HEMEROTECA       EDICIÓN:   ESP   |   AME   |   CAT
Apóyanos ⮕

Alejandro Piñero

La guerra cultural de nuestro siglo

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

En cierto sentido la muerte de un profesor no es una muerte como las demás. Con él muere un trocito de nuestro tejido social solidario porque los profesores nos ganamos la vida ayudando a la gente. Siempre he defendido que nuestro trabajo tiene una profunda dimensión empática, por eso una parte importante de nuestra vocación nace de querer aportar algo a la sociedad. Antes que especialistas, somos observadores sensibles a nuestro entorno. Un buen profesor es sobre todo una persona que conoce a los que le rodean y se preocupa por sus alumnos. Pero resulta que dentro del universo de la enseñanza no todos abordamos las mismas problemáticas. Un profesor de educación física puede ser sensible a ciertos problemas de salud, mientras uno de lengua percibe mejor las dificultades derivadas de la lectoescritura. Todos comparten esa vocación de observar, pero sus desempeños son distintos. Pues resulta que en eso los profesores de historia, más que el resto, nos enfrentamos a retos que requieren especial sensibilidad. En nuestras sesiones tratamos frecuentemente muchos de los grandes problemas de nuestro tiempo. Y esto es algo que parece ya asumido por la sociedad. Cada vez que surge un dilema social, nuestros gobernantes asumen con ligereza que dedicando algunas líneas en el currículo y unas pocas horas a la semana en clase, el problema se solventará como por arte de magia. Al final siempre somos los mismos los encargados de enfrentarnos cara a cara con los males menos glamurosos de nuestra sociedad, como el racismo, la intolerancia, el radicalismo o el auge del fascismo. Por eso, cuando leí que el compañero Samuel Paty murió en un ataque de odio a manos de unos radicales, sentí un terrible escalofrío que me recorrió las entrañas. Porque como Paty, cualquiera de mis compañeros de profesión estamos en el punto de mira de mucha gente.

La trampa de la necesidad

(Tiempo de lectura: 6 - 12 minutos)

Cuenta Shoshana Zuboff en su último ensayo The age of surveillance capitalism, que las grandes compañías tecnológicas aprovecharon como nadie la crisis que se derivó del colapso del 11-s. La inseguridad resultante de los atentados de Al Qaeda y esa particular era del terror en las sociedades occidentales, supuso una coyuntura excepcional para este sector. El shock derivado de aquel escenario puso a los Estados ante el dilema de garantizar la seguridad desafiando los límites de la privacidad. Este debate sirvió para posicionar toda una serie de servicios nacidos de la observación y recogida de datos, que hasta entonces había pasado desapercibido. La monitorización que estas empresas hacían del uso de la red y de sus usuarios se convertía entonces en uno de sus principales activos. Los Estados empezaron a desbloquear los limbos de seguridad de la era del dataísmo tal y como la conocemos hoy. Una red desregulada y unos votantes temerosos hicieron el resto. En unos pocos años empezó a ser factible monitorear las búsquedas de un sospechoso, geolocalizar un móvil, al tiempo que vender esa información a las distribuidoras para hacer microtargeting. De aquella operación hecha a medias entre Estados temerosos de la seguridad y compañías ávidas de una nueva posición en el sector, emergió el escenario al que hoy hacemos frente. Aparecía el mercado de la información, ese mal llamado big data del que tanto nos hablan los analistas. Pero aquella historia no termina ahí. El 11-s no solo cambió el rumbo de las relaciones internacionales, la democracia o la decadencia del imperio estadounidense, también vino a meternos de golpe en la nueva era del capitalismo de la vigilancia.

