Si los partidos políticos nacieron en el Reino Unido en el siglo XVIII no fue una casualidad ni un designio de la providencia. Aunque se dice usualmente que los partidos ingleses (tories y whigs) nacieron en el siglo XVII tras la revolución de 1648, lo cierto es que éstos sólo eran grupos político-ideológicos que defendían, respectivamente, la preeminencia del Rey y del Parlamento, sin intentar encuadrar a los ciudadanos ni, menos aún, participar de forma permanente en las elecciones. Sólo cuando en el siglo XVIII el Parlamento británico se consolidó como órgano de dirección política frente a los Monarcas y, con ello, se convirtió en un órgano representativo que se formaba a través de elecciones directas (aunque todavía con sufragio censitario y muy minoritario), los partidos políticos aparecieron con el carácter que todavía hoy poseen. Desde entonces, la democracia representativa necesita a los partidos que expresan el pluralismo de la sociedad hasta el extremo de que incluso en dictaduras que no permiten la existencia de partidos, éstos existen en la clandestinidad y tratan de organizar a los opositores, como ocurrió en España y en Portugal en las dictaduras franquista y salazarista. Como explicó un constitucionalista francés, la existencia de partidos políticos diferentes significa que la competición ante los electores no es momentánea e improvisada sino que es duradera e institucional (André Hauriou: Derecho constitucional instituciones políticas, Barcelona, 1971, pág. 273). Pero los partidos no se limitan a concurrir a las diversas elecciones para obtener el triunfo de sus candidatos pues, como ha señalado el politólogo Josep Maria Vallès, los partidos, dotados de una organización estable, acaparan las posibilidades de conectar a los individuos y a los grupos con las instituciones políticas (Ciencia política. Una introducción, Barcelona, 2010, pág. 363).