2. El espacio urbano al servicio del proyecto burgués identitario y residencial
La (re)construcción del patrimonio histórico-arquitectónico de la ciudad en el marco del discurso nacionalizador de las élites burguesas no es privativo, naturalmente, de Barcelona. De hecho, en el caso de Barcelona los impulsores (y financiadores) de ese programa de actuación se limitaron a calcar los modelos foráneos, en boga en la Europa de finales del siglo XIX y principios del XX. En París, foco iluminador del urbanismo decimonónico, y por encargo personal de Napoleón III, el barón Hausmann arrasó de manera implacable el centro de la ciudad, formado hasta entonces por calles estrechas y tortuosas, herencia de la trama urbana medieval, para abrir anchos bulevares y grandes plazas donde pudiera maniobrar la caballería imperial, encargada de reprimir los movimientos revolucionarios que sacudían la ciudad, al tiempo que expulsaba a las clases trabajadoras que poblaban esos barrios hacia la periferia urbana, inaugurando así la primera gentrificación planificada de una ciudad europea.
La regeneración del centro urbano asentó de inmediato a la burguesía en las hermosas edificaciones levantadas en los grandes bulevares. Simultáneamente, los viejos palacios e iglesias fueron rehabilitados, y a menudo, reinterpretados, para añadir mediante ellos una pátina de lustre supuestamente antiguo a tanta modernidad. La misma catedral de Notre Dame estuvo a punto de ser derribada, al ser considerada una antigualla en ruinas sin mayor valor patrimonial ni cultural. Fue la famosa novela de Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, quien le devolvió la popularidad perdida. Finalmente, a mediados del siglo XIX se optó por acometer una reconstrucción del templo de tal magnitud, que en realidad terminó por alumbrar una nueva catedral, como ya vimos sucedió unos años más tarde con la catedral de Barcelona.
La burguesía de Barcelona no tardó en importar ese doble modelo parisino: reconstrucción forzada de un pasado arquitectónico medieval idealizado (y manipulado), simultaneada con la construcción de nueva planta de un gran barrio residencial, el Eixample (Ensanche), dotado con grandes avenidas, plazas y jardines, en el que fijar su residencia lejos de las estrecheces y la insalubridad de la Ciudad Vieja, que en el caso barcelonés quedaba reservada para las clases trabajadoras.
La ciudad rígidamente burguesa (identitaria, residencial y exhibicionista), ofrece desde entonces una trama urbana compleja, pero perfectamente reconocible en la geometría heredada de la asombrosa manipulación del inicial Plan Cerdà, llevada a cabo en la época por el Ayuntamiento barcelonés y las “fuerzas vivas” locales, en lo que constituye el mayor fraude urbanístico de la historia urbana de España: la transformación del proyecto original de un Eixample de Barcelona interclasista, abierto y saludable, en el que los barceloneses pudieran convivir entremezclados, en un espacio residencial nacionalizado y reservado en exclusiva a burgueses que aunaran el amor al dinero con el amor a la Patria. Solo hay que darle un vistazo al callejero de esa Nueva Barcelona burguesa que es el Eixample, trufado todo él con los nombres de las glorias y los héroes del viejo imperio medieval catalanoaragonés, para comprobarlo.
En pocos años, el espacio urbano de la ciudad fue acomodado a las necesidades y al discurso de las élites burguesas. Ya en los albores del siglo XX, y una vez absorbidos los municipios del Pla de Barcelona (Sants, Sant Andreu, Sant Martí, Gràcia, Sarrià, Horta), la fisonomía de la ciudad resultaría grosso modo reconocible para un viajero del tiempo de nuestros días que se trasladara a la época. Barcelona estaba hecha, solo faltaba encajar en ella a las oleadas de inmigrantes de la postguerra; se les instaló en los límites, en la periferia urbana, porque los viejos barrios obreros (Poble Sec, el Chino, Santa Caterina, Poble Nou…), ya estaban saturados.
Algunas actuaciones de “renacionalización” del espacio urbano barcelonés ejemplifican el proceso:
El Modernismo
El Modernismo catalán fue un estilo artístico de carácter arcaizante e idealizador, profundamente reaccionario en los valores que abanderaba y exagerado en las formas hasta el puro exhibicionismo y el derroche de medios, como correspondía a la mentalidad e ideología propias de sus impulsores y financiadores, la burguesía catalana de finales del siglo XIX y principios del XX, una élite sin pedegree, de orígenes menestrales cuando no proletarios, que se enriqueció hasta el delirio y con una rapidez inusitada gracias al tráfico de esclavos y del alcohol adulterado.
El estilo modernista nació de la pretensión de alumbrar una “reinterpretación del lenguaje gótico en el presente” (A. Cócola Gant) que dotara de pasado histórico y referencias culturales “actualizadas” a una casta de advenedizos, cuyo arquetipo podría ser Onofre Bouvila, el personaje central de la novela La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Al mismo tiempo que se edificaban catedrales neogóticas y barrios medievales ad hoc por toda Catalunya para dotar de referencias en piedra al discurso historicista de reinvención del pasado, la burguesía catalana se regaló a sí misma lujosos palacios y mansiones y toda clase de edificios para su uso contemporáneo, desde las prosaicas fábricas industriales a los más suntuosos panteones familiares, edificaciones donde conscientemente quisieron dejar su sello como clase social nueva y hegemónica.
