De cómo perder las elecciones
- Escrito por Vicente Rodríguez Carro
- Publicado en Opinión
Hablamos de las próximas elecciones generales. Aunque su celebración no se vislumbra en un horizonte muy próximo y el futuro es siempre incierto, todo indica que la izquierda las perderá. A eso van apuntando ya los estudios de opinión. Si bien es difícil argumentarlo, e incluso definirlo, en términos estrictamente sociológicos, se puede decir que se percibe un clima de rechazo persistente al gobierno en una parte muy amplia de la población que, como en otras ocasiones, influye ya en las elecciones autonómicas y es decisivo en las generales. Ya pasó en Castilla y León y, como también decían las encuestas, ha pasado en Andalucía, donde la hermenéutica sociológica de las mismas encuestas y de los resultados electorales confirma igualmente el influjo de la política nacional sobre la decisión de los votantes. Parece, pues, que el gobierno central, a pesar de algunos impresionantes logros de gestión en circunstancias especialmente difíciles, está perdiendo el relato.
Evidentemente, también se da el caso en que un gobierno no está haciendo una buena gestión y, sin embargo, domina el relato, a veces incluso por inercia, y la percepción de los votantes es buena. Es lo que se está poniendo ahora de manifiesto, por ejemplo, bastante antes de lo esperado, en relación con la gestión de Merkel en Alemania, gestión que muchos analistas ya no dudan en calificar de desastre en todos los grandes temas, no solo en relación con Rusia. La excelencia de su gestión estaba tan extendida, incluso fuera de Alemania, que estoy seguro que muchos de los lectores de estas líneas, si no leen medios alemanes, se resistirán a creerlo. La irrealidad de la percepción es un tema recurrente en filosofía y, en política - ya a otro nivel - tiene sus peculiaridades sociopsicológicas.
Yo ya escribí un artículo en este mismo medio con el título “Política de ficción”, en que llamaba la atención de cómo la irrealidad dominaba el debate político en nuestro país. Me parece que ahí seguimos.
El sanchismo (es decir el PSOE ahora gobernante, o sea, el que, cuando gobierna, es siempre el peor socialismo de la historia según sus detractores), a pesar de la complejidad de las circunstancias por la pandemia, por el volcán de la Palma, por la guerra y, y no en última instancia, por ser un gobierno en coalición y en minoría, está haciendo en líneas generales una buena gestión y, sin embargo, su imagen en España es, como decíamos al inicio, preponderantemente mala. Se prodiga y toma decisiones necesarias, aunque arriesgadas, todos los días, y no sólo porque las mayorías parlamentarias no están aseguradas, aunque también. Consideremos un par de decisiones claves.
El gobierno opta por abordar el problema catalán de forma racional y comprensible en el entorno europeo, es decir, por la vía del diálogo, incluidos los indultos. ¿Había otra alternativa razonable? Y, aunque ya se están notando los efectos, sigue corriendo el riesgo de haber alienado con ello a una buena parte de la opinión pública, incluidos sectores del propio PSOE, aunque podría arañar algunos votos más en Cataluña. Un extendido visceralismo revanchista en muchos votantes no se lo perdonará.
El gobierno, ante los peligros globales de la guerra de Ucrania y ante la próxima reunión de la OTAN en Madrid, da la impresión de afianzar su posición estratégica de forma tan decididamente atlantista, incluidas importantes concesiones a Marruecos, como ningún gobierno español (el apoyo a la guerra de Irak aparte) lo había hecho hasta ahora, desconcertando o alienado a no pocos de sus tradicionales votantes, e incluso a la oposición. Pero da también la impresión de que lo que hay que hacer se hace, si bien no se le reconoce. No se le reconoce el haber hecho, por fin, algo tan importante como la reforma laboral que necesitaba este país y cuyos efectos ya son patentes, ni la reforma de las pensiones, ni haber elevado el salario mínimo, ni siquiera la introducción del ingreso mínimo vital, que es no sólo una medida social, sino también de racionalidad económica.
No se le reconoce, en medio de una pandemia sin precedentes, haber llevado al país a una cota de actividad laboral nunca antes conocida y haber mantenido pasablemente bien el paraguas social con un incremento de la deuda pública respecto al PIB en un porcentaje que, aunque ha alcanzado cotas históricas, es sólo la mitad de lo que lo incrementó Rajoy a pesar de su antisocial política de austeridad. No se le reconoce dentro de España (fuera sí, pero eso no importa), un buen programa de transición ecológica, ni la idoneidad de las medidas para responder a los retos y consecuencias generales de la guerra.
