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Juan Antonio Tirado

¿Quién heredará nuestras bibliotecas?

(Tiempo de lectura: 2 - 3 minutos)

En los años sesenta y setenta del XX, antes de convertirse con su nombre de la rosa en una estrella mundial de la narrativa, Umberto Eco era un gurú semiótico. A mí me interesa mucho el Eco ensayista y menos el novelero, pero esa es historia para otro capítulo. Uno de los títulos de sus libros acabó siendo expresión de uso común: su famosa dicotomía entre apocalípticos e integrados, que no es una cuestión que quedase zanjada en aquel momento, sino que continúa interpelándonos medio siglo después. Los móviles, las aplicaciones, las redes sociales y todos los derivados de Internet nos incitan a plantearnos el tema de absoluta actualidad. ¿Está herida de gravedad la cultura libresca? Vaya por delante mi vergonzante condición de apocalíptico, con todo el trasfondo reaccionario que eso conlleva. Es cosa de carácter, cosa de destino. En mi favor diré que estoy convencido de que se me escapan aspectos sustanciales del asunto, que mi inteligencia analítica no da para más y seguro que no es el tema tan serio como se me antoja. O puede que la cultura libresca esté condenada y ello no tenga porqué inquietarnos, pues leer a Aristóteles y a Virgilio, a Montaigne y a Schopenhauer, a Proust y a Musil no nos hace mejores personas, ni más felices, ni más solidarios. Si lo que se dirime sustancialmente es si perdura o desaparece un modo de estar en el mundo que a muchos nos resulta insustituible, si lloramos por nuestro juguete más querido, habrá que ir haciéndose a la idea, amén de que para lo que nos queda en el convento podremos continuar con nuestros juegos, y el futuro que lo escriban otros, los adolescentes de las redes y los que lleguen detrás con sus 5 G y sus invenciones gepáticas. La escritora Marta Sanz, que tiene luces más largas que las mías, apunta que “la juventud, hiperconectada, puede leer a Proust y reconocerse en una forma de humanidad que no podemos perder”. Poder puede, e incluso hasta debe, de lo que no estoy tan seguro es de si quiere. Ahora bien, es falso que sean los niños los que ponen en peligro los saberes clásicos con sus adicciones. En las mismas estamos la mayoría, yo el primero, y la costumbre de los impactos permanentes perjudica claramente la necesaria concentración para ver una película, escuchar un concierto o leer un libro.

La Habana 1995

(Tiempo de lectura: 2 - 3 minutos)

La Habana era entonces, mediados los años noventa, una ciudad incendiada de nostalgia y cercanía, el corazón roto de una isla en que las fábulas se agavillaban a las puertas de las casas y las almohadas servían indistintamente para soñar despiertos o dormidos. Entrabas de noche en un hotel de la Habana vieja, rodeado por mujeres jóvenes como ángeles de la guarda desnutridos. Te acostabas con la cabeza bullidora de presagios, y cuando a primera hora de la mañana te asomabas a la terraza descubrías que en la plaza que limitaba con el hotel había brotado, antes de que saliera el sol, un mundo de colores, palabras moduladas, risas como fondo de alcancía y belleza urgente. Salías a pasear y te encontrabas una calle que parecía una estampa después de la batalla: cascotes y grietas, agujeros donde hubo puertas, muros resquebrajados. Lo que veías no era producto de una guerra cercana, sino fruto de otra guerra cotidiana, muda y remota.

La belleza

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

Se aposta uno como ojeador en cualquier sitio, en una terraza de la glorieta de Atocha, sin ir más lejos, y descubre lo que ya debería saber mirándose cada mañana al espejo: que la belleza es menos frecuente que la fealdad, o que la simple falta de gracia. La belleza es un estado o un reflejo del alma, si seguimos a los clásicos, o una lotería que le toca a algunas y algunos en el boleto genético, si nos inclinamos por teorías más modernas. La belleza cuando es radical tiene algo de celeste o de diabólico. Admiramos en la cara de la otra, del otro, lo que tiene de excesivo, de sobrehumano, aquello que nos es ajeno. De repente, en un rostro se dibuja un trozo de cielo, de infierno quizás. Y luego están las guapas y los guapos, y los resultones, pero esas son categorías más comunes y amables, en absoluto inquietantes.

