Los verdaderos artífices del Paseo de la Castellana en 1833
- Escrito por Adoración González Pérez
- Publicado en Historalia
La ciudad de Madrid habría de vivir una transformación profunda en el siglo XIX, determinada por factores de tipo demográfico, social y económico, para intentar la situarse en el camino de la urbanización moderna que se estaba produciendo en las capitales europeas y americanas más pobladas de este tiempo. En uno de los recintos naturales que existían fuera del primitivo cercado de la Villa de Madrid, el actual Paseo de la Castellana, tuvo lugar un largo proceso de urbanización y adaptación del espacio para crear un eje o prolongación de la vieja vaguada que acogió la formación de los espacios históricos del Salón del Prado y Paseo de Recoletos.
La Castellana se convertiría en la vía principal de la futura estructura urbana de la capital. Con el objeto de adecuar esta zona natural a las necesidades del aumento de población, solo la zona norte de la ciudad podía asumir el reto hacia esa modernidad, puesto que la parte sur estaba ya ocupada por las propiedades de los estamentos nobiliarios y eclesiásticos, quedando como zona residencial. Hacer ensanchar la ciudad en dirección oeste era más complicado por la propia topografía de la villa, mientras que en sentido este, quedaba el entorno ocupado por el Buen Retiro. Sobre esta base vendría el planteamiento urbano nuevo del siglo XIX. Pero la sociedad madrileña de ese siglo soportó situaciones políticas, sociales y económicas difíciles, como ocurrió en el conjunto de la nación, que influyeron en este desarrollo. Hubo diferencias notables entre la zona central o histórica y la periferia, modificaciones sobrevenidas por las sucesivas desamortizaciones, para atender a una población en importante aumento entre los años 1820 y 1850, en que llegó a alcanzar la cifra de 220.000 habitantes, hecho que repercutiría en el uso del suelo público y en las rentas urbanas.
Es cierto que la presencia del ejército francés en los primeros años del siglo había aportado ya cambios importantes en la configuración de los antiguos caminos, que, al menos mejoraron su valor como puntos de comunicación con el exterior. Como ejemplo, la construcción de la nueva carretera de Francia, hacia 1802. Sin embargo, para la Castellana, los cambios vinieron con más lentitud. Un dato importante fue que, hacia 1833, al finalizar el paréntesis del Trienio Liberal, el gobierno solicito al Ayuntamiento un plan de creación de empleo con el que cubrir, al menos de momento, los conflictos sociales que se vivían en esos años por la falta de trabajo para los más desfavorecidos.
Las arcas municipales no podían asumir en ese momento costes extraordinarios pero uno de sus alcaldes, Domingo María de Barrafón (1789 - 1852), personaje ilustre que alcanzó cargo en el Consejo Real de Fernando VII, demostró siempre su lealtad al absolutismo por lo que consiguió la intendencia de Aragón y el corregimiento de capa y espada de Zaragoza, otros cargos más en la capital del Reino hasta llegar a ser nombrado Senador Vitalicio desde 1849 por la reina Isabel II. Teniendo la alcaldía de la ciudad solicitó al Arquitecto Mayor de la Villa, Francisco Javier Mariátegui que hiciera un estudio amplio sobre obras de ampliación de la ciudad, asumibles para el municipio. Dentro de su informe se encontraban varias propuestas, entre ellas la creación del paseo que iría desde la Puerta de Fuencarral a la Fuente Castellana.
La idea completaba dos objetivos, por un lado atender al acomodo de una población menos pudiente que, además, dispondría de espacios verdes para su recreamiento, y el ennoblecimiento de la ciudad que, en consecuencia, era un halago más a su soberano y le destacaba por su munificencia. Entre sus “virtudes” por así decirlo, este monarca que impulsó la redacción del Reglamento para los plantíos anuales y repoblación del arbolado de esta muy heroica Villa, se declaraba como gran protector de la capital y sus habitantes, acorde al ideario absolutista que distaba mucho del verdadero cuidado de sus moradores, si entre ellos había elementos liberales y subversivos. En adelante, sería la Reina Gobernadora la que asumía las funciones y por lo mismo la buena imagen. Las circunstancias económicas de esos años demostraron que, en gran parte de su espacio, esta zona y otras fueron reclamadas por la burguesía incipiente del siglo.