Vuelta la vista a la oposición, llama la atención, la irresponsabilidad del PP a la vez que, coreado por los medios afines, sus políticos proclaman su carácter de partido responsable. ¿Responsable un partido cuyos líderes llaman ilegítimo al gobierno y, habitualmente, no esgrimen otro argumento que la descalificación o echarle en cara pactar con partidos inconstitucionales mientras ellos pactan con Vox? No hay partidos inconstitucionales en todo el arco parlamentario, si no no estarían ahí. Hay un partido, sí, que, de facto, vulnera flagrantemente la constitución y es precisamente el PP al boicotear, incluso con descaro, la renovación del Consejo General del Poder Judicial y otros órganos constitucionales en provecho propio. ¿Responsable un partido así o que vota en contra de una reforma laboral apoyada ampliamente por empresarios y sindicatos, que trata de boicotear en Europa los esfuerzos del presidente recabando fondos para afrontar la pandemia, le pone zancadillas al gobierno en la crisis de los inmigrantes con Marruecos, cuestiona su reconocida labor en la configuración europea de esos fondos y en la consecución de la exención energética ibérica? Probablemente ningún presidente del gobierno español ha conseguido influir tanto en las decisiones comunitarias como el actual y ello no sólo debido al hecho de que, al ostentar el PSOE la presidencia del grupo socialista europeo, interviene directamente en la repartición del poder comunitario, sino porque el peso de España es ahora mayor y, aunque parezca nimio, porque, por fin, después de la República, hay de nuevo un presidente de España que habla inglés.
Evidentemente, el momento actual en España tiene sus particularidades. Es sabido que los gurús de la erística política recomiendan, cuando no se tiene argumentos, recurrir a desviar la atención o, mejor aún, al insulto. Pues bien, en el parlamento español parecen faltar los argumentos, pues llama la atención el hecho de que, en lugar de dar razones sobre la conveniencia e idoneidad de las medidas a aprobar, que esa es propiamente la función de la institución, mayormente no se aborda el tema en sí, sino que se desvía la atención recurriendo al insulto o a recriminar el hecho de que este o el otro grupo parlamentario coincidan en la votación cuando, por lo demás, estamos viendo que hay votaciones cruzadas de todos los grupos parlamentarios y que hasta eso debería ser la norma si, en lugar de la polarización, se tuviese más en cuenta el bien general y predominasen los argumentos y la racionalidad.
Hasta qué punto predomina la actitud contraria lo hemos visto últimamente. Además del caso de la reforma laboral, ya mencionada, el mayor partido de la oposición ha puesto en serio peligro el inmediato bienestar de los españoles votando igualmente contra las medidas para afrontar la crisis que, por ir ligadas a decisiones comunitarias, necesariamente debería aprobar la cámara. Al PP no le ha importado, una vez más (“Que caiga el país, nosotros lo levantaremos”), poner en peligro el bienestar del país con tal de desgastar al gobierno. Sin embargo, estos hechos, en sí graves, no parecen afectar a la credibilidad de este partido en un amplio espectro de votantes. Así como tampoco el constatado hecho, más grave si cabe, de una prolongada cultura de corrupción, aún en los tribunales, utilizando los recursos del estado en provecho privado. O el haber arruinado, por sectarismo e incompetencia, su presencia electoral en una región tan importante como Cataluña y, con ello, su posible contribución efectiva a la cohesión territorial, ahora ya casi sólo en manos del PSOE.
Sin embargo, parece que la oposición se siente tan segura de la rentabilidad de esa deriva que hay incluso dirigentes que no dudan en arriesgarse a caer en el ridículo intelectual con tal de colocar un mensaje que saben que sería bien recibido entre determinados votantes. Sólo dos ejemplos: lo hizo en su día la presidenta de la Comunidad de Madrid conminando al rey a que no firmase los indultos a los separatistas catalanes y lo ha hecho el nuevo presidente del PP exigiendo al gobierno una bajada de impuestos (no a los ricos, sino a los españoles de menos ingresos, como precisó) para combatir la inflación, y luego ha añadido otros errores económicos. Podríamos asumir que ambos lo hicieron por propia ignorancia. Si lo hicieron por ignorancia, en cualquier caso acertaron publicitariamente. Pero es más lógico suponer que, estando asesorados, lo hicieron con toda intención explotando publicitariamente el hecho de que muchos votantes, por una parte, desconocen que el rey no podía constitucionalmente rehusar su firma y que, por otra, una bajada de impuestos en los tramos de menor renta estimularía el consumo, lo que, en lugar de combatir la inflación, contribuiría a echar más leña al fuego, incrementándola. Pero, eso sí, en un caso tendrían el deseado efecto de profundizar en la visceralidad contra los indultos y, en el otro, contra los impuestos, mantra habitualmente recurrente y muy fértil contra los gobiernos de izquierdas que estos aún no han aprendido a combatir.
¿Es que los ciudadanos, o la mayoría de ellos, no ven ni valoran todo esto? ¿Y que el gobierno no es capaz de enfrentarse convincentemente a esa deriva?
Lógicamente, doy por sentado, como suponía ya al principio de este artículo, que una mayoría de votantes no comparten la opinión sobre la gestión del gobierno y sobre la oposición que reflejan las líneas precedentes. Tendrán sus razones. Y lo mismo que, ante estos hechos, el votante medio de izquierdas se pregunta cómo, en circunstancias así, se puede votar a la derecha, la realidad es que, sin duda, el votante medio de la derecha se pregunta igualmente cómo se puede votar al sanchismo o a Podemos. Ahí estamos.
