El carlismo tras su segunda derrota bélica (1840-1861)
- Escrito por Antonio Manuel Moral Roncal
- Publicado en Historalia

Carlos VI, el segundo pretendiente carlista, no pudo reunirse con sus defensores durante la Segunda Guerra Carlista (1846-1849), siendo detenido por las autoridades francesas en la frontera de los Pirineos. Tras su vuelta a Gran Bretaña, tuvo una aventura amorosa y romántica, propia de la época, con una joven inglesa, Adeline Horsey. Los rumores de su posible matrimonio morganático y el descuido en sus tareas políticas provocaron más de una preocupación a sus más cercanos amigos y familiares. El conde de Montemolín -título con que fue conocido-, llevado por su pasión amorosa, decidió abdicar sus derechos en su hermano el infante don Juan, el cual se había casado en 1847 con la archiduquesa María Beatriz de Austria-Este. Con ella había tenido dos hijos, Carlos y Alfonso, que aseguraron la sucesión dinástica. Ante el escándalo de los consejeros del Pretendiente, don Juan decidió no aceptar la renuncia de su hermanok y esperar unos días. Tuvo intuición pues, o bien por rechazo de la joven dama o bien por realismo político, al cabo de unas semanas, Montemolín se olvidó de su abdicación y abandonó Inglaterra.
Sus padres decidieron arreglar su matrimonio con una Casa Real amiga cuanto antes. Don Carlos María Isidro y su segunda esposa, la infanta doña María Teresa de Braganza -más conocida como la Princesa de Beira- se habían instalado en el Piamonte en 1845. El rey Carlos Alberto les había recibido y otorgado rango de monarcas hasta que los vientos revolucionarios de 1848 les hicieron abandonar este estado italiano para refugiarse en la ciudad de Trieste, en territorio del Imperio Austríaco. Desde allí lograron concertar el matrimonio entre Carlos Luis y la princesa María Carolina de Nápoles, que se celebró en julio de 1850 cautelosamente, para no provocar problemas diplomáticos al gobierno napolitano.
En la España liberal de Isabel II, el gabinete del Partido Moderado se había consolidado. Los pactos con el Papado y el Concordato de 1851, el arreglo de la cuestión de los bienes desamortizados o la propia Constitución de 1845 privaron al carlismo de algunos de sus apoyos sociales, de manera que sus simpatizantes conservadores y católicos se contentaron con el pragmatismo de los moderados. Pero en 1854 se produjo una revolución progresista que desalojó del poder a los moderados tras diez años de predominio absoluto. Comenzó el Bienio Progresista (1854-1856) una etapa que volvió a demostrar que el carlismo no había muerto aunque sobrevivía maltrechamente. Y es que, ante una nueva radicalización del liberalismo, los carlistas trataron de captar a la opinión pública contraria a estos cambios. En la segunda mitad del año se produjeron algunos altercados de orden público, con gritos a favor de Carlos VI y contra la reina y el presidente Espartero.
Al año siguiente, comenzaron una serie de contactos y negociaciones entre el conde de Montemolín y el rey consorte Francisco de Asís, con conocimiento y aprobación de la reina Isabel II, a iniciativa del segundo, con el fin de lograr una reconciliación dinástica. La muerte de Carlos María Isidro en Trieste ese año vino a reforzar estas negociaciones. Sin embargo, los acuerdos familiares fracasaron. Al mismo tiempo, los carlistas no abandonaron la vía insurreccional, preparando un alzamiento armado para proclamar a Carlos VI como rey de España. En mayo de 1855 se echaron al monte las primeras partidas en Aragón. En Cataluña, la movilización alcanzó un cierto desarrollo, aunque sin llegar a repetirse las dimensiones de las guerras pasadas. A finales de año quedaban ya bien pocas esperanzas en un combate. La precariedad, falta de medios y apoyo diplomático resultaron muy evidentes.
A finales de marzo de 1860, el conde de Montemolín junto a su hermano, el infante don Fernando, y algunos fieles, embarcaron en Marsella rumbo a Palma de Mallorca. Una vez allí, se incorporaron a la expedición que capitaneaba Ortega, integrada por una pequeña flotilla y unos cuatro mil hombres, entre soldados y oficiales, desconocedores en su mayoría del objetivo real de la expedición. En la madrugada del primero de abril partieron a la península, desembarcando al día siguiente en San Carlos de la Rápita, en la provincia de Tarragona. Pero el día 2, al sospechar la finalidad de la misión, las tropas se insubordinaron, obligando a Ortega, a los dos infantes y sus fieles a huir. A los pocos días, todos fueron capturados; Ortega fue fusilado y Carlos VI tuvo que redactar y firmar una carta de renuncia a sus supuestos derechos al trono, así como su hermano Fernando, además de una solicitud a la reina para salir de España y de gracia para sus compañeros de conspiración. Los indultos, acompañados de una orden de expulsión de los infantes, llegaron pocos días después. La muerte en enero de 1861, con pocos días de diferencia, de Carlos VI, su esposa y su hermano Fernando sin descendencia directa, acabaron con esta situación de crisis y desprestigio. Todo parecía indicar que el carlismo había muerto, sin embargo resurgiría de sus cenizas en 1868 y no sería la última vez.
Antonio Manuel Moral Roncal
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea por la UAM.