Capitán Richard F. Burton. En la corte del Agha Khan. I
- Escrito por Emilio Alonso Sarmiento
- Publicado en Historalia
El agha khan había establecido su vastísimo campamento, en los alrededores de las chozas de adobe de Ghara y, el ordenado campamento británico. La convocatoria a oración que entonaba el almuédano, cinco veces al día, los chillidos de las mujeres y de los esclavos apaleados, los balidos de las ovejas camino del matadero, el clangor (sonido de las trompetas o clarines) de los mensajeros, que acudían presurosos a la tienda del príncipe imam (agha khan), la llegada de las caravanas y de los agentes secretos, de los altos mandos y las bailarinas. Toda aquella barahúnda, no podía sino encandilar a Richard F. Burton, por grande que fuera el profundo desagrado, que poco a poco iba a inspirarle el príncipe, un hombre de robusta complexión, con un rostro picado de viruela, cruel, de talante engreído y, una vanidad insaciable. De joven, el agha khan se había sentido atraído por el sufismo y, había llegado a creer, que era el más enaltecido de los seres, el “insan-i-kamil”, u “hombre primordial de cualidades espirituales, plenamente realizadas”.
Entre las personas para las cuales lo exótico, era moneda corriente, tanto en la vida como en la religión, los ismaelíes arrostraban una larga y dramática historia, que se remontaba a las tumultuosas décadas, que siguieron a la muerte de Mahoma, acaecida en el año 623 de nuestra era, toda vez que sus cabecillas, eran descendientes, por línea directa, de Ali ibn Abu Talib, primo y yerno del profeta, así como cuarto califa o sucesor. Ali era un prosélito, que valía tanto como mil sables. Burton lo tenía por uno de los califas, más entregados al estudio y la contemplación. “Escribió poesía, redactó y recopiló proverbios y, según algunas opiniones, mejoró el silabario de la lengua árabe, mediante la invocación, de los puntos vocálicos” escribió Burton.
Cuando Ali fue elegido califa, a despecho de las discrepancias y disensiones, que suscitó su designación, sus partidarios, los shiíes (que podría traducirse, aproximadamente, por “partisanos”) tuvieron que hacer frente a la oposición cerrada del grupo más ortodoxo, los sunníes (Seguidores de la Senda). Estalló una guerra civil y, el islam, hasta entonces compacto, quedó irrevocablemente astillado. Sin embargo, ni el punto de confluencia, que significaba la Casa de Ali, mantuvo aglutinados a los shiíes, que se escindieron en innumerables sectas. El cisma de Ali se endureció y, adquirió un carácter ultramundano, con el desarrollo de la doctrina del Divino imam, un jefe espiritual, investido de un carácter y unos atributos sobrenaturales. Los más pobres y desfavorecidos, sobre todo de etnias no árabes y, muy en especial los persas, abrazaron ciegamente la convicción, de que un descendiente de Ali, sería su guía y su faro en todo momento, en cualquier época. Las sectas shiíes no tardaron en equiparar a sus imanes, a Dios mismo. Los imanes compartían con la divinidad, sus atributos y poderes. Eran, en consecuencia, la prueba viviente de Ali.
En tiempos del séptimo imam, tuvo lugar una nueva escisión. El grupo mayoritario, creyó que el imam Isma’il, había pasado a la “ghayba”, u ocultación, desapareciendo de este mundo, para aguardar la venida del Mahdi, el “Esperado”. A pesar de su ausencia en “ghayba”, el séptimo imam vivía espiritualmente, en todos y cada uno de sus sucesores y, estaba, desde luego, muy presente, en el agha khan Mahallati. Los shiíes que no se convirtieron a la doctrina del Séptimo (también los hay creyentes en el Quinto) continuaron su propia línea hasta el Duodécimo y, son, en consecuencia, conocidos como “del Duodécimo”. Entre todas estas sectas, siempre ha existido una acre rivalidad.
Pues eso.
(Continuará.)
Emilio Alonso Sarmiento
Nacido en 1942 en Palma. Licenciado en Historia. Aficionado a la Filosofía y a la Física cuántica. Político, socialista y montañero.