Simenon

(Tiempo de lectura: 2 - 3 minutos)

Si Simenon fuera un vino pertenecería a una añada excelente, a la par que abundante. No es un caldo para paladares que presuman de exquisitos, o que lo sean. Simenon es un vino de crianza, color teja, de un sabor muy apreciado por los degustadores de buenos tintos. Nada que ver con una botella tiempo perdido, etiqueta Proust, gran reserva de caldo o tinta, sólo recomendado para bebedores con alto poder adquisitivo, gusto refinado y paladar de prosa educado en las mejores escuelas de retórica galas. Se puede disfrutar, según las ocasiones, de uno y otro vino. No son incompatibles, porque en la gran bodega del mundo no hay otra escala de gustos que la que marcan los individuos, porque aquella es el reino de la libertad, la arbitrariedad y el sentido propio, tan distante del sentido común, ese cementerio donde se entierran todas las diferencias.

Neruda en San Valentín

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

San Valentín es una fiesta de rosas, besos y versos, o una catarata cursi, o un buen reclamo para El corte Inglés y otras cortilandias merengadas. Si tuviera que ponerle música y rimas al santo del 14 de febrero recurriría ineludiblemente a Gustavo Adolfo Bécquer, y también a Pedro Salinas, y, desde luego, al Pablo Neruda de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Han querido los hados y los venenos de la historia, que a menudo se escribe con sangre, que en los prolegómenos de la fiesta de los enamorados hayamos sabido que Neruda fue envenenado tres días después de que triunfara en Chile el golpe de Pinochet, tres días después del asesinato de Salvador Allende, con las calles de Santiago ensangrentadas y los niños alejados de las alamedas. De este modo, aunque en diferido, constatamos que tres inmensos poetas del siglo XX en lengua española: Lorca, Miguel Hernández y Pablo Neruda cayeron a manos del fiero fascismo, allende o aquende los mares. Es verdad que no conmueve ya el asesinato de Neruda, casi nos deja tan fríos como el descubrimiento, no del todo confirmado, de que Napoleón fue envenenado en la isla de Santa Elena. En este punto, nada tan ajeno como cuando algunos egiptólogos nos informaron de que Tutankamón había muerto víctima de los venenos. Recuerdo el momento, porque una redactora de Informe Semanal propuso el tema, con la esperanza de hacer un bonito viaje al país de los faraones, y la entonces directora del programa, la malograda e inolvidable Alicia Gómez Montano, le replicó con un golpe de ingenio: “Tranquila, fulanita, que ese crimen ya ha prescrito”.

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Las muertas y los muertos

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

“Lo más importante de la vida es no haber muerto”.

Ramón Gómez de la Serna.

(A Carlos Saura in memoriam)

Hace veinte años largos hice un reportaje con mi amigo José Manuel Falcet, alias Macaón, sobre la muerte. Lo pasamos muy bien, porque la muerte es asunto de fundamento, que alimenta la conversación. Morirse ha sido siempre un tema muy actual. Más que morirse, que se mueran los demás, pues morir es cosa que afecta a los otros y cuando nos pase a nosotros seremos también otros, de modo que lo mismo dará. Con Pedro Matamorón, el hombre que se parecía a Balzac, y con Juan Roldán, hombre de buen parecer, he pasado bastantes horas hablando de la última hora por el mero gusto de divagar sobre ese espejismo tan real. A mí lo que me ha echado para atrás desde niño de la Parca ha sido la puesta en escena, la lencería de la muerte, ese bochorno de que el cadáver esté ahí delante, yacente en ataúd. Si morirse equivaliera a evaporarse, a un estar y ya no estar, sería más llevadero. Con esto se entenderá que sea muy partidario de los tanatorios, esos lugares asépticos donde se envasa a los muertos y donde hasta los féretros resultan menos escandalosos.

