“Mejor es morar en tierra desierta que con mujer rencillosa e iracunda”. Arquetipos culturales sobre la ira femenina.
- Escrito por Luisa Marco Sola
- Publicado en Cultura
En la iglesia romana de San Pietro in Vincoli el Moisés de Miguel Ángel muestra el momento posterior de su estallido de ira contra los israelitas. Tras bajar del Monte Sinaí con las tablas de la ley en sus manos ha encontrado a su pueblo adorando a un ídolo pagano y, henchido de rabia, ha roto los mandamientos en pedazos. La terribilità miguelangelesca, la mano mágica del artista, retrata al patriarca sereno, seguro sobre sus decisiones, sin asomo de remordimiento o vergüenza. La ira ha sido la herramienta medida, justa y legítima, para reinstaurar el orden que había sido alterado.
Moisés se sitúa dentro de una tradición de patriarcas, héroes, dioses, hombres poderosos en diferentes niveles, que desatan su ira como castigo contra aquellos que atentan contra ellos o contra el orden natural. Tal es el caso de Zeus, quien iracundo al descubrir que el fuego había sido robado por Prometeo para dárselo a los hombres, le condenaría sin atisbo de piedad a pasar en resto de sus días encadenado a una roca mientras un águila devoraba su hígado cada día y éste se regeneraba cada noche. El propio Jesucristo, en el Nuevo Testamento, desataba su ira la víspera de la Pascua Judía contra los mercaderes del Templo de Jerusalén al encontrar que lo habían ocupado para fines diferentes a los que él consideraba los correctos. El Libro de los Jueces detalla un evento similar, esta vez de la mano del propio Yahvé, cuando al encontrar a los israelitas adorando a otros ídolos, Baal y Astoret, “se enfureció y los hizo caer en manos de saqueadores que los despojaron de sus bienes”. Tales acciones no merecían ningún tipo de condena ni aclaración. La ira masculina aparece representada como una reacción justificada y legítima al mal moral. A todos ellos se les reconocía, sin excepción, la virtud aristotélica de la cólera justa.
En la mitología griega y romana, divinidades femeninas también recurrían a la furia de manera habitual. Tal era el caso de Hera, esposa de Zeus, quien a menudo castigó sin piedad a las múltiples amantes de su infiel marido. En su caso, sin embargo, eran sus incontenibles celos los que encendían sus accesos de rabia, convirtiéndola en una personalidad débil e incapaz de contención. De manera similar, Medea vivía atrapada por sus bajos instintos hasta el punto de recurrir incluso al infanticidio al saberse traicionada por Jasón. También los enfados de Artemisa aparecen reflejados abundantemente en la mitología griega y romana, si bien en su caso de lo que es víctima es de la vanidad. En síntesis, cuando ellas desataban su rabia lo hacían movidas por su incapacidad para contener sus bajas pasiones.
Los textos bíblicos, fruto de una sociedad eminentemente patriarcal, iban más allá y condenaban tales accesos siempre que fueran protagonizados por mujeres. Su furia era por naturaleza diferente a la de los hombres, pues tal como sostenía el Libro del Eclesiástico, “¡No hay veneno como el de la serpiente ni enojo como el de la mujer!”. El Libro de los Proverbios ampliaba esta visión sesgada señalando la rabia femenina como fuente de desgracias, al decir que “Mejor es morar en tierra desierta que con mujer rencillosa e iracunda”.
La primera contestación relevante a estos arquetipos en torno al comportamiento que se esperaba de las mujeres tuvo lugar durante la Edad Media dentro de la llamada “querelle des femmes”. Lo hacía sin embargo desde perspectivas diferentes. Pierre Le Moyne, en La Gallerie des femmes fortes, negaba los supuestos anteriores y dentro de un discurso de la excelencia femenina, atribuía más autocontrol a las mujeres frente a los hombres, lo que venía a proporcionarles un rasgo de superioridad moral. La inglesa Jane Anger iba más allá en su obra Her protection for Women (1589) y en lugar de negar la existencia de la ira entre las féminas la revindicaba como un instrumento legítimo, oponiéndose a las actitudes conciliadoras que se esperaban de las mujeres en el siglo XVI. Es más, atribuía a la Ira la autoría de su trabajo, sin tratar de mitigarla en ningún momento, afirmando:
"Maldita sea la falsedad de los hombres, cuyas mentes a menudo actúan de forma irreflexiva y cuyas lenguas no paran quietas, afanosas por criticar. ¿Alguna vez hubo alguien tan despreciado, maltratado, criticado o tratado de una forma tan vilmente inmerecida como nosotras, las mujeres?"
