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El sendero luminoso de Abimael Guzman


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El pasado 11 de septiembre murió Abimael Guzmán, el que fuera líder del movimiento terrorista Sendero Luminoso. Durante largos años, su organización mantuvo una guerra despiadada contra el estado peruano.

En diciembre de 1980, los ciudadanos limeños se encontraron con una advertencia tan inesperada como cruel. Aparecieron colgados de postes perros con carteles denigratorios, como el que llevaba el nombre del dirigente chino Deng Xiaoping. Seguramente, la mayoría de la gente no comprendió el motivo del insulto al político oriental, pero, en el imaginario de la organización armada Sendero Luminoso, tenía mucha importancia la distinción entre los revisionistas, es decir, los falsos comunistas, y los comunistas verdaderos.

Lo del líder senderista, Abimael Guzmán (1934-2021), se parecía mucho a un delirio de grandeza. Pretendía ser la cuarta espada del comunismo internacional, después de Marx, Lenin y Mao, con los que venía a equipararse. Su ideología, extremadamente simplista, se basaba en el denominado “pensamiento Gonzalo”, inspirado en las teorías que desarrolló en los casi cuarenta volúmenes, con letra apretada, de sus obras completas. Como marxista, decía defender una postura científica. Como líder al que le atribuía el don de la infabilidad, era un personaje de un dogmatismo especialmente duro, poco apropiado para las relaciones humanas porque su gran obsesión era la política, puesta por encima de todas las cosas. En cierta ocasión, incluso presumió de no tener amigos sino camaradas, de los que dijo sentirse orgulloso.

La organización funcionaba como una especie de secta fundamentalista, en la que el compromiso político se vivía de una manera religiosa. Por tanto, cualquier disidente se convertía en un hereje o, por decirlo en la terminología de los senderistas, en un individualista burgués. Este término, “burgués”, se empleaba en un sentido tan amplio que hasta se aplicaba a la revolución de Cuba. Abimael Guzmán quería ser tan de izquierdas que incluso el Che Guevara le parecía un moderado, un tipo despreciable. Desde el punto de vista de Sendero Luminoso, su propuesta comunista no era obsoleta. Lo que era obsoleto era un sistema supuestamente democrático que se había demostrado inservible para sacar a las masas de la miseria. En esto, todo hay que decirlo, había algo de verdad. En un país donde el Estado había fracaso como dispensador de servicios entre la ciudadanía, mucha gente apoyaba a los terroristas porque fundaban escuelas en sus territorios e imponían una moral estricta, con prohibición de holgazanear, robar o emborracharse. Mientras tanto, en las fuerzas del ejército encargadas de la contrainsurgencia, reinaba la corrupción y la brutalidad más escandalosa.

La desesperación empujó a muchos a tomar las armas. Un antiguo guerrillero señaló que, cuando él se lanzó a la lucha, en los sesenta, esa opción implicaba arriesgarse a perder muchas cosas: estudios, trabajo, familia. En los ochenta, en cambio, los jóvenes de Sendero Luminoso no tenían nada que perder. Muchos procedían de la emigración. Llegaban de las zonas rurales, donde se vivía una miseria mucho peor que la pobreza de los entornos urbanos, por dura que ésta fuera.

En una Lima en pleno crecimiento descontrolado, las oportunidades para la proletarización son pocas. No hay una industria que pueda absorber el excedente de población procedente del resto del país. En consecuencia, el obrero deja paso al parado o al trabajador informal, que vive en precario de manera ambulante. La realidad desmiente la idea de que el estudio y el trabajo duro conducen al ascenso social. Lo que hay no es progreso, sino racismo hacia los indígenas convertidos en emigrantes.

En un principio, la guerra contra el terrorismo era algo relativamente lejano para los limeños porque tenía como escenario, básicamente, las zonas andinas. La capital sufría el asalto de los terroristas en forma de atentados contra las instalaciones eléctricas, que dejaban la ciudad a oscuras. Los apagones se volvieron una presencia cotidiana, por lo que era necesario que los ciudadanos tuvieran velas en sus domicilios. Algunos se repetían con carácter fijo, como los del día de Navidad, el de Año Nuevo o el de fechas señaladas para los senderistas, como el día del Ejército Guerrillero Popular. Se llegó así a una situación que lo único puntual en la capital del Rímac “eran los apagones de medianoche”.

El gobierno peruano, en una fase inicial, minusvaloró claramente la amenaza de la guerrilla, como si se tratara de un simple problema de orden público. Pero, a partir de 1982, quedó claro que esta política resultaba profundamente errónea. Ese año, Sendero rescató de la cárcel de Huamanga, en Ayacucho, a más de trescientos presos. A partir de aquí, algunas zonas del país escaparon al control del Estado. La policía no veía más opción que darse a la fuga, mientras los terroristas imponían en sus feudos una moral rigorista y una justicia sumaria que denominaban “popular”. Se pretendía obligar a los campesinos a vivir al nivel de la subsistencia de forma que no pudieran enviar sus excedentes a los núcleos urbanos, a los que se pretendía rendir por desabastecimiento.