En ese sentido, el encargo constructivo concreto que recibieron los arquitectos modernistas, empezando por Antoni Gaudí, su sumo sacerdote, transcendía la creación de edificios monumentales para disfrute de mecenas asombrosamente ricos, y yendo más allá de la pura exhibición del lujo y la creación de supuesta belleza, intentaba establecer los cánones de un nuevo “estilo nacional” catalán, que enlazando con el pasado fuera a la vez muestra evidente de la potencia económica del presente y se proyectara en continuidad hacia el futuro, como un legado que recordara a las generaciones venideras quién detentaba el poder en los años del “renacer” de Catalunya.
Lo que seguramente nunca soñaron, ni los mecenas ni sus arquitectos, es que ese legado en piedra acabaría por convertirse en el principal y codiciado activo turístico de la ciudad. De esa circunstancia trataremos en el tercer y último artículo de esta serie.
Las Cuatro Columnas de Montjuïc
Se trata de cuatro gigantescas columnas de idénticas medidas, exentas y con capiteles jónicos, obra del arquitecto Puig i Cadafalch, que se levantaron en 1919 en el lugar que hoy ocupa la Font Màgica de Montjuïc. Fueron derribadas en 1928 por la dictadura de Primo de Rivera.
Las Cuatro Columnas simbolizaban las cuatro barras de la senyera catalana, y estaban destinadas a convertirse en uno de los símbolos urbanos básicos del catalanismo, en un momento de claro reflujo nacionalista tras la desaparición de Solidaritat Catalana, la candidatura catalanista que entre 1906 y 1909 agrupó desde el carlismo a los republicanos nacionalistas pasando por la Lliga de Cambó.
Cada una de las columnas debía estar coronada por la figura de una victoria alada, pero por motivos desconocidos éstas no llegaron a realizarse. Las columnas nunca tuvieron otra función que el condicionamiento visual de la perspectiva de la montaña de Montjuïc, a la que mediante ellas se superponía un símbolo nacionalista evidente.
Derribadas por el régimen de Primo de Rivera en 1928, y posteriormente olvidadas durante décadas, fueron reconstruidas en 2010 por impulso de diversas entidades de la sociedad civil catalanista, en los inicios de la efervescencia independentista actual.
Las nuevas columnas fueron ubicadas en un emplazamiento distinto pero muy cercano al antiguo, y a la inauguración oficial asistieron el entonces presidente de la Generalitat de Catalunya, Artur Mas, y el alcalde de Barcelona, Jordi Hereu.
El Fossar de les Moreres
Desde hace algunos años, cada 11 de septiembre se reúnen en el Fossar de les Moreres, en el barrio de la Ribera de Barcelona, algunas docenas de los independentistas catalanes más exaltados, para rendir homenaje a los presuntos defensores de la ciudad, que según dicen creer ellos, fueron enterrados allí tras la derrota del 11 de septiembre de 1714.
En el año 2001, el Ayuntamiento de Barcelona, bajo presión de diversos grupos nacionalistas catalanes, inauguró un pebetero con una “llama eterna” sobre esta fosa, un espacio anejo a la iglesia de Santa María del Mar, que durante siglos fue utilizado como cementerio del barrio, según la costumbre medieval de ubicar los cementerios junto a las iglesias. Ese lugar fue usado al parecer como fosa común tras la rendición de la ciudad en septiembre de 1714, reposando en él algunos cadáveres ꟷno muchos, dadas las reducidas dimensiones de la fosaꟷ, fallecidos según el mito catalanista en el asalto definitivo a la ciudad llevado a cabo por las tropas borbónicas franco-castellanas. Una leyenda fabricada a mediados del siglo XIX dice que allí estaban enterrados de modo exclusivo los héroes caídos en aquella jornada: “En el Fossar de les Moreres no se entierra a ningún traidor, incluso perdiendo nuestras banderas será la urna del honor”, reza el célebre poema de Pitarra, un autor catalanista del Romanticismo, inventor del mito popular del Fossar.
Durante las obras de adecuación y reurbanización del espacio para la instalación del pebetero, los técnicos municipales abrieron y vaciaron la fosa, trasladando los restos humanos al cementerio de Montjuïc. Y ocurrió entonces que, entre el revoltillo de huesos, ropas y otros objetos, aparecieron girones de casacas y otros restos de equipamiento militar usado en la época por los soldados franceses, es decir, por atacantes de la ciudad en 1714. Resultó pues que “la urna del honor” patriótico catalán acogía por igual a soldados muertos de los dos bandos, y seguramente también a civiles a los que aquella guerra dinástica debió importarles un comino hasta el momento en el que les costó la vida. Y es que la función de las fosas comunes en un conflicto armado es precisamente servir de lugar de enterramiento a todos los muertos sin distinción.