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Espejo de tránsfugas


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En el Parlamento británico, la fórmula to cross the floor –cruzar el pasillo- nombra lo que aquí solemos definir como practicar el transfuguismo. Es la acción que consiste en abandonar un partido político o un grupo parlamentario y pasarse a otro rival o distinto. Un psicoanalista lo estudiaría desde la perspectiva de la conducta escindida o esquizoide; un médico forense hablaría de una “bifurcación patológica del comportamiento”; para un filósofo se trataría de un “corte epistemológico”; tal vez para un economista neoliberal sea “la adopción de una apuesta diferencial innovada”; por su parte, un capitalista financiero lo precisaría como un “necesario y proactivo tránsito hacia nuevos modelos de negocio, con escenarios de rentabilidad que aseguren una estable tasa de ganancia …”. Y el propio tránsfuga, optará por definir lo sucedido y protagonizado por él o ella como una “conversión”.

Pese a la hojarasca de tan barrocas formulaciones, la gente de a pie suele saber a qué obedece ese trueque que la fuga de un individuo hacia otro partido significa: en castizo el verbo se llama chaquetear y en purista, traición. Pero hay algunos matices. La pregunta a despejar es la que cuestiona qué es lo que sucede en la mente y/o en la vida del candidato a fugarse de su partido antes de tomar la decisión de consumarla. Hablamos, desde luego, de un individuo que se mueve en un sistema político, al menos formalmente, democrático.

En el aspecto subjetivo, personal, el tránsfuga es persona dedicada a la política que, generalmente y poco a poco, en un proceso declinante para su autoestima, ha quedado aislada dentro de una formación política a la que pertenecía. Las estadísticas dicen que el número de hombres y mujeres tránsfugas suele ser semejante. En España, los casos han sido muy sonados. Además de aislamiento, la persona en cuestión suele percibir hostilidad, desdén u otras formas de rechazo hacia sí; en el mejor de los casos, disiente de los planteamientos ideológicos o políticos de su partido pero, sobre todo, se percibe incompatible con determinado tipo o forma de liderazgo personal o presión colectiva cuyo poder no puede sobrellevar ni admitir. Su malestar es creciente hasta tornarse insoportable. Siente que, políticamente, ha fracasado. No ha sido capaz de generar un poder superior al que se enfrenta. Acontece entonces que, si no tira la toalla previamente y abandona la actividad política, suele replegarse sobre sí; recobra el amor propio que cree lesionado y barrunta una suerte de venganza, un resarcimiento; primero, indefinido. Hace saber su malestar dentro y fuera de su partido. Indaga luego por su cuenta y explora o bien, desde fuera, alguien de una formación política contraria, al percibir su zozobra, se le aproxima. Éste lleva el propósito de dar forma a su decepción, a su sed de venganza personal, con una promesa de rentabilidad política –o económica-. Quien le tienta muestra una oferta en poder político –un cargo- o dinero no visible, claro. De tal modo, su disidencia, quizás legítima o siquiera explicable por esa postración percibida, ese hundimiento de su autoestima, se ve transformada en fuga. Puede o puede no aceptar lo que se le brinda. Si da el sí, lo hace después de calcular qué es lo que puede ofrecer a sus destinatarios y de averiguar qué van a exigir de él.

Él o ella creerán tener claves desconocidas del partido que abandona, que puede ofrecer al que les recibe. Primero, todo serán mieles. Les cabe pensar que pueden aportar cierta experiencia política, en cuya utilidad creerán ver su verdadera dote; pero suelen desconocer que su valor de cambio es, tan solo momentáneamente, superior a su escaso valor de uso: el partido receptor tiene dirigentes propios y los nuevos y recién llegados no suelen ser bien recibidos. Por eso, su defección será utilizada como ariete y síntoma de la degradación del partido contrario que él acaba de abandonar. Luego, casi siempre, sobrevendrá el apagón: dejará de tener interés y se verán otra vez postergados, devaluados, solos. Y con la honradez herida. Tal suele ser el ciclo que le espera al/la tránsfuga. A no ser que posea un talento camaleónico y se muestre capaz de acreditarse ante la dirección del partido que le acoge.

