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Contra el cine tóxico


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Un programador de televisión tiene más influencia sobre la formación de la opinión pública que casi todos los intelectuales de España juntos. Su importancia, a la hora de configurar estilos de vida y de conducta, no puede ser subestimada en ningún caso. Sobre todo, si se trata de programadores de la televisión pública. De las cadenas privadas, ni hablemos. Por ello, no parece comprensible que se programe aquí, un día sí y otro también, una recua de filmes, casi siempre estadounidenses, cuyo denominador común es la magnificación de la violencia, para lo cual exhiben ineludiblemente verdaderos catálogos de armas y se exalta a quienes las usan de la manera que sea: las cintas muestran hoy un desfile incesante de pistolas con silenciador, fusiles ametralladores, helicópteros artillados, misiles, láseres o drones, esa nueva forma de asesinar de manera supuestamente irresponsable.

En los contenidos, la venganza, el odio, el fatalismo ante la desigualdad, el tratamiento meramente policial de los problemas sociales, entre muchos otros ítems, se dan la mano como fundamentos narrativos de tales filmaciones, en las cuales se invierten –se desperdician, echándolas a la basura- cantidades fabulosas de dinero y de recursos susceptibles de ser empleadas con fines culturales, educativos, libres, humanos.

Toda aquella zarabanda de violencia no deja de dar ideas al terrorismo, para que se inspire en las formas de proceder más criminales y retorcidas. Eso sí, sacralizando de modo permanente golpes de Estado inducidos por la brutalidad, entre otros organismos, de compañías de Inteligencia. Dicen los guiones que su misión consiste en aniquilar a los supuestos malos, pero sabemos ya que los malos son todos aquellos que no comparten el ideario, si se puede llamar así, ni la sumisión al dictado ideológico del pensamiento único del hegemón de turno y sus corifeos.

El amor, esa forma suprema de emancipación y de contacto con nuestra Naturaleza, ha desaparecido casi totalmente de las tramas cinematográficas que llegan de allí. Como mucho, en la pantalla surgen de aquellos guiones meras alabanzas hacia la familia propia por parte del actor-actriz protagonista, cuyos principales papeles consisten en ser capaces de liquidar –a mano armada, desde luego- a diez o quince personas si alguien se atreve a tocar a un solo familiar suyo. Un individualismo, destilado en un atroz egoísmo, sesga ya casi todos los contenidos que La Meca del cine emite hoy a borbotones. El pensador norteamericano John Dewey decía que en Europa asociamos individualismo y egoísmo, identidad que él negaba. Vale. Admitamos que llevaba razón. Pero no podría negar que la categoría extrema del individualismo es ese aislamiento antisocial que el egoísta asume, incomunicándose y apartándose de la sociedad en la que vive. Su aislamiento le lleva a perder las referencias que sobre lo bueno y lo malo la sociedad le brinda, a todos nos brinda; es entonces cuando ese ego se enemista con él mismo y le convierte en extremadamente vulnerable a las pulsiones, errores y aberraciones de los seres amorales. Ese ser aislado, asocial y amoral, -el policía despedido, el ex espía descontrolado, que se toman la supuesta justicia por su mano- suele ser, en demasiadas ocasiones, el protagonista de tantas películas que estamos condenados a sufrir por falta de alternativas de programación.

Qué lejos quedan aquellas grandes películas de Hollywood, donde distintas manifestaciones de sociabilidad, desde el amor a la amistad, a la moral, al trabajo, el respeto a la inocencia infantil, o la imaginación en clave de fantasía, eran llevadas a la pantalla y dejaban una estela de emoción y de humanidad en nostr@s. Por el contrario, ruido, distopía y muerte, amén del machismo o el supremacismo, dejan hoy su amargo poso sobre quienes frecuentan las salas de cine, presencian los filmes en la televisión o se abonan a las series, igualmente trufadas de descarnada violencia.

Luego, las élites bienpensantes se rasgan las vestiduras y se escandalizan ante la furia de los denominados lobos solitarios que tirotean a mansalva colegios e institutos, segando de modo recurrente la vida de centenares de niños y adolescentes, maestros y cuidadores. Se escandalizan mucho, sí, pero son incapaces de idear políticas que acaben con la venta de armas largas y de precisión incluso en los supermercados. Hollywood, cuyos guiones impregnan los Tribunales Supremos y las direcciones de empresas multinacionales de trajeados jueces, abogados y ejecutivos afroamericanos, raramente trata ya la inacabada violencia fascistoide de tantos policías de allí contra los afroamericanos de carne y hueso.

Es preciso pedir que alguien haga algo aquí para que toda esa carga de violencia cinematográfica deje de contaminarnos a todos. Y de paso, pedir a nuestros directores de cine y, sobre todo, guionistas y productores, que dejen de imitar esa vía argumental tan violenta y socialmente tan dañina. Por su parte, quienes deciden sobre la programación en televisión, tienen la obligación de garantizar la diversidad moral, cultural e ideológica y esforzarse en extraer del cine americano o, en su defecto, del francés, el italiano, el alemán, el japonés, el iraní o el que se desee, los filmes donde la violencia, que forma parte de la realidad, se contextualice. Y ello para que se dé justa prioridad a otras manifestaciones de la vida, como los afectos, la solidaridad, los sentimientos, la dulzura de la belleza y, por encima de todo, la razón, para que se abran paso en las pantallas y contribuyan a humanizar nuestras vidas, tan inhumanamente agredidas por ese tipo de cine al que me refiero.

En resolución, hay miles de trasuntos, argumentos y relato históricos y actuales que, llevados al cine y a la televisión, pueden ayudarnos a despejar tanta incertidumbre como la que hoy nos acecha; y también, pueden permitirnos descubrir que esa misma incertidumbre no tiene por qué resolverse de modo catastrófico. De muchos desafíos y retos hemos salido: basta aquí con echar una mirada a los pasados tres años. ¿Por qué no puede aguardarnos un prometedor futuro, si anulamos causas como el cine tóxico, que tanto malestar y desánimo generan? Quienes hemos tenido la desdicha de presenciar en directo la forma extrema de la violencia, la guerra, sabemos bien lo cruel, inútil e inhumana que resulta siempre.

 

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.