De la virtud como camino a la perdición
- Escrito por Francisco Martínez Hoyos
- Publicado en Opinión
La vida real no es siempre una película con final feliz. Los buenos no siempre ganan. Decía Albert Camus que fue en España donde su generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado. Lo que extraña que es hiciera falta una guerra civil para demostrar algo que, de tan obvio, resulta en realidad banal. La virtud, como nos enseña tantas veces la experiencia, no siempre se ve recompensada. Tal vez porque la política se relaciona con la moral pero no se confunde con ella. A fin de cuentas, quien dice política dice estrategia, dice relaciones de poder, dice confrontación.
Los principios, por si solos, no garantizan el éxito si nos faltan los instrumentos idóneos para materializarlos. Es más, en ocasiones, un comportamiento demasiado correcto puede desembocar en la catástrofe. Eso es lo que nos advertía Maquiavelo cuando explicaba que el príncipe, a través de las buenas obras, puede ir derecho al desastre si depende para sostenerse de una mayoría corrompida. En ese supuesto, acatar el imperio del número hace imposible actuar con justicia. Para el psicoanalista Áxel Capriles, esta equivalencia entre bondad y perdición resulta desconcertante. La Historia, sin embargo, nos muestra Maquiavelo conocía la realidad del poder sin dejarse confundir por la diferencia entre el “es” y el “debe ser”.
En el Antiguo Régimen, los reyes, incluso los más ilustrados, se guardaron mucho de emprender reformas demasiado radicales. Sabían que su autoridad se asentaba sobre la aristocracia y la Iglesia, por lo que desafiar sus respectivos privilegios equivalía, ipso facto, a minar la posición de la Corona. Más tarde, los monarcas liberales también debieron cuidar a una determinada clientela. Cuando el emperador Pedro II de Brasil se atrevió a abolir la esclavitud, enseguida se encontró con una revolución republicana que le arrojó del trono. La oligarquía iba a lo que iba, a defender sus intereses.
En la actualidad, estamos tan acostumbrados a la idea de consenso que no alcanzamos a concebir que existan intereses irreconciliables. El problema es que en ocasiones no podemos contentar a todo el mundo. Hay que elegir. Cuando Abraham Lincoln escogió la vía de la decencia y luchó contra la esclavitud, sabía que así se iba a poner en contra la mitad del país, la que integraban los blancos racistas del Sur. La apuesta por la libertad, de esta forma, le colocó frente al abismo del conflicto bélico.
El presidente Kennedy se encontró frente a otro grave dilema. Si apoyaba con decisión el movimiento de los derechos civiles, se arriesgaba a perder los votos sureños que necesitaba para la reelección. Como sabemos, antes de que llegara ese momento fue asesinado en Dallas. Nunca sabremos a ciencia cierta si, de haber vivido, se hubiera arriesgado con todas las consecuencias a defender lo que era justo y honorable, o habría mercadeado para alcanzar los sufragios que necesitaba.
Kennedy, en Perfiles de Coraje, el libro con el que ganó el Pulitzer, elogió a aquellos líderes capaces de defender una postura impopular para ser fieles a su conciencia. Pero él mismo, en la vida real, no siempre fue coherente con lo que pensaba. De ahí que se negara a condenar en público al senador McCarthy, el artífice de la caza de brujas. ¿Cómo ponerse a malas con alguien que era amigo de su familia y, por si eso fuera poco, popularísimo entre el electorado irlandés?
Nuestra teoría sobre la gobernanza se basa en el bien común. Pero… ¿Y si al beneficiar a alguien perjudico a un tercero o, peor aún, a la comunidad en su conjunto? Durante la Segunda Guerra Mundial, las tropas francesas, en retirada hacia Dunquerque, se detuvieron en un pueblo. La lógica militar dictaba la voladura del único puente del lugar, pero al final, por la presión de la gente, necesitada de su infraestructura por razones económicas, todo se dejó como estaba. Dos horas después, el ejército nazi atravesó aquel río sin mayores problemas. Ganó la pequeña localidad, perdió Francia.
Tomar las decisiones no siempre es fácil. Todos podemos criticar, por ejemplo, la venta de armas a países antidemocráticos como Arabia. Asunto muy distinto es que un responsable político, para ser fiel a sus convicciones pacifistas, tenga que enviar al paro al 1.500 personas de una fábrica de artefactos bélicos. Tal vez los despedidos, en las siguientes elecciones, no piensen en agradecérselo con su voto.
Seguir el camino recto tiene su precio. ¿Quiere decir esto que debemos conformarnos con la tibieza, con el justo medio, con la mediocridad…? No. Lo que aprendemos de estas situaciones es que, antes de lanzarnos al combate, debemos partir de una apreciación realista de nuestras posibilidades y de una evaluación correcta de quien es nuestro enemigo. Lo contrario, el puro voluntarismo, solo conduce las derrotas. Tal vez eso ya esté bien para los enamorados de las causas perdidas, pero Marx, cuando hablaba de transformar el mundo, se refería a ganar.
Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos (Barcelona, 1972) se doctoró con una tesis sobre JOC (Juventud Obrera Cristiana). Volvió a profundizar en la historia de los cristianos progresistas en otros estudios, como su biografía de Alfonso Carlos Comín (Rubeo, 2009) o la obra de síntesis La Iglesia rebelde (Punto de Vista, 2013). Por otra parte, se ha interesado profundamente en el pasado americano, con Francisco de Miranda (Arpegio, 2012), La revolución mexicana (Nowtilus, 2015), Kennedy (Sílex, 2017), El indigenismo (Cátedra, 2018), Las Libertadoras (Crítica, 2019) o Che Guevara (Renacimiento, 2020). Antiguo director de la revista académica Historia, Antropología y Fuentes Orales, colabora en medios como Historia y Vida, Diario16, El Ciervo o Claves de Razón Práctica, entre otros.