Partidos por dentro

Esto en cuanto se refiere al trásfuga como sujeto. Pero precisemos ahora cabe describir algunas claves del contexto en el que surge el transfuguismo, claves referidas a la vida interna de algunos, casi todos, los partidos políticos en nuestros días: de un tiempo a esta parte, apenas conservan el pulso que un día tuvieron durante la Transición del franquismo a la democracia. Entonces, reclutados entre personas altamente motivadas con intereses afines y generalmente procedentes de los mismos sectores sociales, los partidos políticos cumplían una función fundamentalmente didáctica: enseñaban a sus miembros a hacer política para persuadir a la sociedad con un programa y hacerse con el poder, por vía electoral, para aplicarlo. Y lo hacían desde el previo acopio y la difusión de información relevante intramuros del partido; una vez evaluada ésta, se sometía al análisis y al debate, colectivos; tras estos dos procesos, surgían criterios comunes a la hora de encarar los problemas considerados de interés social y se abordaban mediante la unidad de acción. Y todo ello dentro de lo que se denominaba “vida orgánica”, es decir, una estructura grupal dinámica, activa, de formación, asociación y acción políticas organizadas jerárquicamente, con reuniones frecuentes, casi siempre semanales, más responsabilidades directamente proporcionales y decrecientes desde la cúspide –a veces profesionalizada junto con algunos cuadros- hasta la base. Y sin olvidar la siempre ardua, si no controvertida, financiación, cuotas mediante.

A grandes rasgos, estas eran las funciones de los partidos políticos entonces. Dentro de ellos la pauta generalizada se basaba en adquirir una racionalidad argumental que diera consistencia teórica al partido. Casi siempre, los partidos representan a clases sociales o bien alianzas entre algunas de estas con signos o intereses afines. Con tal racionalidad, la militancia trataba de persuadirse a sí misma de la legitimidad partidaria y cooptar, elegir o designar a quienes se acreditaran para el mando. Y, ya con ella obtenida, consolidar el poder interno para extender socialmente el mensaje partidario, convenciendo a su destinataria, la sociedad, de la justeza de lo propuesto y de lo actuado. El compromiso de los integrantes de los partidos con sus organizaciones adoptaba la forma de militancia, curiosa fórmula castrense referida a un tipo peculiar de entrega y servicio a una causa. En algunos partidos, militante equivalía a soldado político.

Nada de esto suele suceder hoy en los partidos, si es que son tales o tan solo se mantienen en el pre-nivel de meros movimientos. Tampoco sucede nada semejante en la escena política. En líneas generales, desde mediados de los años 90, el código desde el cual emitía la actividad política hacia el exterior de los partidos abandonó la argumentación racional –entonces sagrada- para pasar a mostrarse tan solo mediante el culto a lo emocional: la imagen del líder o lideresa de turno: la sonrisa, el gesto, los baños de masas, los discursos con frases que la gente deseaba escuchar, cuando no la bravata y el espectáculo. Todo ello impregnado por los guiños de una búsqueda incesante de la emoción como reclamo visceral, instantáneo, lejos de lo racional, con el que concitar la adhesión inmediata a los intereses ya no sociales, sino a los del propio partido. Éste deja así de ser sujeto de la acción política para convertirse en objeto de sí mismo, apartado ya de la satisfacción de los intereses de la mayoría social a la cual iban destinados anteriormente sus mensajes.

