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Demasiadas manos sucias sobre el catalán


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Hace ahora algo más de un siglo, el idioma catalán dejó de ser un instrumento de comunicación social para convertirse en el principal generador de identidad nacional para unos, y en una excusa para el despliegue de una catalanofobia muy rentable en términos políticos y electorales para los otros.

Al carecer de elementos étnicos o religiosos sobre los que sustentar el “hecho diferencial catalán”, el catalanismo recurrió desde bien temprano ꟷmediados del siglo XIXꟷ a la lengua como factor diferenciador. Y ello a pesar de que el catalán es una lengua mestiza, de frontera, que ha recibido continuas aportaciones de otras lenguas con las que ha estado en contacto a través de las relaciones comerciales y culturales, y sobre todo, de las sucesivas oleadas migratorias que el territorio catalán viene recibiendo a lo largo de la historia del país.

Fue, como decimos, en el siglo XIX, durante el Romanticismo, cuando el nacionalismo catalán emergente determinó la lengua catalana como seña de identidad a la que aferrarse, a falta de otras más contundentes, como la etnia o la religión. Será la lengua pues quien en adelante legitimará la presunta existencia de una comunidad humana diferenciada, la “Nación catalana”, concepto abstracto que venía a imponer un constructo ideológico muy potente sobre la formación económico-social que llamamos Catalunya. El “pueblo catalán” ꟷente siempre sospechoso para las élites catalanas y españolasꟷ hubo de ceder todo el protagonismo a los “patriotas catalanes”.

Desde muy temprano, las élites españolas percibieron el peligro que entrañaba para su idea de la España monolítica y unidimensional el uso por los catalanistas de la lengua como elemento aglutinador de la nacionalidad catalana, y a la vez la oportunidad que les brindaba para golpearles donde más les duele: en la caracterización del nacionalismo catalán y de los catalanes en general como individuos egoístas, insolidarios y artificialmente diferenciados del resto de los españoles. Según esas élites, los catalanes querían continuar usando su lengua además de la del Estado solo por molestar, por hacerse los superiores, y porque en el fondo, no dejaban de ser unos “extranjeros”, argumento este que curiosamente sintonizaba con los sectores catalanistas extremistas.

La condición del idioma catalán como único asidero político-cultural de un movimiento que desde sus inicios se presenta como aparentemente interclasista, pero que en realidad resulta profundamente clasista en sus valores y objetivos, ha favorecido asimismo el rechazo a esa lengua no solo en el resto de España, sino también entre las clases trabajadoras de origen inmigrante y aún entre las autóctonas con conciencia de clase, desde el momento en que el movimiento obrero comenzó a organizarse por su cuenta y a marcar distancias con el catalanismo y otras ideologías burguesas. La aversión de las clases trabajadoras a las fantasías catalanistas fue responsable en buena parte del éxito del movimiento republicano lerrouxista en la Catalunya de principios del siglo XX, y del enorme peso político y social que llegó a adquirir el anarquismo antiestatista y sobre todo antinacionalista, hegemónico entre los trabajadores catalanes durante décadas a través del anarcosindicalismo, unos años después. No por nada los seguidores del llamado Emperador del Paralelo exhibían un fervor por todo lo español que ya en la época resultaba sorprendente encontrar fuera de los círculos de las élites castellanas y andaluzas; recordemos también que el sindicato histórico de los anarquistas españoles introdujo desde su nacimiento el concepto “nacional” español incluso en sus mismas siglas: Confederación Nacional del Trabajo.

Tantas convulsiones y tantos usos torticeros de la lengua y la identidad a lo largo de un siglo han convertido el catalán moderno en un idioma sometido a un estrés importante. Tras la llegada del nacionalismo de derechas al gobierno de la Generalitat de Catalunya por vez primera, en las elecciones autonómicas de 1980, los sectores políticos e intelectuales de las élites burguesas catalanistas se aplicaron con afán a una nueva “normativización” de la lengua y a una “normalización” de su uso social, que hicieran de ella el instrumento definitivo de su hegemonía social, política y cultural más allá de las urnas. La reforma la llevó a cabo el Institut d’Estudis Catalans (IEC), alumbrando una serie de principios rectores que, de inmediato, fueron ampliamente recogidos y difundidos por los medios de comunicación públicos y parapúblicos, así como por las instituciones locales y de autogobierno, en una gran campaña por toda Catalunya, organizada en fases sucesivas, que se prolongó por mucho tiempo.

La del IEC fue una reforma claramente ideológica, más allá de consideraciones lingüísticas generales y gramaticales de menudeo, casi todas de escasa consistencia científica y siempre al servicio de la ideología. De la capilarización social de la lengua reformada se encargaron (y se encargan) los nuevos medios de comunicación audiovisuales entonces recién creados, la prensa periódica adicta, la Iglesia católica local a través de sus propios recursos, y múltiples iniciativas surgidas de la llamada sociedad civil nacionalista (entidades y asociaciones de todo tipo), y desde luego, del mundo empresarial y financiero.