Se comprenderá también que me dejaran pasmado los monjes que Macaón y yo descubrimos durante el mentado reportaje, unos seres fascinantes y, quizá absurdos, que viven en los cementerios y que pertenecen a la orden de los fossores. Es una congregación pía que se creó en 1953 en Guadix, Granada, y que no tuvo un éxito desbordante, pero sí una buena acogida que se tradujo en la creación de otras seis comunidades de fossores, instaladas en los camposantos de otras tantas localidades. Macaón y yo estuvimos en la de Guadix, la pionera y la única, junto a la de Logroño, que resiste la caída en picado de las vocaciones. Ya solo quedan seis fossores: tres en Logroño y tres en Guadix, donde el año pasado se incorporó un nuevo hermano. Los fossores viven en el cementerio para enterrar a los difuntos, darle brillo a las lápidas, podar los cipreses y, por encima de todo, no olvidarse ni por un instante de la muerte que les aguarda. Dado que yo soy un tipo sin creencias sólidas y en vistas de la desazón que me produce el aparataje de lo cadavérico es fácil entender lo difícil que sería verme con hábito de fossor, y, sin embargo, reconozco que me conmovieron aquellos seres tiernos y fantasmáticos que harían exclamar a cualquiera lo que dijo el torero Rafael el Gallo cuando le presentaron al filósofo José Ortega y Gasset: “De tó tié que haber”.

Hace la tira de años, cuando trabajaba en Radio Nacional, me tocó ir una mañana al tanatorio madrileño de la M- 30 a cubrir el velatorio de una persona señera. Me invitó a desayunar el relaciones públicas del lugar, un hombre gris y entusiasta (lo gris no quita lo entusiasta), que me habló con fervor de la función social de los tanatorios y de cómo estos habían venido a darle a la muerte un aire más moderno y funcional. El señor comentaba estas cosas con palabras tan bien buscadas para la ocasión que a mí me entró por un momento la duda de si no sería verdad que morirse estaba empezando a ser chic. El public relations del tanatorio creyó encontrar en mí un alma gemela y aquella mañana, a cada rato, venía a contarme alguna minucia informativa, ignorando a mis compañeros de otros medios. Hasta me trajo, con mucho secretismo, un plano del cementerio para que no me perdiera a la hora del entierro. Aquel ejecutivo apasionado era la contrafigura del fossor y, sin embargo, nadie como él podría poner en marcha una exitosa campaña de fomento de las vocaciones en la menguada orden. Con todo, tal vez tuviera razón Cioran cuando dijo que sobre la muerte solo puede hablarse en latín. Quizá como escribió Margarita Yourcernar “la meditación sobre la muerte no enseña a morir y no facilita la partida”. Empiezo a pensar que podría haberme ahorrado esta columna, pero ya es tarde: le toca morir. R.I.P.

 

La copla de Cansinos

(Tiempo de lectura: 2 - 3 minutos)

Hay escritores que se ahogan en el triunfo, incapaces de nadar en las aguas cálidas del éxito, como hay otros que chapotean con gracia altanera por las orillas de las enciclopedias y de las salas de trofeos de la literatura. Rafael Cansinos Assens no pertenece ni a la estirpe de los consagrados, como Valle o Rubén, ni a la saga maldita de la bohemia o golfemia, por donde pulularon Alejandro Sawa o Armando Buscarini. Su sitio en la historia de la literatura española, a la espera de lo que sería un olímpico resurgimiento, está en un limbo mágico, en las cercanías del olvido, pero un olvido con aureola.