En tal estado de narcisismo partidista se inscriben muchos de los problemas que afectan hoy a buen número de los partidos políticos. Y el drama del transfuguismo, más frecuente de lo que parece, no es en absoluto baladí, ya que marca el origen de las hemorragias que más daño hacen y desangran la vida democrática. La búsqueda del poder, de cualquier manera, sin importar la racionalidad sino tan solo la adhesión emocional, se ha convertido en el arco de bóveda de los procesos partidistas, políticos y electorales, casi en su conjunto. Y en el terreno de la movilización de emociones, ya sabemos quienes tuvieron, y sus legatarios tienen, la mayor destreza: aquellos en cuyos discursos, ausentes de programa alguno, solo figuran las proclamas irracionales, incendiarias, exaltadas, asociales, individualistas, amorales, en definitiva.

Cabría decir que han sido muchos de los partidos en la escena, salvo muy honrosas excepciones, los primeros trásfugas, los primeros en desertar de sus tareas de satisfacción de necesidades sociales y en un zambullirse en las proclamas odiosas y abyectas, las que atizan el desbocamiento pasional y la violencia inmediata y también los que difundieron una violencia distinta, la que durante siglos ha ido cebándose en los más débiles mediante el hambre, la persecución, el despoder y la exclusión.

El individuo trásfuga, potencialmente cualquier militante con relevancia o cuadro político dentro de un partido, se ve inmerso en las dinámicas emocionales descritas. El frenesí por acceder como sea al poder se ve desbocado. Y no siempre lo ve satisfecho. El bastidor psicológico de quienes accedieron al partido en cuestión sin apenas convicciones, que no hallaron en él enseñanza política alguna, ni formación, ni obtuvieron criterio, es el de las personas más sometidas a la tentación de saltar del barco cuando las expectativas de medro personal se reducen o cuando, al percibir el declive político o un revés partidario, se les abre tentadora y arteramente la oportunidad de ensancharlas individualmente en otra formación rival. Craso error. Nunca el trásfuga hallará en el partido receptor de su fuga el grado de confianza suficiente para dotarle de la autonomía necesaria para culminar una carrera ascendente. ¿Si ya traicionó una vez –dirán los militantes y cuadros del partido receptor-quién nos asegura que no lo volverá a hacer?

¿Disidencia o traición?

Cabe, no obstante, plantear el problema desde una perspectiva muy distinta. ¿No hay espacio para la disidencia en un partido? ¿Qué tipo de partido es aquel que, si se califica de democrático, no otorga margen a la discrepancia? ¿No es posible disentir de la línea oficial sin que ello lleve implícita la caída en desgracia política, causa ésta a veces previa y desencadenante de una transfuga? ¿No hay espacio para las minorías o las corrientes internas dentro de tal o cual partido?

Como puede verse, el asunto es enjundioso. Los partidos son grupos sociales, como tales sometidos a dinámicas grupales propias. Intramuros de ellos, no solo en sus afueras, hay luchas de poder, sectores hegemónicos, liderazgos ascendentes y decrecientes, inclusiones y exclusiones, en definitiva, como todo grupo social, hay vida activa en su interior; y si no la hay, la ausencia de estímulos puede igualmente propulsar las fugas. Los grandes tratadistas del pensamiento político, desde Maquiavelo en adelante, siempre han tenido en cuenta que la Política es una ecuación dialéctica dos de cuyos ingredientes principales son la ambición personal y la moral social. Si mutuamente no se refrenan, el desastre político para la sociedad –y a la larga, para el propio partido político- está asegurado.

Es absurdo pensar que en la política de los partidos no jueguen un destacado papel las ambiciones personales. Pero la ambición, a secas, declina en yerros como el oportunismo, el pragmatismo descarnado, el presentismo, la pérdida de perspectiva, la demagogia y, a la postre, la corrupción. Por otra parte, el olvido de la legítima aspiración al poder y su reemplazo por una moralidad extrema, rigorista, sectaria y jacobina, suele cristalizar en un doctrinarismo insoportable, preludio de nuevas y graves perversiones políticas.

