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Que veinte años no es nada…


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Dice el tango… Pero en estos últimos días hemos tenido ocasión de analizar la relevancia de lo sucedido durante las últimas dos décadas, desde el ataque a las torres del World Trade Center de Nueva York, que dio inicio a la denominada “guerra contra el terror”.

Quienes han nacido después de 2001 lo han hecho en un mundo muy diferente al anterior, en el que el papel de líder mundial de Estados Unidos era incontestable, y en el que los países occidentales se sentían razonablemente seguros frente a riesgos desconocidos.

La caótica retirada de Afganistán ha reforzado las tesis de quienes defienden una “mayor autonomía estratégica” de la UE, e incluso el establecimiento de una auténtica política común de defensa

El 11-S puso de manifiesto la extrema vulnerabilidad de nuestras sociedades y la escasa eficiencia de los sistemas de inteligencia. Y durante todo este periodo, Estados Unidos ha empleado ingentes medios humanos y materiales en los conflictos bélicos de Irak y de Afganistán, con el apoyo de los países miembros de la OTAN, sin que pueda afirmarse en absoluto que “ha vencido al terrorismo yihadista”, a pesar de la muerte de Bin Laden.

En particular, la actuación de los países occidentales en Afganistán, hoy de nuevo bajo dominio de los talibanes, ha sido considerada como un fracaso sin paliativos por parte de numerosos analistas.

Las guerras del siglo XXI tienen poco en común con las contiendas mundiales del siglo XX. Las primeras se libraron, en gran medida, entre países de culturas semejantes, con armas convencionales y con limitadas herramientas de comunicación. Hoy, la tecnología permite bloquear a distancia las infraestructuras críticas, introducir información falsa a través de las redes sociales para debilitar al enemigo…; y el fanatismo religioso implica la actuación suicida de combatientes, muy difícil de evitar. Los sistemas de seguridad en los países occidentales sin duda se han reforzado, a cambio de un mayor control de los gobiernos sobre los ciudadanos –impensable antes del 11-S–, sin que exista todavía suficiente coordinación entre los servicios de inteligencia nacionales en el ámbito de la OTAN o de la Unión Europea. En este último caso, la caótica retirada de Afganistán ha reforzado las tesis de quienes defienden una “mayor autonomía estratégica” de la UE, e incluso el establecimiento de una auténtica política común de defensa.

Lamentablemente, el miedo provocado por posteriores atentados –incluidos los sufridos en España– ha alimentado el odio hacia los musulmanes, y por extensión hacia los inmigrantes en general. Por ello es importante insistir en que el número de víctimas en los países occidentales es muy inferior a los que se producen en África y en Oriente Medio; o en que la mayoría de los musulmanes rechazan la violencia y conviven en paz con nosotros…

Sin embargo, me resisto a creer que todos los cambios hayan sido a peor. En Afganistán hay tres millones de mujeres que han tenido la oportunidad de estudiar –muchas de ellas capacitadas en profesiones cruciales para el desarrollo de su país– , y que son plenamente conscientes de la importancia de su autonomía personal; y dudo mucho que no defiendan con valentía esos avances, sobre todo si se consolidan redes de apoyo desde el exterior.

El reciente espectáculo de un grupo de mujeres completamente ocultas bajo sus burkas, manifestándose a favor de las imposiciones de los líderes talibanes –todas ellas empleadas o alumnas de las madrasas, las escuelas públicas islámicas–, pone de manifiesto la violencia que éstos ejercerán frente a la resistencia generalizada de las afganas.

El gobierno de Pedro Sánchez ha demostrado –y seguirá haciéndolo– un compromiso efectivo hacia ciudadanos vulnerables más allá de nuestras fronteras. España está jugando un papel crucial en la necesaria construcción de una política europea de inmigración, así como en el refuerzo de las políticas de ayuda al desarrollo (AOD), cada vez más orientadas a la creación de capacidades y de instituciones públicas en los países receptores de la AOD.

Ninguna democracia se construye con ataques bélicos que desgraciadamente han afectado a menudo a la población civil, generando un sentimiento de rechazo a los responsables de tales ataques. Veinte años después del 11-S, al menos deberíamos haber entendido esta lección.

Presidenta del PSOE, partido del que es miembro desde 1993. Vicepresidenta Primera del Senado. Doctora en Economía por la Universidad de Roma, ha sido, entre otros cargos, secretaria de Estado de Medio Ambiente y Vivienda (1993-1996) y ministra de Medio Ambiente (2004-2008), así como embajadora de España ante la OCDE (2008-2011). Desde enero de 2013, y hasta su elección como presidenta del PSOE, ha sido consejera del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN). Es miembro del Global Sustainability Panel del secretario general de Naciones Unidas (2010-2012), de la Global Ocean Commision y de la Red española de Desarrollo Sostenible. También forma parte del colectivo Economistas frente a la Crisis.