Heráclito, un faro en la posmodernidad
- Escrito por Francisco Martínez Hoyos
- Publicado en Cultura
Vivimos malos tiempos para la idea de realidad. Y no solo porque proliferen todo tipo de fakes news con no sé sabe que intereses ocultos. Si bien la vieja objetividad era en sueño imposible, ahora se ha caído en el extremo contrario: somos nosotros los que creamos nuestro propio mundo, no hay nada que exista con plena independencia de nuestro yo. Hemos interiorizado tanto esta forma de ver las cosas que la lectura de Heráclito (c 576 a.C.-c 480 a.C.), el viejo filósofo griego, no puede menos que resultar provocativa. De su pensamiento no nos queda, por desgracia, gran cosa. Solo una colección de textos que acostumbran a interpretarse como fragmentos de un todo perdido. Es posible, no obstante, que su autor eligiera deliberadamente un formato breve para expresar su pensamiento. Nos lo explica Jean François Billeter, en Héraclite, le sujet (Éditions Allia, 2022), una pequeña joya en la que el prestigioso historiador suizo percibe una línea filosófica donde los demás solo ven ideas más o menos inconexas.
El maestro de Éfeso distinguía entre dos clases de personas, los despiertos y los dormidos. Influidos tal vez por un elitismo de raíz ilustrada, podemos suponer que los primeros son los cultos, aquellos que, a través de los estudios, acceden a una forma superior de conocimiento, y los segundos lo que viven sumidos en el fango de la ignorancia. Pero Heráclito no dice eso. Su criterio para distinguir a los borregos de los que no lo son lo son se basa en la manera de mirar de unos y otros.
Los despiertos perciben una realidad, los dormidos giran alrededor de los mundos surgidos de su propio delirio. ¿No es esto último lo que, a lo largo de los siglos, han acostumbrado a hacer tantos intelectuales? En lugar de razonar, caen en el sofisma. Su soberbia les lleva a creer que, por su destreza con los conceptos, pueden demostrar cualquier cosa. De esta forma, su continuo dar vueltas alrededor de las abstracciones les lleva a separarse de lo real. Imponen a la realidad sus conceptos y establecen así un orden ficticio sobre una realidad en la que manda el azar. Son ellos, por tanto, los que de verdad duermen aunque sea imaginen muy espabilados.
Lo dormidos, para Heráclito, no por estarlo dejan de ser cómplices de lo que sucede en el mundo. Justo eso es lo que observamos en nuestro pasado, al comprobar que tantos hombres de letras, tantas inteligencias brillantes, han apoyado toda suerte de dictaduras, sean de derechas o de izquierdas. “Un hombre cobarde se deja deslumbrar por cualquier discurso”, aseguraba nuestro filósofo. La historia de las ideas, con sus modas inconsistentes, con ese enjambre de autores ansiosos por colocar su producto en el mercado, certifica de sobras que este pesimismo no va desencaminado. Y es que el conocimiento, al contrario de lo que mucha gente piensa, no es ningún seguro contra error porque no es lo mismo que la sabiduría. Nuestro filósofo lo supo ver con lucidez cuando dijo que los otros filósofos vivían en su propia inconsciencia. Saber muchas cosas no les convertía, por fuerza, en seres medianamente despejados.
En cambio, los humildes, sea pastores de cabras o pintores de brocha gorda, carecen de lo que comúnmente denominamos “cultura”. Eso no significa, por supuesto, que estén desprovistos de inteligencia o de sentido común, contra lo que a veces presuponen ciertos izquierdistas estúpidos. Precisamente porque sus cabezas están bien amuebladas, su comprensión de los verdaderamente sustancial resulta más vigorosa y precisa. No se pierden en detalles que no vienen a cuento, ni dejan engañar cuando les pretenden convencer de que no existe lo que existe o viceversa. Son, de hecho, los auténticos despiertos. Y no necesitan, por eso mismo, que ningún filósofo renano les enseñe a ser “conscientes” de una realidad que es la suya desde que nacieron. Nada de esto significa que los estudios no sirvan, pero sí que no hay que confundir la cultura con una forma de hechicería a la que exigimos resultados que no puede dar.
Aseguraba también Heráclito que la realidad, la mayoría de las veces, permanece oculta. Tenía, de nuevo, razón. Los historiadores, con demasiada frecuencia, prestan una atención desmesurada a grupitos muy reducidos que poseen la virtud, o el vicio, de producir papeles en cantidades industriales. A los herederos de Heródoto, ya se sabe, el papel les chifla. Pero, en el camino, pierden de vista a las masas, a esas “mayorías invisibles” de las que habla la historiadora Mercedes Vilanova. Sus gentes tienen una escolarización deficiente, o son analfabetos. Su falta de habilidad con el lenguaje de las élites universitarias los condena así a quedar fuera del relato que otros construyen en su nombre. Los letrados, precisamente porque saben como servirse de las palabras, tienden a olvidar que éstas designan la realidad pero no son la realidad misma.
Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos (Barcelona, 1972) se doctoró con una tesis sobre JOC (Juventud Obrera Cristiana). Volvió a profundizar en la historia de los cristianos progresistas en otros estudios, como su biografía de Alfonso Carlos Comín (Rubeo, 2009) o la obra de síntesis La Iglesia rebelde (Punto de Vista, 2013). Por otra parte, se ha interesado profundamente en el pasado americano, con Francisco de Miranda (Arpegio, 2012), La revolución mexicana (Nowtilus, 2015), Kennedy (Sílex, 2017), El indigenismo (Cátedra, 2018), Las Libertadoras (Crítica, 2019) o Che Guevara (Renacimiento, 2020). Antiguo director de la revista académica Historia, Antropología y Fuentes Orales, colabora en medios como Historia y Vida, Diario16, El Ciervo o Claves de Razón Práctica, entre otros.
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