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Consejeros áulicos, consejeros secretos


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Los consejeros áulicos son aquellas personas, poco conocidas del gran público, que asesoran a Jefes de Estado o mandatarios del más alto rango. Se trata de individuos, generalmente varones, inmersos con discreción en la vida civil o militar. Suelen verse acreditados ante el poder bien por capricho, afección o consaguinidad con el poderoso, bien por dominar algunos ámbitos del conocimiento que son considerados necesarios para la buena gobernación. La función de los consejeros áulicos consiste en informarse a través de los órganos de información del Estado, servicios diplomáticos o de Inteligencia, ponderar la información recibida y, con ella, asesorar al mandatario. En ocasiones, reciben encomiendas plenipotenciarias para culminar misiones secretas o muy reservadas ante otros Estados. Pero hay otra función más importante, si cabe. Ellos son los muñidores de la razón de Estado, la pauta suprema por la que los Estados se rigen. Es decir, aquel núcleo de principios tendentes a mantener en todo momento al Estado en la integridad territorial y en el tiempo histórico en el que vive. La acción de Gobierno, que ocupa un nivel inferior respecto a la del Estado, ha de atenerse a aquella razón estatal crucial porque, de no atenerse a ella, el daño causado al Estado puede ser letal.

Como se ve, la responsabilidad política de los consejeros áulicos es extraordinaria. De su dictamen dependerá buena parte del acierto o el fracaso en las decisiones u omisiones políticas que el mandatario asesorado deba emitir o eludir, a no ser que se trate de un jefe de Estado genial -caso insólito- que no los necesite y se valga por sí mismo y sin consejeros ni consejo alguno a la hora de resolver un asunto de gran y grave calado político. Por ello, los consejeros áulicos son mimados por el poder con títulos o reconocimientos generalmente otorgados a posteriori de su gestión política, sanción que les otorga el prestigio de un saber decisivo y, en ocasiones, la satisfacción íntima de saberse autores de una contribución, indirecta pero real, a la hechura de la historia de su país. Habitualmente, cuando su asesoría termina, pasan a ocupar posiciones sociales discretas, no visibles, aunque su ascendiente se mantiene.

No obstante, algunos consejeros áulicos deciden entonces romper su obligado silencio y discreción; es entonces cuando pasan a convertirse en elementos sumamente peligrosos para el Estado al cual asesoraron. Como factores de la razón de Estado, tienen claves que solo unos pocos como ellos conocen y saben dónde se ubican las vulnerabilidades y los potenciales del Estado concernido. Por eso son peligrosos. Y suelen acabar mal. Gozar de la confianza de los poderosos es un deporte de alto riesgo. Las leyes del poder, independientemente de la ideología que lo sustente, suelen ser implacables. Desconocen la amistad, el afecto, la bonhomía…

“Influencers secretos”

En la España contemporánea, ha habido distintos consejeros áulicos, que hoy podríamos denominar frívolamente como influencers secretos sobre el poder. De entre los casi desconocidos cabría destacar, por ejemplo, aquellos que consiguieron convencer a Franco de que era necesario que Hollywood, verdadero verdugo ideológico del nazifascismo, pasara de largo sobre el franquismo y ciñera al mínimo los filmes sobre el golpe de Estado fallido que desencadenó la Guerra Civil, contienda ausente también de su filmografía. Se cuentan con los dedos de la mano las películas realizadas en la fábrica californiana del celuloide sobre la España de Franco y los crímenes de la posguerra. Los que saben de esta historia, atribuyen aquella gestión a un diplomático, Javier Martínez de Bedoya, esposo de la viuda de Onésimo Redondo, Mercedes Sanz Bachiller.

Otro consejero áulico importante lo fue Antonio Melchor de las Heras, representante del Alto Comisionado de la Cruz Roja en España, al que Franco encargó la negociación con la Unión Soviética, en Odessa, a propósito de los pagos con los fondos del Banco de España realizados durante la Guerra Civil por la República para adquirir allí aviones de combate. Por cierto, el Banco de España no fue plenamente estatalizado hasta entrados los años 60.

La gestión de Melchor de las Heras en Odessa fue consecutiva a la supuesta visita a España de Laurenti Beria, jefe del NKVD soviético y director del programa nuclear de la URSS, en septiembre de 1953, semanas antes de la firma de los acuerdos de Franco con Estados Unidos que decidirían instalar las bases militares norteamericanas en Rota, Torrejón y Zaragoza. La presunta presencia en Madrid de Beria, al que el franquismo consideraba la mano derecha del tan odiado por Franco, Josif Stalin, fue sugerida en su Tercera Página por el director del diario ABC, que resultaría cesado a consecuencia de aquella publicación. La razón de Estado y su indeseada revelación subyacían presumiblemente en aquel episodio.