Aquí aparece una cuestión clave. La política, tanto la del menudeo, la de la zancadilla del correligionario, la del rencor de un dirigente, como la gran política gubernamental o, sobre todo, la de Estado, tienen leyes propias –e implacables- a las que conviene atenerse pues, si no, su implacabilidad laminará a quien las desconoce. Las contradicciones jamás desaparecen ni desaparecerán de la existencia humana. Pero la forma exacerbada de contradicción, que es el antagonismo, sí puede hacerse desaparecer o mitigar, con trabajo e inteligencia. En política, como en la vida, siempre es posible y cabe superar los antagonismos, aunque las contradicciones sean ley y permanezcan adoptando formas diversas. Nunca se desvanecen.

Así pues, la política de poder no desaparece dentro de los partidos. Adopta formas sinuosas: la lógica obliga a descubrir dónde se hallan los antagonismos, trenzar alianzas, medir la fuerza propia, la de los aliados y la de los rivales. Se trata pues de degradar los antagonismos al nivel de las contradicciones y aceptarlas, dentro de la diversidad y de la pluralidad, que es una forma de riqueza.

Los tránsfugas desertan de tales prácticas. Prefieren los atajos y, como reza el dicho popular “no hay atajo sin trabajo”. Optan por lo fácil: corromperse. Mas nuevas tribulaciones aguardan al tránsfuga. Porque no se corrompen solo ante sus partidos, sino, sobre todo, lo hacen ante los que les entregaron los votos dentro de una formación distinta de la que adoptan en su fuga. No suelen dar explicaciones de su expropiación. Se llevan consigo sus actas de diputados o representantes. Si sus fugas obedecieron a legítimas disidencias, que siempre cabe contemplar, tienen la obligación de explicar a sus votantes las causas de los antagonismos que no supieron superar; y, desde luego, si conservan la honestidad y la moralidad necesarias para el servicio público, deben renunciar a sus cargos y denunciar la situación que les condujo a dar el paso y fugarse.

No cabe duda que las gentes evolucionan, los políticos, también. Pero las fugas suelen derivar en verdaderas involuciones, casi nunca avances, y esto es lo que más irrita al votante que se siente traicionado por el tránsfuga. Lo único que pude salvar a quien abandona la formación para la que fue elegido es la fundamentación racional de su disidencia, la motivada asignación al partido que abandona de la traición que a él o ella se le achaca, para lo cual habrá de mostrar una integridad personal a toda prueba. Es decir, habrá de demostrar que no se desintegra, que es leal al compromiso que adquirió con su partido, con sus votantes y con su conciencia, si es que la conserva. Y hacer política dentro de su partido. Si no la hace, aquello que le acreditó para recibir el refrendo de sus electores, aquello que le entrañó hondamente con sus seguidor@s, tras el dar el paso trásfuga, se extrañará abruptamente y provocará una percepción temerosa y siniestra de su persona y de sus actos en quienes en su día le apoyaron. Más la sospecha perenne de quienes les reciben. Es el tránsito de lo familiar y entrañable a lo extraño y lo siniestro: el camino torcido entre lo heimlich y lo unheimlich, como definiera tal mutación Sigmund Freud.

Al fondo de esta cuestión, la figura de Sócrates, injustamente condenado por corrupción de los valores de la polis a manos de la eclessia, la asamblea de ciudadanos atenienses, nos recuerda que la lealtad a aquello en lo que uno cree, como él creía, exige beber la cicuta que, si bien, mata al cuerpo, al poco, trasciende y deviene en eticidad plena e inmortal. De cuantos tránsfugas y traidores surgieron en la Historia, solo quedará la damnatio memoriae con la que el Senado de Roma sancionaba la posteridad de los réprobos, en contraposición a la nombradía moral que, con su heroico gesto, el maestro griego de la duda regaló a la polis de la impar Grecia: a su paideia, a los ideales de la cultura helénica que -desprovistos de su componente esclavista-, siguen inspirando nuestra añorada idea de democracia.

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.