Los gurús del valle alzaron el vuelo en la década de los noventa, cuando el sector era todavía una promesa para los inversores internacionales. Silicon Valley fue durante mucho tiempo más una marca comercial que una rentable inversión. Sin embargo, la estrategia de muchos de estos prodigios de la inventiva no era otra que la de innovar. El secreto que los llevó al éxito se basa en una sencilla fórmula: detrás de cada mejora técnica existe una nueva necesidad por explotar. Y el escenario post 11-s les ha dado la razón. Estos 20 años han servido para que las tecnológicas del valle continúen haciendo lo que mejor saben: diseñar necesidades. Como ya advertía Eugeny Morozov en The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom, las empresas tecnológicas llevan años creando una infraestructura digital que, paso a paso, se ha situado en el centro de nuestras vidas. De simples buscadores, fabricantes de software o distribuidores de contenidos, las tecnológicas se han transformado en auténticas empresas transversales. Por eso cuando Google, Amazon o Apple ampliaban su cartera de servicios de forma gratuita (o casi), nadie pareció percibir por donde iba a venir la sorpresa. Servicios de mensajería, mapas, distribución de música, almacenamiento, edición, videollamada, redes sociales… la oferta se ha ido incrementando de forma gradual hasta convertirse en un sector que emplea a las mentes más brillantes y alberga a las empresas más poderosas de la economía mundial. Esa red de servicios se construyó pensando en una permanente monitorización de los usuarios que, a medida que avanza el tiempo, pierden progresivamente el control de la información que generan. Morozov advertía en 2010 que si no se regulaban los servicios digitales, la red se convertiría en un espacio controlado por gigantes tecnológicos que difícilmente cederían el control de su mercado. Y las cosas han salido tal y como él predijo. Lo que parecía ser un espejismo pronto se convirtió en una tendencia. Y los avances en el uso de la información y gestión del Big data se abrieron paso hasta convertirse en algo habitual hoy día. Aunque puede que el estado del mercado de las tecnológicas esté próximo a una nueva transformación. Las mimbres de ese cambio se están sucediendo delante de nuestras narices, y su causante no es otro que la pandemia.

La eclosión de la pandemia por la propagación del virus COVID-19 ha supuesto un nuevo escenario de alteración del statu quo en lo que a libertades y gestión de la información se refiere. Como ya advertía el filósofo coreano Buyng Chul Han1 la pandemia ha servido como excusa a muchos gobiernos para implementar mejoras en sus sistemas de control, así como en el uso de la información derivada del Big data. Que esto se haga en un contexto de crisis ya hemos visto que no es nada nuevo. Sin embargo, las derivadas de esta situación sí que apuntan hacia una tendencia preocupante. De continuar la tendencia, si este nuevo boom de la digitalización de la vida cotidiana se consolida, nuestro día a día tal y como lo conocemos puede verse comprometido. Pero para conocer mejor hacia dónde caminan los tiempos conviene ampliar nuestras miras. La avanzadilla de este nuevo modelo en el que el Big data es un recurso de gobernanza la ostenta el gobierno chino. China es la vanguardia de lo que, en palabras de Martin Chorzempa (miembro del Peterson Institute for International Economics), es la gobernanza algorítmica. Este nuevo concepto se basa en que el control activo sobre la población se puede ejercer a través de un complejo sistema de recogida de información. En eso, Pekín lleva bastantes años de ventaja. El conocimiento acumulado en la región de Xinjiang durante la implantación de un sistema de control sobre la minoría musulmana Uigur, le ha valido al gobierno de valiosa experiencia. Una buena referencia de ello está siendo el uso de cámaras de vigilancia. Algunos analistas calculan que para 2021 el gobierno chino tendrá instaladas unas 500 millones de cámaras de vigilancia por todo su territorio2, más de 6 veces el número que tiene EE.UU. No en vano chinas son 8 de las 10 ciudades más vigiladas del planeta. Esa red de cámaras ha sido implementada en el contexto de la pandemia con unos resultados escalofriantes. Durante la crisis, estas cámaras funcionaron en la región de Wuhan como sistema de seguridad usando indicadores biométricos (tales como la temperatura corporal). Además, en combinación con las App de control específicamente diseñadas, el Centro de control de epidemias ha tejido redes de control de la movilidad de sus ciudadanos extremadamente eficaces. Buen ejemplo de ello son los reportes de familias a las que se le han instalado cámaras en las puertas de sus casas e incluso dentro de sus propios apartamentos. La obsesión por garantizar la seguridad ha alcanzado límites inauditos durante la crisis sanitaria china. Y esto no es necesariamente algo exclusivo de gobiernos autoritarios. Corea del Sur implementó un complejo sistema de seguridad para detener la expansión del virus, combinando App, sistema de vigilancia y registro gubernamental. Cualquiera que lo desee puede trazar la movilidad de un contagiado a través del registro web oficial llevado a cabo por las autoridades. La ley coreana obliga a las empresas de telefonía a facilitar la posición de los terminales siempre que las autoridades lo estimen necesario3. Nunca antes fue tan accesible la vida privada de un ciudadano como ahora. Y, paradójicamente nunca lo ha sido con tanta facilidad, pues en Corea se hizo con la complacencia de una ciudadanía temerosa de la propagación del virus. Aunque la experiencia no se ha terminado de exportar a occidente de forma completa, si que han proliferado las llamadas app de alerta para notificar los contactos con posibles positivos. Auspiciadas por los gobiernos, el diseño de estas app afronta las dificultades derivadas de los dilemas de la privacidad. Este hecho ha sido un obstáculo determinante para que estas experiencias tuvieran éxito en la democracias occidentales. Sin embargo, no solo debemos fijarnos en el terreno perdido en manos de las autoridades gubernamentales. La batalla quizás más peligrosa a la larga puede ser la que las propias tecnológicas llevan a cabo de forma soterrada.