Más cerca de nuestros días encontramos otro importante consejero áulico: Torcuato Fernández Miranda. Un aspecto poco conocido, pero crucial, fue su condición de ponente principal de la Ley de Secretos Oficiales de 1968, la única ley de esta naturaleza en todo el mundo que no contempla plazos legales objetivos de desclasificación de secretos. Esa norma deja la facultad de revelarlos en manos y al capricho del Ejecutivo que los veló. Fernández Miranda desempeñaría después un destacadísimo papel, desde las bambalinas del franquismo, en la vertebración supuestamente legal de la Transición, que resumiría en aquella tautología, tan eficaz como superficial: “de la ley a la ley”. En realidad, lo que aquella fórmula ocultaba era su enunciado sustancial, “de la legitimidad de Franco a la legitimidad de Juan Carlos de Borbón”, de la que éste en verdad, a la sazón carecía. Sin embargo, por “razón de Estado”, se trataba de asignarle a Juan Carlos de Borbón la supuesta legitimidad franquista. Y ello por temor a que las Fuerzas Armadas considerasen ilegítima su designación como Jefe de Estado. Fue tal condicionante el que pesaría tiempo después en la redacción de la Constitución de 1978, que atribuiría al Rey la inviolabilidad ante la ley, más la jefatura del Estado y la de las Fuerzas Armadas de las que el dictador Francisco Franco había gozado tras adquirirla ilegítima e ilegalmente con las armas en el golpe de Estado contra la República en julio de 1936. Tales atribuciones le fueron asignadas a Franco a perpetuidad con el aval de algunos de sus conmilitones del generalato en una finca del ganadero Antonio Pérez Tabernero en Salamanca, un infausto 1 de octubre de 1936 (una reconstrucción muy aproximada del lugar donde se decidió aquello y de sus integrantes puede verse en el Museo del Aire, en Cuatro Vientos).

Torcuato Fernández Miranda pasaría, a regañadientes y con una profunda decepción personal, a ocupar un papel irrelevante en la primera línea política de la Transición, toda vez que su previa ingeniería institucional había sido formalmente vertebrada por él como máximo consejero áulico estatal de la época, entre los años 60 y la promulgación de la Carta constitucional.

El general de Artillería Alfonso Armada, ex combatiente en la Guerra Civil en el bando franquista y divisionario en Rusia en 1942, fue profesor primero y consejero áulico, después, de Juan Carlos I. Su figura fue bien conocida a partir de su protagonismo en el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, con el secuestro a mano armada del Congreso de los Diputados por parte del teniente coronel Antonio Tejero Molina y un grupo de guardias civiles armados. Pero poco se sabe del desempeño de Alfonso Armada como Segundo Jefe del Estado Mayor Central, cargo dotado de amplios cometidos informativos sobre la gestión de secretos estatales, para el que fue promovido meses antes por Juan Carlos I pese a la rotunda oposición de Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado.

A propuesta de Armada, en 1977 sería nombrado Secretario de la Casa Real y, posteriormente, jefe de la misma, Sabino Fernández Campo, ex combatiente en la Guerra Civil en una bandera de Falange, que tras una larga carrera en la Intervención militar llegaría a ser nombrado teniente general honorario. Ya años antes había sido asesor de cinco ministros del Ejército del régimen de Franco; con el tiempo, sería uno de los consejeros áulicos más destacados del Estado, también por su proximidad al Rey hoy emérito. Su caída en desgracia sobrevino en 1993, por haberse negado a aceptar un nombramiento en la Casa Real y, presumiblemente, tras haber llamado al orden a Juan Carlos de Borbón por haberse ausentado de una importante rúbrica estatal para acompañar a una amante enferma en una clínica suiza. Fernández Campo había trabajado estrechamente con Adolfo Suárez y era uno de los escasos altos cargos del Estado que poseía ideas propias de lo que sería la Transición desde la visión oficial.

Hay un principio que suele signar a las personas que se familiarizan con la gestión de la razón de Estado y es su casi cantada consunción política o caída en desgracia. La sensibilidad de su cercanía provoca una erosión casi siempre inexorable, como los casos de Armada, Fernández Campo y Fernández Miranda demuestran. Los que se libran de la desgracia política suelen languidecer en la nostalgia desde la penumbra, en la añoranza de la intensidad emocional que les procuraba, cuando fueron consejeros áulicos, haber diseñado algunos perfiles de una Historia en cuyos textos para el gran público, sus nombres raramente llegarían a figurar.

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.