Una teoría de los espejos

(Tiempo de lectura: 2 - 3 minutos)

Me desperté de madrugada con una flor de angustia en el pecho y con ganas de orinar. Me miré en el espejo del baño como en descuido, porque a esas horas es duro contemplar al tipo desmadejado que supuestamente te refleja al otro lado de un inmenso abismo. Por lo general, los espejos de casa lo tratan a uno bien, dado que están acostumbrados a su presencia o porque uno sabe cómo componer el gesto para salir favorecido. Cuando empiezas a salir mal en los espejos de casa debes plantearte cambiar de espejos o cambiar de cara. En los espejos de las casas ajenas hay que tener siempre mucho cuidado, mirarse de soslayo, a hurtadillas, buscando en ellos un guiño de complicidad, una cierta seguridad de que no están contra ti, ya que la falta de familiaridad con esos artefactos de la copia al instante puede darte sorpresas desagradables.

La cantante porno

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

Los espectadores salían del estreno de “La cantante calva” perplejos. Allí no había ninguna cantante, y menos sin pelo. El teatro del absurdo nos liberó de la dictadura de la lógica y dejó los títulos al albur del capricho o de las leyes de la eufonía.

Volpini en Babilonia

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

Federico Volpini, hijo, pero no hijo mío, sino hijo del papá del mismo nombre, es el hermano pequeño de Jardiel Poncela, un tipo con un vistoso abanico de talentos (consúltese la Biblia) por más que haya gente que no quiere darse por enterada.

Los pretendientes de la Preysler

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

A lo tonto, que es algo que de natural se me da bien, me he puesto a buscar, y no encuentro en España un personaje femenino tan literario como Isabel Preysler. La llamada reina de corazones es una figura única, una planta exótica, una española rarísima, a fuerza de no serlo, un punto filipino en el mapa de los amoríos y los matrimonios postineros.

Quevedo no es el que era

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

Murió 2022, el año de los tres cisnes, ahogado en el estanque de los sueños rotos, y doce uvas después solo queda un tiempo de cuerpo presente, que es ya pasado. Puesto el marcador a cero, hay algunas cosas que recordar. El año en que a Javier Marías se le paró el corazón tan blanco, Quevedo, Pedro Luis Domínguez-Quevedo Arilla, madrileño y veinteañero, escaló los cielos de Wikipedia y arrojó a las páginas interiores a Francisco de Quevedo y Villegas, escritor, nacido también en Madrid, hace 442 años. Han tenido que pasar casi cuatro siglos y medio para que el gigante autor de “El buscón” haya visto como le hace sombra un muchacho, que con solo una canción ha conquistado el olimpo provisional de Google. Su tema se llama “Quédate” y no sabemos cuánto tiempo se quedará. De momento, en Madrid la glorieta de Quevedo sigue nombrando al escritor.

Cuento de Navidad

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

Le hablaba una mañana a mi amigo, entonces también jefe, Manolo Rubio, sobre mis inicios en la lectura. Contaré primero cómo era mi casa. Vivíamos en el campo, en El Cortijo Nuevo, allá por Archidona. En casa no había - ni se la esperaba – luz eléctrica. Agua sí, puesto que manaba por un caño que venía de un manantial centenario y ya precario, propiedad de la familia. Mi madre lavaba en una alberca donde caía el agua del caño tras llenar tres pilas en las que bebían dos mulas. Por la mañana, con independencia de la estación, nos quitábamos las legañas en el agua del referido caño. Una noche de verano tan inolvidable como terrible mi hermana Maribel, la pequeñita de la casa junto con su melliza Mari Pili, se cayó a la alberca. Debía tener unos tres año. Mi tía Gregoria dio la voz de alarma a mi madre.

