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La conquista de la paz


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Shutterstock / Sergio Photone Shutterstock / Sergio Photone

La invasión de Ucrania por Rusia ha traído otra vez a Europa el horror de la guerra, imágenes de destrucción, dolor, muerte, en ocasiones de crueldad extrema. No ha sido –hasta ahora– el peor conflicto en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, como se viene diciendo, ya que las guerras de la antigua Yugoslavia costaron cerca de 140.000 vidas, pero sí el más peligroso puesto que uno de los contendientes –el agresor– dispone del mayor arsenal nuclear del planeta, y detrás del agredido se han alineado algunos de los países más importantes del mundo, incluyendo también tres potencias nucleares, aunque no participen directamente.

La situación actual aboca a una escalada de alcance imprevisible. Nadie parece querer la paz, o al menos nadie parece trabajar por ella. El presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, declara que ellos ya no buscan la paz, sino la victoria, lo que incluiría la recuperación de Crimea. El presidente ruso, Vladimir Putin, llama a la movilización y no descarta el uso de armas nucleares, si la situación le fuerza a ello. En Occidente se considera esta amenaza una bravuconada: el alto representante de la UE, Josep Borrell, declara que “no nos va a intimidar”. Pero estamos fumando al lado de un polvorín. Si Rusia se ve en una situación límite, si su territorio está en peligro –y para Moscú, Crimea es parte de su territorio–, el entorno del líder ruso puede forzarle a tomar la decisión de emplear un arma nuclear. No es imposible. Y entonces, ¿qué? ¿Respondemos igual y vamos a una guerra nuclear mundial? Cabe preguntarse si nuestros responsables políticos están siendo suficientemente prudentes ante una amenaza que puede ser existencial para todo el planeta.

La gente corriente no quiere una victoria, quiere la paz. No quiere ver a sus hijos muertos, sus casas reducidas a escombros, sus tierras o sus fábricas asoladas, solo para que la frontera se mueva un poco más allá o más acá, o para depender de un gobierno o de otro. Las fronteras se mueven, han cambiado muchas veces a lo algo de la historia, especialmente en esa zona, los gobiernos cambian, las ideas políticas y los dirigentes surgen y desaparecen. Los muertos no vuelven. Partes del territorio que pertenece hoy a Ucrania han estado bajo dominio polaco, lituano, ruso, austro-húngaro, otomano, en distintas épocas históricas. Y la gente de esas regiones ha criado a sus hijos en todas esas etapas, ha cultivado sus tierras, ha cuidado su ganado, ha vivido, muchas veces ha sido feliz. Y ha sufrido también, claro, sobre todo cuando han estado en guerra. Y han padecido muchas guerras, demasiadas ya.

Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a defenderse, no se puede permitir que el matón de la clase haga y deshaga a su antojo, eso equivaldría a darle alas. Ucrania ha rechazado valientemente la agresión que ha sufrido. Nada que objetar, sino al contrario, apoyo sin condiciones. Pero eso no excluye la búsqueda de la paz desde el minuto uno, especialmente para todos aquéllos que no estamos involucrados directamente en el conflicto. Se puede presionar, buscar intermediarios, hacer propuestas, incentivar la paz. O se puede mantener una posición inflexible, todo o nada, incentivar la guerra. La historia nos enseña que, en la mayoría de las guerras, 50 años después de terminada la situación es la misma o muy similar a la que había 50 años antes de que estallara, solo que en medio ha habido una matanza.

Evidentemente, la paz no es solo ausencia de guerra. No puede haber paz sin justicia. Tampoco en un entorno de opresión política. Ni cuando los seres humanos no tienen unas mínimas condiciones de supervivencia. En muchos países de África se dan a la vez todas esas circunstancias, y la mayor parte del continente no está en paz. No hay paz en Sinkiang, ni en el Tíbet, ni en Taiwán, ni en Myanmar, ni en Cachemira, ni en Asia central, ni en Palestina, ni en Siria, ni en Libia. Ni en Nagorno-Karabaj, ni en Georgia, ni en Moldavia. Ni en Nicaragua, ni en Colombia todavía. Ni en muchos, muchos más lugares. Los pueblos indígenas del Amazonas son masacrados para depredar su hábitat. Y todavía mueren cerca 2.800.000 niños al año por causas que tienen que ver con la desnutrición, en muchos casos como consecuencia de la guerra.

Y, no obstante, si todos trabajáramos juntos, en cooperación amigable y solidaria, este planeta –con el que también estamos en guerra- tendría recursos para todos y la vida de todos sería más feliz. ¿Qué nos pasa? No necesitamos la violencia, ni política, ni económica, ni mucho menos militar. Es contraria a nuestra supervivencia como especie.

La humanidad ha hecho grandes avances científicos, tecnológicos, hemos vencido enfermedades, hemos superado pandemias y catástrofes naturales de todo tipo. Hemos hecho grandes conquistas, hemos dominado a la naturaleza, incluso hemos dado nuestros primeros pasos en la conquista del espacio. Pero en nuestro comportamiento social hemos cambiado poco, también como individuos, pero sobre todo como grupos. Seguimos siendo igual de egoístas, seguimos queriendo imponernos a los demás, ser los primeros, seguimos disputando los recursos, el territorio, el poder.

No nos damos cuenta de que así perdemos todos. Seguimos creyendo que, si ganamos algo que pertenece a otros, que, si conquistamos un poco más de espacio, o se lo negamos a otros, vamos a estar mucho mejor, aunque eso implique la destrucción y la muerte de muchos o incluso de algunos de nosotros. No nos damos cuenta de que la única conquista que necesitamos para completar nuestra madurez como especie, para ser más felices y proteger a las siguientes generaciones, la única conquista que vale de verdad la pena, es la conquista de la paz.

Miembro del Consejo Asesor del Observatorio de Política Exterior, del Consejo de Asuntos Europeos y del Consejo de Seguridad y Defensa de la Fundación Alternativas. General de brigada retirado, fue segundo jefe de la División Multinacional Centro Sur de Irak entre enero y mayo del 2004.