En los primeros meses de 2003, cuando se veía que Estados Unidos iba a atacar Irak con el pretexto de unas inexistentes armas de destrucción masiva, las ciudades europeas (incluyendo las españolas) se llenaron de manifestantes que gritaban “No a la guerra”. Gritar “No a la guerra” era como gritar “No a la agresión”, porque el Estado que buscaba la guerra, Estados Unidos, era también el Estado agresor y nadie equiparaba al agresor con el agredido, que fue Irak. Pero hay otros ejemplos históricos donde decir a “No a la guerra” es como pedir al agredido que no se defienda, que no utilice la fuerza armada para defenderse. Un caso semejante fue la agresión anglofrancesa contra Egipto tras nacionalizar el Canal de Suez en 1956, pues este país necesitaba defenderse ante una operación neocolonialista que pretendía transmitir un mensaje de advertencia al Tercer Mundo. Lo mismo puede decirse, años antes, de la invasión de varios países europeos por Alemania a partir de septiembre de 1939: no se podía decir a Polonia, a los Países Bajos, a Bélgica, a Dinamarca o a Noruega que no intentaran defenderse. Menos aún podría llamarse partido de la guerra a quienes en Egipto, en Polonia, en los Países Bajos, en Bélgica, en Dinamarca o en Noruega defendían la respuesta armada contra la agresión. Y más recientemente, no se podía prohibir al nuevo Estado de Bosnia-Herzegovina que se defendiera frente a los agresores serbios que tenían cercado Sarajevo.