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Las paradojas del filósofo Santayana

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

Al pensador Santayana le llamaron Jorge o George, según los cambiantes vientos geográficos a los que se expuso. George, o Jorge, fue un tipo raro, un ciudadano del mundo cuyo paraíso de la imaginación se edificó entre las murallas de Ávila, solo que los azares e imponderables que esconde toda vida llevaron a este recio castellano a sentar plaza de yanqui en Boston. Harvard fue su universidad, la de ida y la de vuelta, donde se formó y donde ayudó a formarse a sucesivas promociones de estudiantes. Escribió Santayana sobre asuntos variopintos y se acercó a materias tan distintas como la filosofía, la poesía, la crítica literaria, la política o la religión. No eludió la ficción, es autor de una novela, “El último puritano”. Su lengua madre fue el español, pero todas sus páginas las caligrafió en inglés. Fernando Savater le ha llamado filósofo errante. Sin duda, aunque habría que matizar que errante no sólo en el espacio, sino también en el tiempo, dado que no se sintió especialmente a gusto en el que le tocó vivir, se reclamó hijo de un tiempo sin barreras cronológicas y de un espacio sin fronteras. De las palabras con que le tocó lidiar y entenderse en los 82 años de su vida, aseguraba que ninguna le resultaba tan detestable como “progreso”.

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Lo que guardaba en mi cuaderno rosa

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

Tengo un cuaderno rosa que es como un baúl de las ideas en el que voy echando lo que me pasa por la cabeza, con la esperanza de que en algún momento me sirva para componer un artículo, una conferencia, algo. Voy emborronando mi cuaderno de cosas, chispazos, ocurrencias, gracias, y rara vez lo miro, porque ando hipnotizado por la actualidad; o se me despista y entonces lamento el gran caudal de inspiración perdido, y suspiro por esa libreta de las maravillas en la que vive en estado puro mi ingenio, hasta que un día la encuentro, ¡oh prodigio!, busco anhelante entre sus hojas y lo que descubro vale menos que nada. Ese día es hoy y confieso que hasta hace un momento estaba eufórico con el hallazgo. Ah, pero todo era un espejismo, en el cuaderno descarriado no había material siquiera para un torpe párrafo. ¡Cuánto mejor hubiera sido no encontrarlo y seguir fantaseando con el depósito de talento extraviado! No hay tal, me sucede como a aquellos escritores de la época franquista que crearon una mitología respecto a las obras guardadas en los cajones, un boom extraordinario que afloraría tan pronto como cayera la dictadura. En ese engaño estuvieron muchos, críticos incluidos, pero, sobre todo, de esa superchería fueron víctimas los propios autores, convencidos de guardar en secreto grandes obras. Luego, se murió el difunto que nunca acababa de morirse, o sea, Franco, y en los cajones no había nada. Por el camino se había quedado toda una generación, teatral especialmente, unos dramaturgos que mantenían la categoría de promesas a los sesenta años.

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Jardiel Poncela se escribe con jota

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

Decía Jardiel Poncela que hay dos maneras de ser feliz: la primera, hacerse el tonto, la segunda, serlo. La más segura es la segunda. Nada garantiza tanto un cierto grado de felicidad, como poseer un nivel estimable de tontería. Jardiel no fue feliz nunca, o casi nunca: le faltaban condiciones naturales para ello. El escritor fue un convaleciente perpetuo de su ingenio, de su espontáneo modo de ver el lado inverosímil de las cosas, con una inteligencia aguda que no estaba hecha para penetrar en el costado analítico de la realidad, sino para la invención de una realidad distinta.

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Sabina, ¡cuidado con la nicotina!

