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¿Quién teme a la Agenda 2030?


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En 2015, cuando más de 190 gobiernos se adhirieron a la Agenda 2030 en la Asamblea General de Naciones Unidas, comprometiéndose a cumplir 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), resultaba difícil imaginar que, pocos años más tarde, algunos partidos de ultraderecha calificarían dicha Agenda como una herramienta perversa, al servicio de oscuros intereses y contraria al bienestar de los habitantes del planeta… Esa –sorprendente– interpretación de la Agenda 2030, diseñada precisamente para garantizar un progreso más justo, más seguro y más duradero, tanto a las generaciones actuales como a las futuras, puede ganar adeptos gracias a la capacidad de diseminar desinformación entre los ciudadanos, en su mayoría con insuficiente formación. Seguramente, incluso en los países con mejores sistemas educativos, para muchas personas la Agenda 2030 apenas se identifica con un pin de colores, que algunos de sus dirigentes lucen en la solapa. No cabe olvidar tampoco que entre los ODS se incluye la igualdad de género y la lucha contra el cambio climático, objeto de posicionamientos negacionistas por parte de la extrema derecha.

La Agenda 2030, bien implementada, es una agenda viable, nítidamente socialdemócrata, de transformación de nuestra sociedades, para consolidar la justicia social y para transformar el sistema económico

Así que cualquier oportunidad es buena para explicar su verdadero significado y trascendencia, y para desmontar las afirmaciones de quienes han llegado a convocar manifestaciones “contra la Agenda 2030”.

Los 17 ODS son los herederos –mas ambiciosos y con alcance universal– de los 8 Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), establecidos en 2000 por Naciones Unidas como guía para las políticas de cooperación de los países más desarrollados hacia los países más desfavorecidos. Su orientación era, por lo tanto, la de implicar a los primeros en actuaciones que redujeran la pobreza y el hambre en el mundo, y que garantizasen un mayor acceso a la educación, a la sanidad… así como a una menor desigualdad entre hombres y mujeres. Entre 2000 y 2015, en algunos países pobres de Asia y de América se llegaron a alcanzar las metas de los ODM –el avance de China fue sin duda muy notable–; no así en el continente africano, donde incluso se agravaron las condiciones de vida de sus poblaciones.

Además, durante ese periodo, se pusieron de manifiesto dos procesos de carácter global, que afectan a todos los países del mundo: el aumento de las desigualdades y los crecientes efectos negativos (en términos económicos, de salud y de seguridad) del cambio climático, de la contaminación y de la pérdida de biodiversidad. Por ello, los actuales ODS se concibieron como una hoja de ruta válida para cualquier país, desde el reconocimiento de la interdependencia entre los problemas sociales, ambientales y económicos, así como de la necesidad de fortalecer las alianzas y las instituciones para garantizar la paz y la justicia, y para hacer frente a los desafíos globales.

Erradicar el hambre y la pobreza, reducir las desigualdades o responder adecuadamente a los retos ecológicos no son en absoluto utopías: son tareas urgentes y viables que dependen del uso de los recursos humanos y materiales, cuyo control se concentra hoy en un porcentaje infimo de la población mundial.

Veamos el ejemplo de la lucha contra el hambre. Hoy existen más personas con exceso de ingesta de calorías (unos 2.000 millones, con graves consecuencias de salud pública), que personas desnutridas –unos 800 millones–; cada año se despilfarra más de la tercera parte de los alimentos que llegan al mercado, y la pérdida de biodiversidad tanto terrestre como marina amenaza la capacidad efectiva de producir alimentos. Todo ello indica que no se trata tanto de aumentar la producción de los mismos como de gestionarla de forma sostenible y distribuirla de manera más equitativa. Sobre esta cuestión específica, recomiendo la lectura del libro de Kattya Cascante ‘Obesidad y desnutrición: consecuencias de la globalización alimentaria’ (Ed. Catarata, 2021)

Por tanto, la Agenda 2030, bien implementada, es una agenda viable, nítidamente socialdemócrata, de transformación de nuestra sociedades, para consolidar la justicia social, y para transformar el sistema económico de forma que tenga en cuenta los “límites planetarios”, superando la interpretación del aumento del PIB como principal indicador de progreso… ¿A quien puede inquietarle dicha Agenda? Sin duda, a los que niegan la necesidad de las políticas públicas y defienden como valor supremo la libertad individual… pero sólo la de aquellos que se la pueden permitir, considerando las medidas que combaten las desigualdades como ejemplo de políticas comunistas, bolivarianas… Al tiempo que, sorprendentemente, definen la Agenda 2030 como parte de una estrategia “globalista” impulsada por influyentes filántropos con el objetivo de reducir la autonomía de las naciones y de someter a los ciudadanos.

Asi que resulta urgente desmontar todas las mentiras sobre la Agenda 2030 que inventa Vox… y que el Partido Popular –a pesar de que fue el presidente Rajoy quien se adhirió a la misma– parece dispuesto a “blanquear”, con tal de gobernar allí donde necesita el apoyo de la extrema derecha.

Presidenta del PSOE, partido del que es miembro desde 1993. Vicepresidenta Primera del Senado. Doctora en Economía por la Universidad de Roma, ha sido, entre otros cargos, secretaria de Estado de Medio Ambiente y Vivienda (1993-1996) y ministra de Medio Ambiente (2004-2008), así como embajadora de España ante la OCDE (2008-2011). Desde enero de 2013, y hasta su elección como presidenta del PSOE, ha sido consejera del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN). Es miembro del Global Sustainability Panel del secretario general de Naciones Unidas (2010-2012), de la Global Ocean Commision y de la Red española de Desarrollo Sostenible. También forma parte del colectivo Economistas frente a la Crisis.