mes por estudiante de entre 3 y 18 años), sin contar con las necesidades derivadas de la “virtualidad” en las aulas.
Un tercio de la infancia en nuestro país se encuentra en riesgo de exclusión social. Y, por tanto, estudiar en el seno de una familia pobre se torna cada vez más difícil por la falta de competencias, de espacios para el estudio, de apoyo familiar e institucional, etc. Ello supone el abandono escolar, tanto en la fase de educación obligatoria -denominado “fracaso escolar”- como el propiamente denominado “abandono escolar temprano”, que mide el porcentaje de población entre 18-24 años que no continúan estudios y no completan la educación secundaria post-obligatoria; y, en esto, en España, desde hace más de dos décadas hemos estado a la cabeza, con cifras cercanas al 25% en 2013, en la actualidad un 17.35%, que siguen estando muy por encima de la media europea y que no son adecuadas.
De esta manera, la falta de igualdad de oportunidades y de derechos en otras esferas de la sociedad viene directamente condicionada por el fracaso de nuestro sistema en garantizar el bienestar de nuestros jóvenes e infantes.
Garantizar el derecho a una vivienda digna y adecuada es esencial para el ejercicio pleno de los derechos como ciudadanos
Segundo, la vivienda, ese gran principio inspirador y rector de las políticas económicas y sociales de la Constitución (art. 47) que lo único que hace es inspirar, pese a que el propio precepto establezca que los poderes públicos “promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes”, para que el derecho a una vivienda digna y adecuada sea efectivo. En el mismo sentido, el art. 25.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos o el art. 11.1 del Pacto internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Un problema cada vez más grave, antes, durante y después de la COVID-19. En 2017 España fue condenada por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales por vulnerar el derecho a una vivienda adecuada a una familia desahuciada de su vivienda de alquiler, familia con dos hijos que había solicitado en más de 10 ocasiones una vivienda social sin éxito. Aunque esa condena no haya solucionado la crisis habitacional de nuestro país.
En este sentido, hemos de tener en cuenta que la Carta social Europa revisada que España ha ratificado recientemente, exige a los países firmantes garantizar el derecho a la vivienda en términos reales, incidiendo en su art. 31 que los firmantes adquieren el compromiso de adoptar medidas dirigidas a: primero, favorecer el acceso a la vivienda de un nivel suficiente; segundo, medidas para prevenir y paliar la situación de carencia de hogar, pero con el objeto de la eliminación progresiva de dicha situación; y, tercero, hacer asequible el precio de las viviendas a las personas que no dispongan de recursos suficientes. Para que no quede en papel mojado, la Carta establece un control cuasi-jurisdiccional para su cumplimiento.
Si bien en este último año se han articulado medidas cortoplacistas de protección de la vivienda, para inquilinos e hipotecados, ante la crisis derivada de la pandemia, queda mucho trabajo por hacer por parte de este Gobierno, pues más de 40.000 personas viven en la calle hoy en día, habiéndose incrementado en más de un 25% las demandas de viviendas, cifras que no muestran la fragilidad de quienes se pueden quedar sin vivienda en los próximos meses. Y, si no tenemos derecho a la vivienda, entonces, muchos de los beneficios que el llamado Estado del bienestar nos proporciona, no pueden otorgarse. Desde ayudas a la electricidad, al gas, o el derecho fundamental al voto pueden verse restringidos, de manera injustificada.
No solo cada vez hay menos puestos de trabajo, sino que además el trabajo existente es cada vez más precario frente a una población sobrecualificada
Tercero, el derecho al ¿trabajo? Quizá deberíamos añadir a ¿qué trabajo? La sociedad es cada vez más exigente con los requisitos y competencias que se exigen a las personas trabajadoras; si bien hace algo más de dos décadas hablábamos de los JASP (joven, aunque sobradamente preparado), hoy en día nos encontramos con perfiles de puestos de trabajo que rozan el ridículo, como ser enérgico, asertivo o auténtico. Pero, además, cada vez hay menos puestos de trabajo según diversos estudios, entre ellos del Foro Económico Mundial de Davos, y la pandemia ha puesto en evidencia lo erróneo de nuestro modelo productivo, muy dependiente del sector servicios, del sector turístico y poco de la industria; o si prefieren en una frase más poética que ya he utilizado en otras ocasiones: “si para China…aquí no hay quién trabaje, porque paramos todos”.
Esto supone una pérdida de nuestro talento humano, una huida de muchas personas fuera de nuestro país en búsqueda de mejores oportunidades, algo que tampoco es una novedad. En la actualidad, somos unos de los países con mayor talento, más del 35% de personas trabajadoras lo hacen en puestos donde no es necesaria la titulación superior que poseen, situación que tiene su repercusión en las tasas de desempleo.
Deberían revisarse de pies a cabeza las políticas de empleo en España
Podemos seguir añadiendo, que, junto con la transformación de nuestro país en un lugar de recreo para los países europeos del norte, también la precariedad laboral -en condiciones de trabajo- se ha hecho más evidente con la pandemia. Aunque de esto hablaremos otro día, no podemos perder de vista la reciente Resolución del Parlamento Europeo, de 10 de febrero de 2021, sobre la reducción de las desigualdades, con especial atención a la pobreza de los trabajadores.
