La espada de las Amazonas
- Escrito por Francisco Martínez Hoyos
- Publicado en Cultura
Sin duda, la multiplicación de mujeres escritores en una de las señales de la modernización de América Latina. Durante la época virreinal fueron apenas casos aislados, como el de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. A partir del siglo XIX, en cambio, su presencia se extiende por las diversas repúblicas surgidas del antiguo imperio español. El nuevo modelo de literata es el de una mujer emancipada que estudia, da a la imprenta sus libros y colabora en periódicos al igual que los hombres. Es necesario, como diría Virginia Woolf, contar con un “cuarto propio”. Aunque otra escritora, la mexicana Elena Poniatowska, pensaba que este era un tópico demasiado manido: “Cuando uno quiere escribir lo puede hacer incluso sobre la bolsa del pan”.
Una autora peruana del XIX, Manuela Villarán de Plasencia, es un buen ejemplo de la dificultad que supone entregarse a una tarea intelectual en medio de interminables obligaciones domésticas, las propias de una familia con once hijos. Ella misma le dijo a su colega Mercedes Cabello de Carbonera que se dedicaba a escribir en medio de la constante barahúnda de su prole: “Si usted me viera escribir, amiga mía, le daría pena: escribo rodeada de cuatro o seis chicos, que el uno me quita la pluma, otro se lleva el borrador”.
El camino hacia una mayor igualdad de género no obsta, sin embargo, para que subsistan temas “femeninos”, como los relativos al hogar. A los hombres, en cambio, se les permite hablar con verdadera libertad de las cuestiones que de verdad tienen peso, como la política. Porque la racionalidad se les presupone. A las mujeres, por el contrario, se les atribuye un carácter en exceso emocional. Unas criaturas frívolas por naturaleza no estarían capacitadas para opinar sobre lo que de verdad importa. Todo cambio suscita resistencias. Y la entrada de la mujer en el terreno intelectual no fue una excepción. Hombres no necesariamente reaccionarios, como Ricardo Palma, se sienten molestos ante lo que perciben como un indebido proceso de masculinización. Porque, para ellos, el espacio apropiado para la mujer es el doméstico. Una mujer auténtica ha de ser coqueta, no colocarse “el peto y la espada de las amazonas”, para adquirir de esta forma una apariencia innecesariamente viril. Para ellas, escribir sería algo tan fuera de lugar como manejar un cañón. Se da por supuesto que la dedicación a una tarea intelectual ha de ser, por fuerza, en detrimento de los quehaceres domésticos. Curiosamente, hasta un Manuel González Prada, defensor de los derechos femeninos, se sentía incómodo cuando recibía la visita de las “señoritas literatas”. Según el testimonio de su viuda, Adriana, las miraba de reojo mientras dudaba acerca de sus verdaderas intenciones.
No hay que imaginar, sin embargo, que las reticencias a la profesionalización de la mujer como escritora fueran siempre de origen masculino. Porque no todas las literatas decimonónicas, ni mucho menos, cuestionan la ideología que imponía a las mujeres ejercer como ángeles del hogar. Para una Teresa González de Fanning, descuidar las tareas del hogar por la escritura constituía un motivo de crítica legítimo. Desde esta perspectiva, la literatura no pasaría de una sana distracción. Carolina Freyre de Jaimes compartía este punto de vista, con su insistencia en que las prioridades femeninas debían ser el esposo y los hijos. Para ella, reclamar el acceso a los oficios liberales no constituía sino un tremendo despropósito. Curiosamente, aunque ella escribió dos novelas, encontraba fastidioso el arquetipo de la mujer literata, sinónimo a su juicio de incansable pedantería.
No parece correcto, por tanto, presuponer que la literatura femenina constituya, per se, una instancia de cuestionamiento del orden vigente, como ha a menudo sugiere la historiografía feminista. Las mujeres escritoras, por el contrario, participan de los valores propios de su medio social y, como sus compañeros masculinos, pueden legitimar el status quo o contribuir a subvertirlo. ¿Artífices de propuestas desestabilizantes? Cuesta creerlo cuando leemos a Juana Manuela Gorriti y comprobamos que denomina “salvajes” a los indios de la Pampa, a los que presenta como ladrones y asesinos. No por ser mujer deja de ser partícipe de los prejuicios de la época hacia los diferentes.
En algunas de estas escritoras destaca el valor para abrir caminos nuevos, pero no podemos separar su condición de mujeres de su pertenencia a una burguesía más o menos acomodada. Su defensa de los derechos femeninos parece tibia, vista con criterios del siglo XXI, y aún más su postura ante problemas sociales como la discriminación de los indígenas. En ningún momento cuestionan la estructura capitalista de la sociedad como hizo, por ejemplo, Flora Tristán. Todo lo más, se posicionan a favor de un sistema republicano entendido en términos liberales. En su momento y en su lugar, tampoco era poca cosa.
Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos (Barcelona, 1972) se doctoró con una tesis sobre JOC (Juventud Obrera Cristiana). Volvió a profundizar en la historia de los cristianos progresistas en otros estudios, como su biografía de Alfonso Carlos Comín (Rubeo, 2009) o la obra de síntesis La Iglesia rebelde (Punto de Vista, 2013). Por otra parte, se ha interesado profundamente en el pasado americano, con Francisco de Miranda (Arpegio, 2012), La revolución mexicana (Nowtilus, 2015), Kennedy (Sílex, 2017), El indigenismo (Cátedra, 2018), Las Libertadoras (Crítica, 2019) o Che Guevara (Renacimiento, 2020). Antiguo director de la revista académica Historia, Antropología y Fuentes Orales, colabora en medios como Historia y Vida, Diario16, El Ciervo o Claves de Razón Práctica, entre otros.
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