En ese orden de cosas, el papel jugado por la escuela ha sido fundamental en la “normalización” social del catalán actual, aunque la presión sobre los escolares haya terminado por generar el efecto contrario, y los jóvenes abandonen de modo mayoritario el uso del catalán en cuanto dejan los circuitos educativos, según recientes estudios del propio Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Catalunya. Este es hoy por hoy el mayor reto ante el que se encuentra la propia supervivencia del idioma en un futuro nada lejano.

Un instrumento difusor de relativo éxito en la penetración social han sido los Cursos de Normalización Lingüística, de carácter gratuito y dirigidos a adultos no hablantes del catalán, singularmente inmigrantes económicos, que funcionan como vehículos de transmisión ideológica bajo cobertura educativa y cultural, aunque ciertamente sus titulaciones en diferentes niveles de conocimiento del catalán sirvan para acceder al mercado laboral en mejores condiciones. Sin embargo, el alumnado de estos cursos suele estar compuesto casi en su totalidad por mujeres, sobre todo latinoamericanas, lo que en la práctica tiene escasa repercusión en la promoción laboral del elemento masculino inmigrante.

Con todo, y con titulaciones o sin ellas, el conocimiento del catalán, aunque sea somero, sigue siendo la llave de acceso a los puestos de trabajo más estables, mejor pagados y de mayor prestigio social en Catalunya. Directivos, cuadros intermedios, encargados y capataces, los trabajadores intelectuales y manuales de mayor cualificación, y de modo significativo, los funcionarios de las diferentes Administraciones Públicas, son hoy por hoy los grupos laborales que usan este idioma con mayor asiduidad, además naturalmente de sus hablantes más conspicuos, los profesionales, comerciantes y empleados de la pequeña y mediana burguesía de comarcas, y desde luego los propietarios agrícolas. No hay modo de encontrar plaza en el famoso ascensor social catalán sin conocer la lengua autóctona. Y ahí reside la fuerza contemporánea de un idioma que, en el fondo, y como todos, una vez despojado del áurea mítica ꟷfavorable o contrariaꟷ que le envuelve, y de su utilización como marcador social y cultural, no es otra cosa que un vehículo de comunicación humana. No hay más.

Enfrente de esta situación ꟷni buena ni mala sino realmente existente, como diría Vázquez Montalbánꟷ, los sectores más reaccionarios de las élites y de las capas populares de la España profunda ultramontana, ignorante y siempre dispuesta a echarse al monte verbalmente, ese Carlistán español que coincide geográficamente con lo que ahora se denomina de modo pomposo la “España vaciada” (un día de estos habrá que darle un repaso a ese eufemismo y a la realidad que esconde), echan cuentas con la calculadora de la cantidad creciente de votos que les proporciona la propagación de un nacionalismo españolista que, de Abascal a Lambán, tiene en la catalanofobia uno de sus ingredientes fundamentales.

La catalanofobia, es decir, el odio a los catalanes y a su lengua como seña de identidad y motor de una cierta idea de España, no es sin embargo un fenómeno nuevo, ni siquiera patrimonio exclusivo de salvapatrias y catetos actuales. Desde algunos versillos satíricos de Francisco de Quevedo, muy populares en pleno Siglo de Oro, a las campañas políticas de principios del siglo XX ꟷpor no hablar de las actualesꟷ, es una corriente que atraviesa con gran fuerza la historia de la España moderna y contemporánea. Expresiones usadas para referirse al conjunto de los catalanes como “los polacos” y “nuestros judíos”, están muy arraigadas en capas de la población española no necesariamente ultras.

Hoy, al socaire y con la excusa de una sentencia político-judicial sobre la inmersión lingüística en Catalunya, vivimos una intensificación buscada de esa fobia, con la esperanza de que actúe como revulsivo movilizador de las energías políticas de la derecha extrema y de la extrema derecha españolistas, y también de cierto nacionalismo español populachero presuntamente de izquierdas, cómplice de esas derechas asilvestradas.

Pero el intento de crear un conflicto civil más que político entre la gran mayoría de catalanes y el resto de españoles, con la excusa de la lengua escolar, resulta demasiado burdo como para no ser percibido en toda su dimensión clasista y reductora. Al cabo, lo que se pretende es cegar el acceso de la inmigración y sus descendientes al conocimiento y dominio de un instrumento de promoción social y de ensanchamiento cultural.

Ni siquiera los errores e insuficiencias de la política de inmersión lingüística, que por lo demás cuenta en Catalunya con un amplísimo apoyo político y social, deberían permitir a esos agentes promotores del caos alcanzar sus objetivos.

Escritor. Ha publicado varios libros sobre literatura de viajes, investigación en historia local y memoria colectiva contemporánea. Algunos de sus títulos son “Un castillo en la niebla. Tras las huellas del deportado Mariano Carilla Albalá” (sobre la deportación de republicanos españoles a los campos de exterminio nazis), “Las cenizas del sueño eterno. Lanaja, 1936-1948. Guerra, postguerra y represión franquista en el Aragón rural” (sobre la represión franquista), y la novela “El cierzo y las luces” (sobre la Ilustración y el siglo XVIII).

En 2022 ha publicado “Una quimera burguesa. De la nación fabulada al Estado imposible” (una aproximación crítica al independentismo catalán).