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Las Cortes de Cádiz ante la cuestión religiosa


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Los liberales de 1812 asumieron como misión prioritaria la organización un nueva relación Iglesia y la España que estaban diseñando. Así, la Iglesia debía abstenerse de ejercer funciones administrativas y judiciales temporales y debía transformar profundamente sus estructuras económicas, convirtiéndose en una institución liberada de intereses materiales. Su misión debía circunscribirse a la actividad pastoral y su organización debía quedar estructurada en torno a dos centros: los obispos y los curas párrocos, para todo lo relativo al cumplimiento de su misión salvadora, y el Estado en todo lo concerniente a las cuestiones materiales.

En la elaboración de la Constitución por las Cortes de Cádiz (1810-1814) intervino no sólo un grupo liberal sino también la minoría ilustrada, a la que no se debe confundir con los partidarios de las ideas revolucionarias francesas, que, con el apoyo de sacerdotes jansenistas, triunfó sobre los realistas. Se ha argumentado con pruebas innegables que dicho sector del clero no representaba numéricamente sino una porción muy reducida de su estamento, lo cual es irrefutable, pero también resultó evidente que los diputados eclesiásticos liberales mostraron una mayor sintonía que sus adversarios con la corrientes prevalentes del momento, y que los cuadros intelectuales de aquella hora ampararon con delirio sus trabajos.

Los diputados, si bien no se atrevieron a llegar a defender una especie de Constitución Civil del Clero -como la francesa de 1790-, tomaron como marco de referencia la política religiosa regalista de Godoy. En vista de las dificultades financieras del bando patriota en la guerra contra Napoleón, no se atrevieron los obispos a protestar contra las medidas de orden económico que tomaron las Cortes, como la percepción de ciertos diezmos y la apropiación de ciertos bienes de la Iglesia por el Gobierno, o la resolución de suprimir unos mil conventos con escaso personal. Si bien la ocupación de parte del territorio por los franceses imposibilitó una acción colectiva, muchos obispos protestaron contra la implantación de la libertad de prensa y contra la famosa declaración de que el tribunal de la Inquisición era incompatible con los principios liberales de la nueva Constitución.

El artículo 12 de la Constitución de Cádiz proclamó la religión católica como la oficial del Estado, al tiempo que prohibía cualquier otra religión en los territorios peninsulares, insulares y ultramarinos. Esta defensa, al tiempo que no fue del agrado de la Iglesia pese a que resultó contraria a lo defendido en el Concordato francés de 1801, no obvió que lo legislado en materia eclesiástica creara auténticas tensiones y finalmente rupturas. Por otra parte, la mayor parte de los sacerdotes negaron la capacidad reformadora que pudieran tener las Cortes. El posicionamiento del clero en la guerra frente al invasor explicaba las medidas anticlericales de Napoleón, pero el clero no comprendió el significado que podía tener la postura de las Cortes frente al estamento eclesiástico, tan distinta a la adoptada respecto a la nobleza que apenas perdía poder con el cambio de régimen.

Si bien el reformismo revisionista ganó adeptos entre los diputados, los liberales erraron al realizarse la reforma a espaldas del Papa, siguiendo el ejemplo del regalismo borbónico, y con graves y gratuitos desplantes anticlericales.

Finalmente, la Iglesia se vio afectada por la reforma legislativa de las Cortes de Cádiz: duras medidas sobre sus propiedades y privilegios, la no provisión de sus vacantes, la abolición del voto de Santiago, la incautación de rentas eclesiásticas al tiempo de la secularización de los bienes de las órdenes religiosas. En este sentido, y aprovechando la circunstancia de que los franceses habían suprimido la mayoría de los conventos y adjudicado sus bienes a la Corona, las Cortes también decretaron la expropiación de los conventos desaparecidos y otras medidas contra esa forma de vida monástica. Con esta serie de medidas, no sólo se profundizó en la separación entre Estado liberal e Iglesia, sino que se llegó a la ruptura diplomática y la toma de posturas antiliberales de una importante parte del clero.

Si bien una parte del episcopado se mostró menos hostil a las exigencias de independencia respecto a la Santa Sede formuladas por la autoridad civil, resulta necesario recordar que su posición estuvo fuertemente condicionada por el secuestro del Papa en Francia y, en ningún caso, tomaron una postura cismática. Simplemente, ante el temor de que Pío VII cediera ante Napoleón y se convirtiera en su capellán, muchos prelados pensaron que resultaba adecuado cierto distanciamiento de su autoridad. Por las mismas razones, las Cortes afirmaron que su rey era Fernando VII, no reconociendo los derechos de otros miembros secuestrados de la Familia Real al trono para evitar que Bonaparte los utilizara como peones de su juego político.

La salida del nuncio y la elección de una nueva Regencia más permeable a los deseos de las Cortes hizo creer a los partidarios de una Iglesia Nacional que había llegado el momento de hacer realidad sus viejos sueños. A mediados de marzo de 1813, se supo en Cádiz, a través de la prensa británica, que Napoleón y el papa Pío VII había firmado un nuevo Concordato, reverdeciendo así el ya lejano de 1801. El acuerdo, que había sido una enajenación forzada de la que el Papa se retractaría dos meses después, aunque esto no se supo, fue publicado por el Emperador en todos sus territorios con la mayor solemnidad. En Cádiz, la noticia de una supuesta amistad entre Emperador y Papa se recibió con honda inquietud, de tal manera que algunos vieron inminente un cisma dentro de la Iglesia española que, sin embargo, no se produjo.

Finalmente, los resultados prácticos de las Cortes gaditanas en materia religiosa fueron escasos en la práctica, sobre todo tras la restauración del Antiguo Régimen en 1814. Tan sólo consiguieron algún éxito en el plano exclusivo de las ideas, pues a partir de ese momento un sector de la sociedad española quedó convencido de la necesidad de reformar la Iglesia y de la imposibilidad de mantener el concepto unívoco defendido por la jerarquía eclesiástica.

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea por la UAM.