El confinamiento obligado en muchos de los países afectados ha supuesto un escenario muy propicio para experimentar a gran escala situaciones de mayor dependencia tecnológica. Así ha sido en el caso de la comunicación habitual, capitalizada por las operadoras y los servicios de mensajería, han visto en estos tiempos de pandemia como la demanda de uso y el número de usuarios se disparaba. Servicios como Zoom o Google meet, que habitualmente eran usados de forma minoritaria o en el contexto empresarial, han visto su perfil de usuario drásticamente ampliado durante la pandemia. Solo entre enero y marzo de 2020 el servicio de videollamadas de Zoom vio incrementar el número de usuarios de 10 millones diarios a 200. Estos nuevos usos de la comunicación digital tienden a posicionarse en nuestro día a día y convertirse en algo habitual. Un caso paradigmático en este sentido es el de Amazon. La empresa de Jeff Bezos se ha convertido en un supermercado de lo más recurrente en tiempos de pandemia. Como el suyo, otros negocios como Walmart han visto como la demanda crecía a medida que la expansión del virus alteraba nuestra forma habitual de comprar. Como Bezos, la familia Walton (dueña de Walmart) vió aumentar su riqueza un 5% alcanzando la cima de las fortunas mundiales según bloomberg4. Algo parecido está sucediendo en el contexto académico. Las clases presenciales fueron suspendidas en la mayor parte de las instituciones educativas durante los peor de la pandemia. En este lapso los docentes se vieron abocados al uso de medios digitales para mantener el ritmo de clase y no perder el curso. Muchas instituciones académicas han optado por regímenes de semipresencialidad e incluso por formación a distancia para sostener su actividad mientras dure la pandemia. En este lapso aplicaciones como Google Classroom han encontrado un nuevo nicho en el que ampliar mercado posicionando su producto de forma aventajada.

De continuar así, millones de nuevos usuarios también usarán Google como plataforma de servicios digitales habitual en el ámbito de la educación. De nuevo aquí la pandemia actúa como catalizador. Este tipo de servicios se presentan de forma sencilla y en su mayoría gratuitos. Sin embargo, como ya advirtiera Shoshana Zuboff es en las condiciones de uso donde se encuentra la ventana de nuestra privacidad. Este conjunto de prácticas legales presentan una ambigüedad intencionada que, por lo general, suele ser bastante lesiva con los derechos de los usuarios.

