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El sinhogarismo femenino: otra forma de violencia de género


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Son muy visibles, pero apenas se les ve, un espeso velo de invisibilidad les envuelve. Si acaso, y en el mejor de los casos, una apresurada mirada de misericordia o de miedo al improvisado lecho de cartones con el que intentarán burlar al frío. Forman parte del paisaje urbano. Son las personas ‘sin techo’. Personas caídas en el más bajo rango de la escala social, personas extremadamente vulnerables, víctimas de aporofobia. Excluidas de los más elementales derechos. Exclusión social pero también moral, víctimas de violencia callejera, de rechazo extremo.

Según datos del Observatorio de Delitos de Odio, cerca del 50% de estas personas han sufrido algún ataque violento, aporofóbico, y más del 80% lo han sufrido más de una vez. Cifras que en el caso de mujeres aún son mayores. No existen datos fiables de cuántas podrían ser, pero su número aumenta cada año. Y, aunque se tiende a asociar el sinhogarismo a hombres, la realidad evidencia que son muchas las mujeres en esta situación de máxima precariedad. Muchas de ellas, mayores de 60 años. El sinhogarismo no discrimina por sexo o por edad, pero sus consecuencias afectan en mayor medida y en peores condiciones a las mujeres. Lo que significa que también el sinhogarismo tiene un claro componente de género.

Víctimas de violencia de género y maltrato, migrantes sin recursos que a su llegada a España no encuentran trabajo o, si lo hacen, sus posibilidades económicas no les permite el alquiler de una vivienda; víctimas de desahucios… Son causas recurrentes que pueden llevar a la mujer a encontrarse en la calle o a tener que buscar una salida alternativa para eludirla y escapar de ella. Cabe pensar que dichas salidas, entre las que se encuentran el trabajo como internas en casas particulares con sueldos que no permiten condiciones de vida dignas o la prostitución, estén entre las causas que disminuyen el número de mujeres sin hogar. Así, la tipología europea de sinhogarismo y exclusión social establece cuatro posibles situaciones que enmarcarían una apariencia ficticia de hogar: sin techo, sin vivienda, vivienda insegura y vivienda inadecuada.

Es un hecho que la pobreza, tanto como la exclusión social y la violencia, afectan en mayor medida a la mujer, provocando, a su vez, un incremento considerable del número de mujeres sin techo. La brecha salarial y la segregación laboral conllevan el auge de situaciones de extrema vulnerabilidad que pueden desembocar en el sinhogarismo. Otro factor que dificulta la cuantificación es, sin duda, la propia invisibilidad tanto personal como social e institucional. Siendo el sinhogarismo femenino un problema estructural, las medidas ofertadas (comedores sociales, albergues…) no cubren las mínimas necesidades que las mujeres en esta situación presentan ni les garantizan la mínima seguridad o protección.

La violencia de género envuelve como una espesa red el antes y el después de la mujer sin hogar. Los testimonios evidencian como, en un alto porcentaje, la causa que las condujo a esta situación fue la violencia machista vivida en la vivienda compartida con la pareja o un familiar. Violencia que no se presenta aislada sino impregnada de la extrema vulnerabilidad social, la precariedad en el empleo, las pésimas condiciones laborales, formando parte de la economía sumergida, las escasas ayudas sociales que no llegan a cubrir las mínimas necesidades de vivienda y comida…

Ya en la calle, la violencia continúa. Y la agresión física y sexual que incluye violación y palizas siguen marcando la vida de estas mujeres. Tanto por parte de hombres en la misma situación como por sujetos en situación normalizada. Periódicamente la prensa se hace eco de estas agresiones cuando son extremas, pero se olvida de aquellas que conforman la cotidianidad de las mujeres sin techo.

Acoso, desprotección, amenaza, miedo, incomprensión, rechazo, percepción de exclusión conforman el escenario de la mujer que vive en la calle y que lleva aparejados ansiedad, depresión e intentos de suicidio que, en muchos casos, son tan consumados como silenciados.

Ante este panorama, muchas recurren a la drogadicción para intentar subsistir. Otras se refugian en la protección de una pareja aunque sea un maltratador o un violador: “prefiero que me pegue y viole uno que cientos”.

Finalmente, otro fuerte trauma al que se ven sometidas las mujeres sin techo es a la separación de sus hijos. No existen mecanismos ni instituciones que contemplen este drama.

El modelo institucional se caracteriza por ser un modelo normativo basado en horarios y normas rígidas, carente de afectividad, empatía y protección. Los albergues abren sus puertas para dormir y, en el mejor de los casos, al mediodía para repartir un plato de comida. El resto del día han de vagar por la calle sin posibilidad de descanso alguno como no sea un banco cualquiera de un parque cualquiera. En estas condiciones la inserción social deviene muy difícil.

Hoy, 25 de noviembre, Día Internacional contra la Violencia de Género, es necesario recordar la situación de extrema vulnerabilidad de unas mujeres que terminaron en la calle víctimas de la violencia estructural de género. Y exigir medidas estructurales que deben pasar por un acompañamiento social, mental y afectivo, por dotarles de estrategias que les ayuden de forma efectiva a escapar de la crueldad de una vida que atenta directamente contra un derecho básico y elemental como es el derecho a la vivienda. Elaborar programas integrales que incluyan la asistencia psicológica, la inserción laboral y económica de este colectivo de mujeres es una tarea que no puede eludir una sociedad democrática e igualitaria.

El sinhogarismo de las mujeres es una forma extrema de violencia contra la mujer. Visibilizar a este colectivo de mujeres es una cuestión de género que nos incumbe a todas.

Luz Modroño es doctora en psicóloga y profesora de Historia en Secundaria. Pero es, sobre todo, feminista y activista social. Desde la presidencia del Centro Unesco Madrid y antes miembro de diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierras, Greenpeace) se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los derechos humanos. Y considera que mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios. Es ésta una máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo.

Actualmente en Grecia, recorre los campos de refugiados de este país, llevando ayuda humanitaria y conviviendo con los y las desheredadas de la tierra, con los huidos de la guerra, del hambre o la enfermedad. Con las perseguidas. En definitiva, con las víctimas de esta pequeña parte de la humanidad que conformamos el mundo occidental y que sobrevive a base de machacar al resto. Grecia es hoy un polvorín que puede estallar en cualquier momento. Las tensiones provocadas por la exclusión de los que se comprometió a acoger y las medidas puestas en marcha para ello están incrementando las tensiones derivadas de la ocupación tres o cuatro veces más de unos campos en los que el hacinamiento y todos los problemas derivados de ello están provocando.