En este marco el diseño de las políticas de empleo en España debería revisarse de principio a fin, tanto por lo que se refiere a las políticas activas de empleo como a las políticas pasivas o sistemas de protección social. Por una parte, porque las llamadas políticas activas se quedan en un agujero negro de fondos, que no se emplean adecuadamente, que no llegan a las personas que los puedan necesitar y que, evidentemente, no sirven para incorporar a las personas en el mal llamado mercado laboral ni para mejorar sus competencias. Pero, por lo que respecta a las denominadas políticas pasivas han venido a transformar el Estado del bienestar en un Estado del trabajo -Workfare State-, donde la vinculación o participación previa en el mercado de trabajo es la que viene a determinar la protección social que se otorga a las personas y no sus necesidades reales; una tendencia de algunos países, como Dinamarca, paradigma del Estado del bienestar, pero que no ha aportado los beneficios en la eliminación o disminución de la pobreza, que ni siquiera se refleja en sus estadísticas -puede verse este artículo en este sentido.
El ingreso mínimo vital: lo que pudo ser y no fue, ni se atisba
En este panorama, apareció el denominado ingreso mínimo vital, una prestación económica con la loable finalidad, por un lado, de la erradicación de la pobreza -en la línea de los Objetivos del Desarrollo Sostenible de la ONU- y, por otro lado, de la creación de una prestación-inexistente hasta ahora- que afrontara como en otros países europeos, el riesgo general de pobreza. Por el momento, han recibido dicha prestación -cuya cuantía varía, desde un mínimo de 462 €, en función de las circunstancias- aproximadamente 460.000 personas (atendiendo a que las solicitudes pueden ser individuales o por unidades familiares).
Estamos ante una joven norma -Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo- que ha sido objeto de más de una modificación, sin que se acaben de corregirse los defectos técnicos y estructurales.
Entre ellos, algunos son muy graves, por ejemplo, desde mi punto de vista los requisitos de acceso son demasiado estrechos, sin que, realmente, lleguen al gran número de personas en riesgo de pobreza, como ha venido sucediendo con la mayoría de las rentas mínimas de las Comunidades Autónomas, según los datos de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales.
Su ámbito de aplicación no alcanza ni a la mitad de las personas necesitadas en este país, en riesgo o en situación de pobreza, no tiene un carácter amplio, pese a que se haya denominado la primera prestación en España que cubre el riesgo de pobreza. Es exclusiva, no excluyente. Véase a modo de ejemplo, uno de los requisitos que se exigen (re-reformados) para acceder a la prestación como sujeto individual joven, mayor de 30 años, que pasan por 1 año de vida independiente de sus progenitores, tutores o acogedores ¿Vivir independientemente? Pero, ¿si no tengo recursos, como es que he podido vivir así en los últimos?
También quiero destacar entre los problemas del ingreso mínimo vital la compleja solicitud que hay que rellenar (solo apta para los juristas más doctos), que, además, prioriza la presentación telemática de la misma, ignorando o queriendo ignorar que las personas que necesitan esta ayuda pueden no tener acceso a un ordenador o a un teléfono inteligente, a internet, o a lo mejor, no poseer competencias digitales suficientes para cumplimentarla. A la complejidad de su solicitud se une su compleja tramitación burocrática, una barrera más para las personas vulnerables que necesitan esta ayuda económica.
La medida proyectada a largo plazo no ha contado con el diálogo social con los interlocutores sociales, ni en su origen ni en sus respectivas modificaciones.
La pobreza en nuestro país requiere con urgencia un cambio de “chip” del Gobierno
Necesitamos un planteamiento real, accesible, cercano que afronte la situación de pobreza de nuestro país desde el entendimiento del problema y no desde el despacho.
Necesitamos normas que si tienen el objetivo de ayudar a salir de la pobreza realmente sean entendibles y fácilmente aplicables, tanto para las personas que puedan acceder a ellas, como para aquellas que tienen que recoger y tramitar las solicitudes.
La pobreza no es una opción que uno decida, es una situación sobrevenida por la ineficacia del sistema, por la falta de ayudas previas, por la falta de fiscalización de las empresas en el cumplimiento correcto de las normas -sobre contratos, sobre salarios o sobre despidos, entre otros-, por la falta de conciencia y solidaridad en las personas que conforman una sociedad, desde la clase política hasta abajo. Y, nadie, debería olvidarse, jamás, de que la pobreza está a la vuelta de la esquina.
— Mamá, mamá -le imploró el niño- ¿qué hacemos aquí?
— Nada hijo, no hables, y mira al suelo -contestó la madre, con un hilo de voz.
— Pero, mamá, esa niña nos está señalando…¿No decías que esta cola era para la gente que no se esforzaba?
Pepa Burriel Rodríguez-Diosdado
Profesora y asesora jurídica desde 2006. Acreditada al Cuerpo de Profesores Titulares (2016).
En la Universidad de Barcelona desde 2009 y colaboradora de la Universidad Abat Oliba CEU, durante los años 2009-2019, habiendo obtenido el Premio Ángel Herrera a la mejor profesora de España de Derecho y Ciencias Políticas (2018).
Profesora invitada en: Universidad de Copenhague y Universidad del Estudio de Región Emilia y Módena.
Su historial investigador se resume así: más de 22 libros colectivos, 7 libros propios, y más de 40 artículos en Revistas nacionales e internacionales; 8 proyectos de investigación, uno de ellos premiado en 2016; ponente en más de 25 Congresos (España, Argentina, Bérgamo, Brasil, Chile, Cuba, Nantes, Guatemala o Perú), habiendo recibido 2 premios por ello (2017 y 2019).
Miembro de las siguientes organizaciones: Asociación Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad social “Guillermo Cabanillas”, Comunidad de Laboralistas Cielo, Asociación Española de Derecho del Trabajo y de la Seguridad social y Asociación Española de Salud y Seguridad social.