De continuar así, la pandemia de 2020 es posiblemente un nuevo 11-s para gobiernos y tecnológicas. Tal y como ya advirtió Morozov, si no se regula la arquitectura de los servicios digitales, el espacio central que ocupan en nuestra vida quedará bajo el control de un puñado de empresas multinacionales con escaso interés ético. Quizás por ello conviene preguntarse no sólo cómo hemos llegado hasta esta situación, sino qué podemos hacer para revertir su tendencia. Lamentablemente las herramientas de las que las sociedades occidentales disponen para controlar el proceso de capitalización de la privacidad, están todavía por desarrollar. Una parte muy importante de esta larga batalla tiene que venir desde las instituciones democráticas. Pero hoy es más importante que nunca comprender que la vertiente internacional de las grandes tecnológicas obliga a los gobiernos a tener visión de conjunto y capacidad de cooperación. Los retos de la era del dataísmo , como los de la crisis climática, son retos transversales a las sociedades contemporáneas y las fronteras son más útiles para las empresas que para los usuarios. Por ello se debe exigir firmeza a la hora de regular el ambicioso mercado digital de la información, pero también una profunda voluntad de colaboración. En este sentido la crisis de las instituciones internacionales no es una buena noticia, porque deberían ser el foro idóneo para dirimir esta compleja situación. Por ello, si resulta fundamental disponer de gobiernos alerta y conscientes del riesgo inminente, más importante es aún la otra cara de la moneda: el esfuerzo individual. Es muy importante que los usuarios tomen conciencia de la importancia que tienen las grandes empresas a la hora de incidir en nuestros patrones de comportamiento. Estamos cediendo espacios de privacidad con demasiada facilidad y dejando en manos de gurús tecnológicos nuestros hábitos de de todo tipo. Hoy más que nunca antes estas empresas deciden por nosotros la forma en que compramos, nos comunicamos, nos informamos o nos entretenemos. Si no se produce un cambio en la forma que tenemos de interactuar con los servicios digitales difícilmente cambiará nada. Y ahí es donde un servidor se muestra de lo más escéptico. Cuándo leí en 2019 que los hijos de los ingenieros y directivos de Silicon Valley eran educados sin pantallas hasta la secundaria5, tomé consciencia de hasta qué punto esta guerra sin cuartel, era una guerra desigual. La gran diferencia entre estos gerifaltes del valle y cualquiera de nosotros, es su conocimiento específico sobre cómo funciona de verdad el mundo digital. Corren tiempos complejos y tener una imagen global de lo que sucede, a menudo está al alcance de pocos. Por eso es más importante que nunca hacer pedagogía de los grandes dilemas de nuestro tiempo. La responsabilidad colectiva es una fruta que madura despacio y debe ser alimentada con frecuencia. En este reto la educación es una pieza clave, por ello familias e instituciones educativas son más importantes que nunca a la hora de formar ciudadanos conscientes de los grandes problemas de nuestro tiempo. Si no somos capaces de retomar el control de este endiablado proceso, posiblemente en unos años ya sea demasiado tarde. 

1CHUL-HAN, B. (22 de marzo de 2020). La emergencia viral y el mundo de mañana. El País.

2NECTAR, G. (28 de abril de 2020). China is installing surveillance cameras outside people's front doors ... and sometimes inside their homes. CNN Business.

3FENDOS, J. (29 de abril de 2020). How surveillance technology powered South Korea’s COVID-19 response. Brookings.

4Coronavirus: Amazon boss Jeff Bezos adds $24bn to fortune. (15 de abril de 2020). BBC news.

5GUIMÓN, P.: Los gurús digitales crían a sus hijos sin pantallas. (24 de marzo de 2019). El País.

  • Publicado en Opinión