Las ciudades se han convertido en cierto sentido en un lugar hostil para la vida. La deshumanización del propio urbanismo racionalista que se impuso desde finales del siglo XIX se ha ido incrementando con el tiempo, convirtiendo el espacio público en un no lugar, concepto que definió el teórico Mar Augué para referirse a espacios de transitoriedad, en los que la comunicación es artificial y difícil, lugares que no proporcionan identidad, por los que simplemente transitamos, pero sin vivirlos. Así, el racionalismo de Le Corbusier que tan bien casó con el capitalismo (y no sólo, pues también las ciudades comunistas se construyeron bajo la misma óptica de serialidad, de grandes espacios trazados con cuadrícula), ha contribuido a la creación de ciudades donde domina el tráfico rodado y las relaciones humanas quedan relegadas a espacios privados o de consumo. Además, las ciudades se han construido bajo la preponderancia del hormigón armado y el asfalto, dominando su color gris y su dureza en nuestras calles. Es lo que ha dado lugar a las llamadas “plazas dudas”, espacios inhóspitos, inhabitables, que no fomentan el detenerse, la contemplación o el diálogo, sino que invitan a ser veloces en nuestros recorridos. En este sentido, han ido emergiendo algunas iniciativas de gestión, asociativas o artivistas, que buscan repensar las ciudades o cambiar su imagen, al menos momentáneamente, desde el contacto con la naturaleza, como los huertos urbano o jardines secretos.