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Escribo el artículo mientras escucho a Pablo Milanés, en Youtube, dorando la tarde de este otoño con colores de invierno. Leyenda trovera en mi corazón, tan sesenta, al que le sobresaltan las muertes de gente que forma parte de mi mester de fantasía. Con Milanés empiezan a irse los cantautores y hay que tener cuidado, porque la muerte, cuando abre brecha, se vuelve avariciosa. Con Pablo pisé las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado, y vine del desierto calcinante, y evoqué a mis hermanos que murieron antes. Eternamente, Yolanda, etc. Milanés sigue sonando en mi gramófono en red, pero hoy vengo a este rincón digital tan coqueto a hablar sobre Joaquín Sabina, sobre el que acaba de estrenarse, con éxito, la película documental “Sintiéndolo mucho”, dirigida por Fernando León de Aranoa. Según me comenta mi amigo Pepe Guerrero, cinéfilo sin interrupción desde nuestra remota adolescencia, la peli ha gustado a la crítica, menos a Elsa Fernández-Santos, en “El País”, a la que le ha gustado entre poco y nada. Okey. Voy a mi Sabina y al de Pepe Guerrero.

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La clavícula roja de Marta Sanz

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En España, si lo que se pretende es vivir de la literatura, estamos ante una misión (casi) imposible, siempre que se trabaje con materiales específicamente literarios. Es tanto como aventurarse a un viaje abismal donde el hambre pierde elegante y ramonianamente la hache. Otra cosa es vivirse con la literatura y para ella. Incluso los autores de éxito precisan abastecerse en los alrededores de la creación: periódicos, conferencias… Entre quienes se viven literariamente tenemos hoy en España pocos escritores(as) tan vocacionalmente entregados a su oficio, tan arriesgados, tan aventureros del lenguaje como Marta Sanz. Por su ambición recuerda empeños de largo alcance como los de Martín Santos, Miguel Espinosa o su admirado Rafael Chirbes. A Marta le gusta escribirse y escribir en cueros, a cuerpo limpio, en un ejercicio fascinante, y también peligroso, donde no esconde sus miedos ni su dolor y enseña las cartas como una maga que se sincera y hace trampas, que en eso consiste el fabuloso mundo de la literatura.

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Salvador Pániker y las entrevistas

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Principio de Pániker para las entrevistas de prensa: “Toda persona entrevistada acaba reducida a los límites mentales de su entrevistador”. La regla de Salvador Pániker es cierta, aunque deja ver que él se creía más inteligente que sus entrevistadores. En su caso podía ser cierto, pero no vale como ley universal. Yo, sin buscar más allá, en mi juventud afanosa y narcisa, entrevisté a algunos tipos, futbolistas por ejemplo, cuyas palabras vertidas en prensa no reducían el límite mental del jugador sino que lo ampliaban hasta el mío. Es verdad que caigo en lo mismo que señalo de Pániker, en creerme más listo que los otros. Será, supongo, condición indispensable para establecer una regla. Nadie formula una teoría para demostrar que es más tonto que los demás. Recuerdo a un entrenador que tuvo el C.D. Málaga, Antonio Benítez, cuando yo era joven, indocumentado y barroco. Por entonces, me dedicaba al seguimiento deportivo en las páginas de la edición malagueña de  “Diario 16”. Benítez le comentó a Juan Antonio Morgado, un compañero del  diario “SUR”, que cuando yo le entrevistaba él hablaba de una manera que ni él mismo se enteraba de lo que decía. Vemos que la ley de Pániker se cumple, lo único es que conviene reformularla: “Toda persona entrevistada acaba trasladada (reducida o aumentada) a los límites mentales y verbales del entrevistador”.

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Pepe Hierro y mi primer móvil

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

La tarde en que se murió Pepe Hierro, diciembre más que mediado de 2002, yo me había ido al Vicente Calderón a ver a mi equipo, que jugaba con el Racing de Santander. Entre santanderino y madrileño era el poeta de Tierra sin nosotros. Yo había llegado al estadio del Manzanares a las seis menos cuarto, quince minutos antes de que echara a rodar el balón. Apenas había fijado el culo en la grada cuando por los altavoces del campo escuché lo que jamás habría sospechado: mi nombre. Juan Antonio Tirado Ruiz y tal y cual. Tengo que constatar lo que dicen los malos periodistas, que la sensación fue indescriptible.