Las fuerzas del orden respondieron con la guerra sucia, en forma de matanzas indiscriminadas y represión incluso contra manifestaciones de protesta legales. El historiador Mark Thurner recuerda que, cuando él investigaba en la Biblioteca Nacional, el gas lacrimógeno, lanzado contra la multitud que atestaba la calle, se colaba en la sala de lectura.

El 19 de junio de 1986, los senderistas de las cárceles limeñas de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara protagonizaron una revuelta que se saldó con espantosas masacres: más de doscientos cincuenta muertos en total. La carnicería echó por tierra cualquier intento de combatir la barbarie desde el respeto a los derechos humanos, en cumplimiento de la promesa del presidente Alan García. Las fuerzas armadas respondieron al terror con la represión indiscriminada. Aparecieron escuadrones, tolerados por el gobierno, dedicados a practicar la guerra sucia en forma de asesinatos.

A partir de 1989, el ataque de Sendero contra Lima se hizo más frontal, como puso de manifiesto una sucesión de atentados con coches bomba. La organización había conseguido extender sus redes de captación en los suburbios de la capital, en zonas como San Juan de Lurigancho, Ate-Vitarte o El Agustino. De esta forma, la ciudad de los blancos empezó a sentirse cada vez más asediada por los revolucionarios, capaces de ampliar su base social entre la marginación urbana, haciendo prosélitos entre los emigrantes mestizos desempleados.

El terrorismo de la guerrilla se distinguía por un ensañamiento dirigido a derribar al gobierno capitalista: ahorcamientos, castraciones, destripamientos… El odio debía convertirse en una pasión política encaminada a la victoria de la revolución. Pero, en la práctica, los terroristas masacraron a los mismos campesinos que decían defender, cogidos entre el doble fuego de los insurgentes y los militares. En términos humanos, el resultado fue espantoso. Desde la Sierra, miles de personas huyeron de la violencia para terminar, desarraigados, en los suburbios de Lima.

Se ha dicho que los senderistas llegaron a colocar al Estado contra las cuerdas, que nada parecía seguro y que llegó a temerse la caída de la capital, por más que la vida cotidiana prosiguiera con la ficción de que todo seguía como de costumbre. En realidad, los terroristas no eran tan poderosos. Constituían una amenaza notable, pero no hasta el punto de poner en peligro la supervivencia misma del Estado. Pero, por las noches, el toque de queda constituía un recordatorio de la anormalidad de la situación. Las reacciones, obviamente, eran diversas. Si los adultos cumplían los horarios impuestos, los más jóvenes aprovechaban para quedarse fuera de cosa toda la noche. Mientras tanto, como suele suceder en contextos bélicos, se extendía la necesidad de imperiosa de aprovechar la vida con intensidad ante la incertidumbre del futuro.

En paralelo a la amenaza senderista, Perú vivió tiempos de caos económico. El primer mandato de Alan García fue una época de medidas radicales como la nacionalización de la banca o el control de los precios. En esos momentos, el presidente era un héroe de la izquierda a nivel internacional. Incluso se le comparaba con Salvador Allende. Por desgracia, en el interior, el país asistía a una hiperinflación increíble. En 1985, el gobierno inventó una nueva moneda, el inti, que en poco tiempo perdió casi todo su valor. Cien intis de ese año equivalían a dos en 1990. Mientras tanto, el PIB se desmoronaba.

El presidente Alberto Fujimori, junto a su tenebroso asesor, Vladimiro Montesinos, decidió acabar con Sendero por las bravas. Para ello, constituyó el comando Grupo Colina, al que encargó una tarea de aniquilación. Su primera intervención se produjo a finales de 1991 con la matanza de Barrios Altos. Los paramilitares irrumpieron en una fiesta privada, tomando a los asistentes por terroristas. Quince personas fueron asesinadas. Al año siguiente, el presidente protagonizó un autogolpe que le confirió poderes dictatoriales. Su régimen, pocos meses más tarde, se apuntó un gran tanto ante la opinión pública con la captura en Lima de Abimael Guzmán. En esos momentos, nueve de cada diez terroristas estaban ya presos. Mientras tanto, en sus filas se multiplicaban las deserciones. A partir de entonces, la insurgencia senderista se convirtió en un fenómeno residual.

Francisco Martínez Hoyos (Barcelona, 1972) se doctoró con una tesis sobre JOC (Juventud Obrera Cristiana). Volvió a profundizar en la historia de los cristianos progresistas en otros estudios, como su biografía de Alfonso Carlos Comín (Rubeo, 2009) o la obra de síntesis La Iglesia rebelde (Punto de Vista, 2013). Por otra parte, se ha interesado profundamente en el pasado americano, con Francisco de Miranda (Arpegio, 2012), La revolución mexicana (Nowtilus, 2015), Kennedy (Sílex, 2017), El indigenismo (Cátedra, 2018), Las Libertadoras (Crítica, 2019) o Che Guevara (Renacimiento, 2020). Antiguo director de la revista académica Historia, Antropología y Fuentes Orales, colabora en medios como Historia y Vida, Diario16, El Ciervo o Claves de Razón Práctica, entre otros.