Las ideas de unos y otros durante este debate intelectual alcanzaban, no obstante, poco eco social.
Este ideal femenino de contención se trasladó al arte, donde apenas podemos encontrar retratos de mujeres iracundas. La propia actitud se aleja en sí misma de los ideales de belleza, que presentan a las mujeres como seres comedidos y complacientes.
Cuando dejan traslucir enojo en mayor o menor medida son representadas alejadas de cualquier cualidad humana positiva, casi animalizadas. Tal es el caso de varias representaciones de la escena mítica del desmembramiento de Orfeo a manos de las Ménades, desde la Muerte de Orfeo de Emile Lévy (1866) a La muerte de Orfeo de Émile Jean Baptiste Philippe Bin (1863), o Orfeo y las bacantes de Hans Speckaert (1560), posiblemente la más violenta de las tres. Las tres obras escenifican el ataque de estas ménades (o bacantes), enajenadas por el rechazo del bello Orfeo, quien tras perder a su esposa Eurídice había jurado no volver a enamorarse ni a tener relaciones con ninguna otra mujer.
Apenas se contempla la cólera como instrumento de justicia ni de restitución como en el caso de los hombres, y en las pocas ocasiones en que lo hace es de la mano de mujeres pintoras. Uno de estos escasísimos ejemplos es el cuadro Timoclea matando a su violador (1659), de Elisabetta Sirani. Según narra Plutarco en la biografía que dedica a Alejandro Magno, al tomar éste y sus tropas la ciudad de Tebas en el año 335 a.C., unos soldados tracios de su ejército asaltaron la casa de Timoclea y la violaron. Después, al ser preguntada por estos sobre las riquezas que ocultaba en la casa, Timoclea condujo al comandante al pozo que se encontraba en su jardín dándole a entender que allí había escondido el oro y las joyas. Al asomarse el hombre al pozo para tratar de localizar el tesoro, Timoclea lo empujó dentro del pozo y a continuación le arrojó piedras hasta matarlo. El cuadro refleja el momento en que Timoclea empuja al soldado para que caiga en el pozo. La ira tensa el rostro de la mujer, colérica y rotunda, mientras concentra toda su fuerza en sus manos para ejercer su justa venganza.
Otro de estos raros ejemplos es el óleo Judith decapitando a Holofernes (1620) de Artemisia Gentileschi. En este caso, una Judith furiosa sostiene al general asirio con firmeza mientras corta su cuello, sin siquiera inmutarse por las salpicaduras de sangre, salvando así de la destrucción su ciudad, Betulia. El mismo episodio bíblico había sido plasmado por el maestro de Gentileschi, Caravaggio, en 1599 en Judith y Holofernes, pero en esa ocasión Judith aparecía como un ser grácil y delicado que no mostraba ningún tipo de sentir.
De una u otra manera, estos arquetipos se han perpetuado en nuestra sociedad, tal como demuestra magistralmente Mary Beard en Mujeres y poder. Un manifiesto, en lo referente a las diferentes opiniones que merecen hombres y mujeres en el ejercicio del poder. Del mismo modo, la ira en hombres y mujeres sigue siendo merecedora de interpretaciones contrapuestas.
Frente a ello, el colectivo francés Ma colère reivindicaba la emoción de la ira en su libro Mi cuerpo es un campo de batalla. La rabia se convierte para este colectivo en un instrumento de cambio que por inmoderado e incómodo ha sido vetado a las mujeres. Y es que la feminidad se ha construido histórica y culturalmente en torno a la moderación: “Sentir moderadamente, pensar moderadamente, decir moderadamente, comer moderadamente, existir moderadamente”. Y, por encima de todo, no molestar.
Elisabetta Sirani, Timoclea matando al capitán de Alejandro Magno (1659), en Nápoles, Museo de Capodimonte. / Wikipedia.
Luisa Marco Sola
Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.