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Mayorga o la pasión por el teatro

(Tiempo de lectura: 2 - 4 minutos)

Desde que llegué a Madrid, hace 43 años, he sido espectador habitual y apasionado del teatro, ese arte, que según definición genial de Jorge Luis Borges, consiste en que el actor finge que es otro, en tanto el público finge que se lo cree. Un pacto de fingidores que permite al autor sacar a escena los grandes asuntos del corazón humano. Hace tiempo que no se escucha esa cantinela, mantra dicen ahora, de que el teatro está en crisis. Para nada, salvo que tomemos el término crisis en su sentido etimológico y lo entendamos como análisis y cambio profundo. Entonces, sí, entonces el teatro es el arte de la crisis permanente desde hace 25 siglos largos, desde que Esquilo estrenó “Los persas” en Atenas. ¡Qué noche la de aquel día!

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Elogio (relativo) de la brevedad

(Tiempo de lectura: 2 - 3 minutos)

Escribir columnas no es un placer inigualable, ni indescriptible, pero sí una tarea gratificante. No hay que sudar la gota gorda para componerlas, aunque la pantalla en blanco es con frecuencia un fastidio y una situación embarazosa de la que uno no sabe muy bien como salir. Lo malo, claro, no es tanto tener en blanco la pantalla cuanto la mente, pero, aun así, uno puede tener una idea más o menos buena para redactar un artículo y que después no le combinen bien las palabras.

El corazón de la fábula

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

En el centro del bosque, laberinto verde lo llaman otros, se esconde la verdad de la fábula. Cualquier intento de escritura fundada es también fundacional y solo puede plantearse como un viaje al corazón de la belleza, el amor y el apabullante horror. Para penetrar en el centro de la fábula hay que desnudarse y moverse sin armar ruido. Ningún escándalo tan reprobable como el que forman las palabras al incorporarse a la frase. Si no quiere frustrar el viaje, el aventurero deberá dejar a la entrada su equipaje retórico. Cada cual debe penetrar en el tupido bosque con su propio estilo. No confunda el viajero los términos. Cuando se alude a la necesidad de desproveerse de elementos retóricos, lo que en realidad se quiere advertir es que no sirven los instrumentos de comunicación viejos; sin embargo, el hombre sólo lo es en cuanto animal simbólico y sintáctico, en tanto fundador de sucesivas gramáticas. De ahí que tendrá que inventar una nueva Retórica y valerse de ella para adentrarse en la maraña arbolada. En el corazón del bosque viven en estado puro el mal y el bien, las sombras que pintara Conrad y las luces dejadas por poetas, como aquel que miró la noche estrellada y vio tiritar, azules, los astros a lo lejos. ¿Alguno más enamorado que quien dijo que no quería islas, palacios, torres, pues no hallaba alegría más grande que vivir en los pronombres? En el centro del bosque se encuentra la serpiente, armada con un hacha que mueve a espanto. A su lado, brota la amorosa fuente de la vida: saltos de agua, cascadas como corazonadas, almendros que tocan al piano una pieza de Chopin, besos que vuelan. El mal y el bien, juntos, en permanente contienda, en encantada y enconada lucha.

Ahora que se ha muerto el loco

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

De aquel tiempo va quedando sobre todo el recuerdo extrañado de quienes lo vivimos. Los ochenta son ya una dictadura del calendario (40 años). En la memoria a veces hace frío, aunque también hay muchas luces, y quimeras, y cubatas, y en las radios, cuando rompía la medianoche, se asomaba desde el lorquiano Guadalquivir de las estrellas un locutor de verbo caliente y claro llamado Jesús Quintero. Fue, en sus inicios, una voz clásica de la Radio Nacional de España de los sesenta/setenta, que había empezado en el teatro, como actor. Nació en San Juan del Puerto en 1940 y fue un andaluz de vocación marcadamente sevillana.