Constitución y crisis climática
- Escrito por Manuel Román Lorente
- Publicado en Tribuna Libre
Diciembre, ese mes con fechas tan señaladas, antes, durante y después de la celebración del aniversario de nuestra Carta Magna. El mes empieza con el debate sobre su adecuación a la realidad actual, y termina con el discurso de Navidad del rey, que permite que se vuelva de nuevo sobre lo mismo, una evidencia más de la necesidad de la reforma. Y este año, aderezado con el ruido de la jauría ultra.
Un análisis pausado del propio texto nos hará apreciar rápidamente que está muy centrado en sacar al país del agujero negro de una dictadura: demasiado espacio en procedimientos para llegar a la normalidad, elementos coyunturales, referencias concretas. En cualquier democracia se asume que necesariamente las reglas del juego tienen que ir cambiando en función de la evolución de la sociedad; no hacerlo conduce a fosilizar cuestiones que, a la larga, terminan por ser factores de riesgo para el desarrollo de las sociedades. Y nosotros, en lugar de ir haciéndolo según se hacía necesario, lo hemos ido dejando.
¿Es imposible reformar la Constitución? No, en absoluto, ya se ha hecho en un par de ocasiones. Hay una forma básica para muchos temas, que ya de hecho es muy exigente, y otra más compleja aun para las cuestiones centrales, que es también exigible si la reforma va a ser amplia. Es en esta circunstancia donde esta el problema, porque la exigencia está no sólo en la fase final (la aprobación de un texto) sino también en la preliminar. El procedimiento exige que las Cámaras aprueben la intención de hacer la reforma y su contenido esencial por mayoría de dos tercios (las dos, Congreso y Senado), disolverlas y convocar elecciones, tras las que las nuevas Cámaras han de ratificar su voluntad de seguir con la reforma. Ahí empieza el trabajo de verdad, porque es entonces cuando redactan y aprueban, por mayoría de dos tercios, el texto de la reforma. Y ya de postre, un referéndum.
La trampa, obviamente, esta en las exigencias preliminares, y en la excesiva capacidad de bloqueo que se concede a quien se beneficia del inmovilismo. Y hasta aquí, nada que no se haya dicho mil veces. La estrategia de quien desea conservar las cosas como están (no voy a señalar a nadie) se basa en la obvia dispersión de los que quieren cambios. Cada uno quiere una cosa y el consenso se ha de construir (es la forma en la que la Constitución se redactó). En consecuencia, bloquear el arranque del proceso, con la excusa de que no hay acuerdo, es la vía de neutralizar todas las propuestas.
Es innegable que es una estrategia eficaz, porque cuanta mayor obsolescencia acumula el texto más cantidad de cuestiones exigen cambio y, por tanto, resulta obligatorio el procedimiento difícil, lo que en la práctica concede derecho de veto a los inmovilistas. Por contra, esto tiene el riesgo cierto del desmantelamiento y sustitución completa, en la medida en que genere demasiados intereses contrarios que sean capaces de coordinarse.
La Constitución esta sensiblemente obsoleta en una la larga lista de temas, y se le puede sumar un aspecto poco mencionado: el área ambiental. En el artículo 45 establece el derecho de todos a disfrutar de un medio ambiente adecuado y el deber de conservarlo, exige a los poderes públicos velar por la utilización racional de los recursos naturales, y les faculta para legislar en la materia y castigar a los infractores. Aunque es ambiguo y poco ambicioso, podría ser suficiente para una sólida acción politica en transición ecológica. El naufragio viene cuando establece el reparto competencial: aunque genéricamente es una materia propia de las Comunidades Autónomas, tanto el Estado (por ejemplo, con el dominio marítimo-terrestre) como los municipios (son los que deciden los usos concretos del suelo a través de sus planes urbanísticos) tienen también competencias. El listado de singularidades es largo, y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional no ayuda. Los problemas surgen del hecho de que quien tiene la competencia tiene la única palabra, lo que ha sido y es una fuente inagotable de conflictos.
Se ha propuesto en alguna ocasión una reforma concreta del texto en ese punto, y ha de reconocerse que una mejora en la redacción del mencionado artículo podría tener repercusiones muy positivas. Sería posible hacerlo con una reforma concreta, empleando el sistema básico. Pero sería una reforma más de las muchas pendientes (volvemos al problema de la acumulación de pequeños cambios), y en todo caso un parche, porque el gran desafío necesita algo más. Estoy hablando, como no, del cambio climático.
El Tratado de Paris dejó claro que la lucha contra el cambio climático es cosa de todos, y de todas las instituciones. Nuestra Constitución no solo no esta preparada para entender el tipo de políticas que hacen falta, lo que es lógico dada la fecha de su redacción, sino que además tiende a generar mecanismos perversos que las dificultan porque tiende a fomentar la acción exclusiva y no la cooperativa. Eso pudo tener sentido en el contexto de la España de los años 70 del siglo XX, y para los historiadores queda ese debate.
Las cuestiones de reparto competencial son relevantes, pero afrontar una “reforma constitucional ambientalista” implicaría también abrir brechas adicionales en los actuales bloques políticos, que ya se han intuido cuando se han planteado proyectos claramente contrarios a la senda de reducción de emisiones que se debería seguir. Esa reforma debería conducir, entre otras cosas, a más capacidad de decisión a las comunidades locales (por ejemplo en el caso de que quieran o no instalaciones con riesgos ambientales), a sistemas de intervención transterritorial (¿tienen derecho en Asturias a decidir que no quieren más emisiones derivadas de ampliar el aeropuerto de Madrid-Barajas?) o a mecanismos de compensación y asunción de costes ambientales. Lo más espinoso, sin embargo, estará en los mecanismos de adaptación al cambio climático, pues entre otras cosas pueden afectar a los derechos fundamentales.
Cabe recordar que la ultraderecha pleiteo (y ganó) en el Constitucional contra el Estado de Alarma durante la pandemia por la limitación al derecho a circular por el territorio nacional (art. 19) ¿que pasará cuando no haya alarma y no sea posible el libre establecimiento por razones climáticas? Antes de 30 años, extensas zonas del interior y el sureste peninsular tendrán fuertemente limitada la carga demográfica y el consumo de agua por habitante. Aunque ya imagino la respuesta de los fanáticos del libre mercado, una reflexión de mediano nivel permite concluir que no sería posible un funcionamiento social razonable sin un control político del recurso. Eso implica no solo mecanismos de limitación de un derecho fundamental, también determinar el modelo de desarrollo de varias Comunidades Autónomas. Para cuando llegue, ya tendremos que haber desarrollado un sistema para gestionar la situación, dejarlo para el ultimo momento no es una respuesta.
Manuel Román Lorente
Nacido en 1967, es economista desde 1990 por la Universidad Complutense. En 1991 se especializó en Ordenación del Territorio y Medio Ambiente por la Politécnica de Valencia, y en 1992 en Transportes Terrestres por la Complutense, empezando a trabajar en temas territoriales, fundamentalmente como profesional independiente contratado por empresas de ingeniería.
Ha realizado planeamiento urbanístico, planificación territorial, y evaluación de impacto ambiental. En 2000 empezó a trabajar en temas de desarrollo rural, y desde 2009 en cuestiones de políticas locales de cambio climático y transición con su participación en el proyecto de la Fundación Ciudad de la Energía (en Ponferrada, León).
En 2012 regresó a Madrid, hasta que, en diciembre pasado, previa oposición, ingresó en el Ayuntamiento de Alcalá de Henares, en el Servicio de Análisis Económico.