En principio, el proyecto no exigía demasiado gasto de material, habría que explanar los terrenos, y en un cálculo de dos meses y medio, la obra se vería finalizada. El cómputo comprendía una mano de obra de 607 trabajadores, incluyendo técnicos, sobrestantes, aparejadores, en un coste de 258.028 reales en jornales y herramientas. Por Real Orden de 1833 se dictó la ejecución de estas obras, mientras que los fondos económicos, a propuesta del Ayuntamiento, se obtendrían del sobrante del arbitrio que se destinaba a la traída de aguas. Dificultades hubo y habría en adelante, pues los recursos que podrían haber constituido un fondo de dinero tampoco significaron demasiado por lo cual el Municipio recurrió a la subida de impuestos sobre otros productos de base, como el vino, aguardiente o licores, para poder sufragar los gastos de las obras. Respecto a la contratación de personal trabajador, la realidad difería bastante. A los pocos días de comenzar desmontes y allanamiento surgió la necesidad de ampliar la mano de obra, hasta un número de 807, resultando aún insuficiente para abarcar su realización. Los jornaleros acudían solicitando empleo y el ayuntamiento procuró cubrir la demanda con mano de obra del lugar, llegando a adoptar medidas excluyentes para trabajadores de otros lugares. Sin embargo, esto era como andar contra corriente. El contingente de población trabajadora con tradición artesana y comercial de Madrid, se había ido nutriendo de población meseteña, atraída por el comercio o por la urgencia de sobrevivir, así que los perfiles de ocupación ya estaban fijados marcando diferencias entre sur y norte de la ciudad. No tenía mucho sentido esta medida pues las generaciones de trabajadores que fueron surgiendo no lo serían, por tanto, resultado de su raíz tanto como de su proceso migratorio interior.
En cualquier caso la necesidad de esa mano de obra para las tareas públicas como esta de Castellana se cubría por parte del Ayuntamiento al contratar a jornaleros en momentos puntuales, al tratarse de un contingente que provenía de las tareas agrícolas, y que se empleaba temporalmente, al terminar el tiempo de las recolecciones, y que llegaban en masa a la ciudad para poder contribuir por unos meses con algún salario. El paro entre este sector de población ya era un hecho llamativo y estos proyectos no solucionaban una situación lamentable que el escaso nivel de industrialización de la ciudad podía resolver en esos años, abriendo otra herida social como fue la mendicidad y la pobreza. En conclusión, en 1833, solo 307 jornaleros fueron destinados a las obras del Paseo de la Castellana; el resto se distribuyó en otras obras paralelas, y la imagen de la ciudad no se vería perjudicada por la imposición de esa Real Orden que prohibía la permanencia de personas sin empleo. Una fórmula que mostraba la verdadera cara del régimen. Nos hemos apoyado en datos publicados por la Revista Alfoz, de la Universidad Complutense, (1986) Vol. 1 que describe Madrid en la sociedad del siglo XIX, y en el estudio de Muñoz de Pablo, M. J. (2011), Los orígenes del trazado del Paseo de la Castellana, en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, LI, entre otros.
Adoración González Pérez
Licenciada en Geografía e Historia por la Universidad Autónoma de Madrid (1979). Escribió su Memoria de Licenciatura sobre EL Real Sitio de Aranjuez en el siglo XVIII.
Doctorada en Historia del Arte por Universidad Autónoma de Madrid (1991), Tesis titulada: El urbanismo de los Reales Sitios en el siglo XVIII.
Profesora de Educación Secundaria, en varios centros de la Comunidad de Madrid, ahora ya no en activo.
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