Cita en un Madrid olvidado
Era su primer año en Madrid y acababa de llegar la primavera, la verdaderamente primera de todas.
- Publicado en Cultura
Era su primer año en Madrid y acababa de llegar la primavera, la verdaderamente primera de todas.
Aún me estaba recuperando del sofoco. Me acerqué a la mesa y, tras sacudir el abrigo y retirar el agua de mis cejas, tomé asiento. Ofrecí saludo con disculpas y puse afán en colocar todo en el sillón. Lo hacía con la torpeza de quien arrastra las prisas por llegar tarde sin ser consciente de que ya ha llegado.
Era mi primera mañana de vacaciones en el pueblo. Había llegado la noche anterior y aunque apenas había dormido, me encontrada descansado. Recién lavada la cara me avisaron desde la calle y a gritos, para que fuera corriendo a los portalones, que después de muchos años había vuelto y parecía que esta vez iba a haber lío. Yo andaba mayor para comadreos de pueblo, pero no tenía mucho más que hacer. Así que me calcé las deportivas y, mal peinado, me acerque con innecesaria urgencia a la plaza.
A la altura de aquel final de año ya quedábamos sólo el abuelo y yo.
Todos habían marchado y aquella noche, frente al fuego, encontrábamos el consuelo en nuestra memoria. Estábamos sentados en el salón, en medio de un silencio iluminado por nada más que la luz que escapaba del hogar. Yo viajaba al pasado y a ratos imaginaba a mamá saliendo de la cocina con el guiso, a papá reparando una vez más la radio del siglo pasado o a mi hermano pequeño jugando a ser astronauta entre el sillón y el sofá, mientras mi hermana caminaba en puntas por el pasillo.
Aún siento tu pulso.
Aún vibra en mí.
Sigue empujando mis latidos.
Lo siento y siento que lo sientes.
Lo hago entre el ruido ensordecedor de nuestros locos días
En realidad soy “Pedro el tonto” aunque en el pueblo me llaman solo “El tonto”, imagino que para hacerlo más corto. No me gusta, pero tampoco me preocupa porque en éste pueblo solo hay otros tres “Pedros” y todos tienen apellidos que sí que son malos.
Se sentó en la cama. Los huesos dolían casi tanto como el recuerdo y su espalda, doblada por los años, ahora le obligaba a mirar al parqué.
−Verás, amiga Cuchara. Ser taza de té es algo extremadamente elegante. Si además eres como yo, de porcelana dotada con unas contenidas curvas bajo este vestido de dibujos azules, resulta muy inglés y, en consecuencia, sofisticado.
Aquel jueves llegaron pronto y estaban solos en la taberna.
Fuera quedaba una lluvia fina e insistente, incapaz de tapar la luz de una inusual tarde blanca. Dentro flotaba el olor a madera y cerveza de siempre. La radio aún estaba apagada.
Aquella mañana de noviembre Ermolái Páblovich caminaba de un lado a otro del cuarto.
Ya volvíamos de casa de Igor Ivanovich.
Vivía en un rincón viejo y escondido en medio de la ciudad que gozaba de un encanto especial. Bien podía parecer tanto un oasis como un lugar abandonado. Para Igor Ivanovich toda su vida era aquella pequeña casa blanca abrigada por los montones de plantas que parecían desordenados. La puerta de acceso a la parcela era de forja ya oxidada, hecha de hierro fino y gusto árabe.