Los impuestos y el PP o la rareza ibérica
- Escrito por Ricardo Peña Marí
- Publicado en Opinión
Cuando alguien va conduciendo por la autopista y ve a todos los coches venir hacia él, debería plantearse que tal vez es uno mismo, y no los demás, quien circula en dirección contraria. A pesar de las evidencias, el Partido Popular no ceja en su empeño de llevar la contraria en materia impositiva al Gobierno de España, al Banco de España, a la Comisión Europea, al Banco Central Europeo y al Fondo Monetario Internacional. Se está convirtiendo en una pieza de museo, en una verdadera rareza ibérica.
Todos estos organismos desaconsejan bajadas generalizadas de impuestos para no disminuir los recursos del Estado en un periodo en el que son necesarias ayudas públicas a numerosos sectores. Al mismo tiempo, proponen ayudas o bajadas selectivas de impuestos a los colectivos que tienen más dificultades y subidas transitorias a los que tienen más capacidad económica; en particular, recomiendan imposiciones temporales a las empresas energéticas, que están obteniendo unos beneficios extraordinarios imprevistos como consecuencia de los precios inflados de los combustibles fósiles.
El liberalismo es una doctrina que goza todavía de un inmerecido prestigio. Decir de uno mismo, o del propio partido —tal como se autodefinen el Partido Popular y Ciudadanos—, que es liberal parece remitir a la libertad de pensamiento, de expresión, de doctrina religiosa, a la ausencia de dogmatismos, a la tolerancia y a similares cualidades positivas. Efectivamente, durante los siglos XVIII y XIX, el liberalismo exigía tales libertades a las monarquías del Antiguo Régimen, e incluso ello dio lugar a revoluciones como la francesa y la americana que les permitieron liberarse de los yugos medievales o coloniales.
Pero, a partir de ahí, el liberalismo se convirtió en una ideología regresiva. Al propugnar el libre mercado para cualquier producto, incluida la fuerza de trabajo, y la no intervención del Estado en la economía, ocasionó la extrema pobreza de las clases trabajadoras, impuso jornadas interminables, provocó la explotación de mujeres y niños y grandes conflictos sociales. Poco a poco, el Estado comenzó a intervenir, se limitaron las jornadas, se aprobaron seguros de enfermedad, de accidente, de vejez y, con la adscripción al keynesianismo después de la Gran Depresión de 1929, se instauró el seguro de desempleo y se admitió como necesaria la intervención del Estado en la economía, especialmente en las crisis.
Tal estado de cosas se consolidó tras la Segunda Guerra Mundial con la reformulación del contrato social —contrato que ha regido hasta ahora en las democracias europeas—, por el cual el Estado se compromete a proveer una serie de derechos sociales, más allá de los exclusivamente políticos, tales como una educación y una sanidad públicas, seguros de desempleo y pensiones de jubilación y a recaudar recursos para ello en función de la capacidad económica de cada ciudadano. No debe olvidarse que la existencia del bloque comunista suponía un poderoso atractivo para las clases sociales más desfavorecidas, que podían hacerse revolucionarias en caso de verse abocadas a vivir en extrema pobreza y desprotegidas frente a las adversidades. El liberalismo puesto al día se llama, pues, keynesianismo.
Este pacto interclasista se rompió en los años 1980 con las doctrinas neoliberales de dirigentes políticos como Ronald Reagan en EE.UU. y Margaret Thatcher en el Reino Unido. Allí se volvió a la desrregulación de la economía, a las bajadas de impuestos y a disminuir el peso de las políticas públicas y el Estado del Bienestar. El resultado fue, de nuevo, un crecimiento exponencial de la desigualdad y el resurgimiento de graves conflictos sociales.
Lo que no acaba de aceptar el PP es que su doctrina neoliberal, reaganiana o thatcheriana está periclitada. Ya se ha ensayado y ha fracasado. No entienden que, a menos estado, más desigualdad y, a poco tardar, más conflictos. Pero ellos persisten en el error. No digieren tampoco el reciente fracaso del experimento británico: los propios mercados le han dicho a la señora Truss —la primera ministra más breve de la historia— que no es posible a la vez bajar impuestos a las clases y empresas más pudientes y mantener las ayudas públicas. La famosa servilleta de Laffer de 1974, donde se afirmaba lo contrario, fue desautorizada por el propio Arthur Laffer y hoy duerme en el Museo de Historia Americana. A pesar de ello, dirigentes como Aznar, Ayuso y el propio Feijóo siguen aferrados a esa servilleta.
Las diferencias entre la respuesta europea a la crisis financiera de 2010 y las actuales a la Covid-19 y la guerra de Ucranía son abismales: la primera crisis trajo más desigualdad y la segunda está apostando por no dejar a nadie atrás. En esta última respuesta también han participado la mayoría de los partidos conservadores europeos: se aprueban fondos comunitarios como los Next Generation y políticas comunes para bajar el precio de la energía, se centralizan las compras de las vacunas y se recomiendan subidas de impuestos a los más pudientes, es decir, lo contrario de lo que ha hecho el PP en las autonomías donde gobierna. En su programa electoral sigue proponiendo bajar el tipo máximo del IRPF del 47% al 40% y el de sociedades del 25% al 20%, las mismas medidas que han defenestrado a la señora Truss.
La izquierda tampoco ha hecho suficiente pedagogía sobre los impuestos. Casi siempre los justifica en base a razones exclusivamente morales, tales como la justicia o el combate contra la pobreza. Tales argumentos son ajustados a la realidad —actualmente hay en España 13 millones de conciudadanos con carencias materiales severas o con riesgo de pobreza— pero, seguramente, no suficientes para el pensamiento conservador que, no lo olvidemos, se manifiesta en los votos de casi la mitad de la población.
Al pensamiento conservador hay que hablarle de beneficios tangibles para ellos. Aquí estaría el primer beneficio: hay bienes que solo los puede proveer la iniciativa pública, como es el caso de la justicia, la policía, la defensa, las grandes infraestructuras y la investigación básica. Segundo beneficio: una educación pública de calidad permite desarrollar todos los talentos —hay muchos pobres listos y muchos ricos que no lo son— y eso es provechoso para la economía; lo mismo es aplicable a una población más sana gracias a una atención sanitaria eficiente. Todo ello necesita impuestos. Pero el mayor beneficio es el de tener un país socialmente cohesionado y con pocos conflictos. Las desigualdades extremas también conducen a conflictos sociales extremos. Como ejemplo reciente, tenemos el resurgimiento en todo el mundo de los populismos de derecha y de izquierda a raíz de la crisis financiera de 2010, que están polarizando peligrosamente a las sociedades democráticas. Y una sola consideración ética para personas que se dicen “de orden”: no es civilizado, ni propio del siglo XXI, tener un 27% de pobreza en un país desarrollado como España con más de 25.000 € de renta per capita.
Sin las medidas del Gobierno durante la pandemia, los 13 millones en riesgo de pobreza serían 1,5 millones más (ver editorial de El País, 22/10/22). Sin las ayudas públicas durante la presente crisis, tendríamos graves conflictos en los transportes, la agricultura y la industria y muchas familias más caerían en el abismo de la pobreza. El Estado ha sido siempre necesario para garantizar protección a todos y ahora lo es mucho más. Los impuestos hacen que eso sea posible.
Ricardo Peña Marí
Catedrático de Lenguajes y Sistemas Informáticos y profesor de Ingeniería Informática de la Universidad Complutense. Fue diputado por el PSOE en la legislatura X de la Asamblea de Madrid.