La oposición, a su modo, hace su trabajo, y el recurso al engaño y a la visceralidad no es exclusivo de nuestro país. Si un partido no es capaz de hacer ver y valer sus logros debe ponerse las pilas y recurrir urgentemente a un mejor asesoramiento sociológico y electoral, teniendo en cuenta, como se dice en mi tierra, que los votantes en cualquier caso somos como somos y la oposición es la que es. Estamos en una democracia, no en un régimen de despotismo ilustrado, y en una democracia ningún gobierno lo hace bien si, aunque haga una buena gestión, no sabe convencer a la mayoría de los votantes.
Estamos observando en buena parte de los países occidentales una creciente desafección en forma incluso de cabreo de muchos ciudadanos, que es terreno abonado para diferentes versiones políticas, pero que aprovechan, sobre todo, los movimientos populistas. Cada país tiene sus peculiaridades, pero algunos fenómenos son en cierto modo comunes. Por ejemplo, hay una sensación de intromisión incompetente y desmesurada de la política y de los políticos, ya en sí desprestigiados, en el ámbito privado de los ciudadanos, sobre todo en asuntos concernientes al uso de su propio dinero, a las regulaciones medioambientales y, en general, a otras regulaciones percibidas, con razón o sin ella, como excesivas. Algunos creen que esa sensación fue, por ejemplo, uno de los desencadenantes del apoyo que recibió Ayuso (que supo aprovecharla) en las últimas elecciones a la Comunidad de Madrid. Además, se constata una fácil difamación de inmigrantes y extraños, acompañada de un trasnochado nacionalismo (periférico o de país), del que se espera ingenuamente el remedio a todos los males, y un rechazo creciente a la globalización y a las instituciones supra o internacionales, así como una cada vez más indisimulada aversión a las políticas identitarias (étnicas, de género…) de los partidos progresistas, percibidas como exageradas o injustas. No es difícil reconocer en esos fenómenos el éxito de Trump y de cierta extrema derecha europea, pero es también un caladero abierto a la pesca a partidos moderados. El que este éxito vaya acompañado de un monumental acervo de mentiras evidentes y explotación de la ignorancia no parece lastrarlo.
Ese mar de fondo que alimenta el populismo es muy a tener en cuenta por cualquier asesoramiento sociológico o electoral que se precie. Porque es preciso aceptar que el populismo no es un fenómeno de generación espontánea, sino que tiene su base en deficiencias, errores o abusos de la realidad política. Yo vivo en el campo, en Castilla y León, donde Vox ha sabido muy bien explotar el descontento, entre otras cosas, debido a una política medioambiental inicialmente diseñada en Madrid o en Bruselas por ecologistas de salón que está siendo implementada sin tener en cuenta aspectos importantes de la realidad productiva y que, por ejemplo, ha culminado en la insensatez política (en este caso por parte del gobierno central) de declarar al lobo especie protegida incluso al norte del Duero cuando ciudadanos y comunidades de la zona afectada de todos los colores políticos están abrumadoramente en contra. Si esto sigue así, los votantes de la España vaciada, cada vez más descontentos, seguirán buscando refugio en Vox o en las plataformas provinciales, ya que nuestro sistema electoral de por sí no favorece precisamente la necesaria osmosis entre parlamento y sociedad. Es una lección que el gobierno debería estudiarse a fondo, sin improvisaciones, porque no afecta sólo a la España rural despoblada. Amén de otras lecciones, claro, que tanto los partidos del gobierno como los demás ya estarán estudiando. Por ejemplo, la lección de los resultados de las recientes elecciones andaluzas.
Decíamos antes que un gobierno, en las democracias representativas como la nuestra, no hace las cosas bien si, aun suponiendo que su gestión en general ha sido buena, no consigue concitar una mayoría suficiente en favor de su proyecto. Para hacerlo responsablemente, sin ceder a la pauta populista de los que arreglan el mundo en las tabernas, los políticos tienen la obligación esencial de hacer pedagogía social, sabiendo explicar, sobre todo, medidas necesarias que no son populares. El sistema democrático tiene dos objetivos básicos: procurar el bien común y hacerlo con el concurso de los ciudadanos. Por tanto, si el sistema es, además, representativo, la pedagogía social es, incluso, tarea fundamental del político, aunque ello no garantice que logre convencer. Ya en los años 60 del siglo pasado Amitai Etzioni, un reconocido especialista en organizaciones sociales, asesoraba al presidente Kennedy al respecto. A juzgar por los efectos, no parece que, ochenta años más tarde, los políticos españoles y sus gurús tengan muy en cuenta la necesidad del recurso a esta clase de sociólogos.
Vicente Rodríguez Carro
Vicente Rodríguez Carro (www.vrodriguezcarro.wordpress.com), actualmente jubilado, es doctor, especializado en teoría del estado y de la sociedad, por la Universidad de Münster en Alemania y licenciado en filosofía por la UAM.. Ha sido profesor de la Universidad Libre de Berlín, CEO de una multinacional americana en España y presidente fundador de una empresa internacional de biología computacional.