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Señales de alarma


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Parafraseando a Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848, no solo “un fantasma recorre Europa”, sino que un fantasma parece recorrer todo el mundo, pero no es el del comunismo —como lo era en 1848— sino el de la ultraderecha. Las democracias debemos prestar toda la atención a las numerosas señales de alarma que se están produciendo, hacer un buen diagnóstico de sus causas y empezar a poner los remedios.

Las recientes elecciones de Italia e Israel han aupado al poder a coaliciones de gobierno formadas total o parcialmente por partidos de extrema derecha. En Suecia, han sido el segundo partido más votado y se hace imprescindible su apoyo parlamentario para sostener a la coalición conservadora en el gobierno. En Brasil, la ultraderecha no ha ganado por una diferencia de menos de dos puntos con el bloque progresista y está por ver cómo se desarrolla el traspaso de poder, el cual ha empezado con muy malos augurios, con miles de manifestantes ultraderechistas pidiendo una intervención militar que impida a Lula formar gobierno. En las elecciones de medio mandato de Estados Unidos, el partido de Donald Trump, si bien no ha obtenido el avance arrollador que pronosticaban las encuestas, seguramente conseguirá la mayoría en la cámara baja y estaría al borde de conseguirla también en el Senado, lo que dificultará los últimos dos años de presidencia demócrata.

Otra señal de alarma es que, producto de la competencia electoral de la ultraderecha, los partidos de la derecha tradicional, y a veces también de la izquierda, están asimilando y normalizando parte de su discurso. Por ejemplo, las recientes elecciones en Dinamarca las ha ganado el partido socialdemócrata, pero sus restrictivas políticas anti-inmigración no están muy alejadas de las que propugnan los partidos de la derecha y la ultraderecha.

Finalmente, el cordón sanitario que, en algunos países europeos, habían formado los partidos tradicionales para impedir el acceso de la ultraderecha a posiciones de poder se ha resquebrajado por completo. Lo estamos viendo ahora mismo en Suecia y en Israel.

En España, tenemos suficientes ejemplos de estas señales de alarma. Por un lado, el discurso del Partido Popular está muy contaminado por el de Vox en temas como la inmigración, la lucha contra la violencia de género, la memoria democrática, el aborto, la eutanasia o el independentismo. Algunos dirigentes, como los actuales presidentes de las comunidades de Madrid y Murcia, son prácticamente indistinguibles de los de Vox. El Partido Popular necesita su apoyo parlamentario para gobernar en esas comunidades y en la de Andalucía y gobierna en coalición con ellos en la de Castilla y León. A estas alturas, nadie duda de que, si en España hicieran falta los votos de Vox para que la derecha sumara, el Partido Popular no tendría ningún empacho en pedírselos ni en formar gobierno con ellos.

La ultraderecha recibe votos desde muchas partes del espectro sociológico pero, de modo muy preocupante, también entre los jóvenes y las capas populares. Por ejemplo, Vox es, junto con Unidas Podemos, el partido más votado en la franja de 28 a 38 años —los llamados millennials— y tiene una presencia importante en edades inferiores. Los partidos más tradicionales, como el PP y el PSOE, tienen, sin embargo, su mayor caladero de votos en edades superiores a los 45 años, en las cuales la presencia de Vox es notablemente menor.

Las causas de esta creciente penetración hay que buscarlas en la sucesivas crisis que venimos sufriendo desde 2010, las cuales han empujado a la pobreza, a la incertidumbre o al miedo a las capas más vulnerables de la población. Cuando las circunstancias personales o familiares se hacen muy desfavorables, se está mucho más expuesto a los discursos ultraderechistas que explotan dichas dificultades en beneficio propio, discursos que señalan muchas veces como culpables a los partidos tradicionales o a las propias instituciones democráticas y que prometen soluciones simplistas e irreales a los problemas.

Los partidos democráticos, y muy especialmente la izquierda, sólo tienen un camino para impedir el crecimiento de estas fuerzas antidemocráticas: hacer que la política democrática funcione. El desapego de las personas que votan a la ultraderecha procede, en muchos casos, de ver que sus problemas no son atendidos debidamente por la política tradicional. Por ejemplo, la izquierda dedica mucha energía a debatir problemas que, si bien son importantes desde el punto de vista de los derechos —como, por ejemplo, la ley trans o las de protección animal—, afectan a colectivos muy minoritarios. Y, en cambio, dedica menos tiempo a otros problemas —como pueden ser la despoblación o la vivienda— que afectan a colectivos mucho más amplios. La derecha, por su parte, dedica la mayor parte de su energía a los problemas identitarios y territoriales y al inexistente —desde hace 11 años— terrorismo de ETA.

Y, como ejemplo de problema desatendido, tenemos las enormes dificultades de los jóvenes para iniciar su proyecto de vida. La precariedad laboral, los bajos salarios y los precios imposibles de la vivienda, tanto en alquiler como en propiedad, están condenando a gran parte de nuestros jóvenes a retrasar su proyecto vital y a no poder formar una familia. A pesar de ello, la mayoría de las comunidades autónomas —con competencias exclusivas en esta materia— carecen de planes significativos de vivienda social, que representan en España tan solo un 2,5% del parque total, frente a una horquilla de entre el 10% y el 30% en el resto de Europa. La Ley de Vivienda, actualmente en trámite en el Congreso, debería estar ocupando la mayor parte de los debates parlamentarios y de las tertulias políticas de los medios de comunicación y, sin embargo, no es así.

Si la política no atiende a las personas, las personas se desentenderán de la política y abrazarán las causas más descabelladas. La izquierda debe jerarquizar sus prioridades y atender con mayor dedicación a lo más importante, aunque a veces no sea lo más vistoso.

Catedrático de Lenguajes y Sistemas Informáticos y profesor de Ingeniería Informática de la Universidad Complutense. Fue diputado por el PSOE en la legislatura X de la Asamblea de Madrid.