Ya viene, miradlo, ya se acerca con sus pisadas de sol, con piercing en el ombligo, como un monarca absoluto empeñado en borrar la memoria de los días repetidos. Ya está aquí Agosto, el mes de Augusto, ese pasadizo de 31 cromos con derecho a tumbona, viaje por el sagrado Egipto de las cosas, mirador del tiempo, terraza con luna y vermú sin periódicos. Eso, para aquellos que agostean en Agosto, pues hay muchos para quienes el mes que viene no es un salto en el almanaque, sino una raya continua en el país de los días laborables. Agosto, ¡salve, viejo Augusto!, que se devora a sí mismo, corazón mareado, baúl sin corbatas, demasiado ruidoso para ignorarlo, hecho de demasía y cháchara. Hubo una época en que Agosto era para mí un río que rara vez conseguía cruzar a nado, un torbellino de angustia en el que quedaba varado, como una ballena triste, a la espera de que me rescatara algún amigo, alguna mujer, algún espejismo, algo de alguien. De entonces me ha quedado un cierto recelo hacia Agosto, aunque le tengo ley, por ser territorio sin mañanas obligatorias y dispensador de horas gratis. Me gusta, además, su empaque de tiempo encendido, esa furia de mes antiguo que no se deja domesticar. Por supuesto que amo a Agosto, cada vez más, más cuando la adolescencia es una isla remota y en la península de mi biografía sesentada el sol sale con alegría de alondra de luz por la mañana y la felicidad es ancha como un mar de arena, al que le falta la profundidad de la tristeza sin fondo, que es la vida. Agosto era para mí un fantasma, lo fue alguna vez, y ahora es una hermosa aventura, una road movie modesta y en familia por las autovías de la patria mía. Luego todo se acaba, como el porvenir que está por llegar, y estamos otra vez en la desembocadura de septiembre. Pero Agosto es valioso en tanto que fugaz y fugitivo, como todo lo bueno de la vida.