Campo de las Flores: el 17 de febrero de Giordano Bruno
- Escrito por Manuel Peinado Lorca
- Publicado en Historalia
En pleno centro de Roma, la plaza del Campo dei Fiori es uno de los principales focos de atracción para residentes y visitantes. Los primeros atraídos por el mercado de productos locales (verduras, frutas, quesos, embutidos y otros artículos para gourmets) y los segundos por la historia del lugar y por la concentración de estrellas Michelín que se ciñe alrededor de los muchos restaurantes que rodean la plaza y del monumento presidido por la imponente figura de Giordano Bruno, el monje al que la Santa Inquisición quemó vivo en esta misma plaza por hereje.
Como señala Vicens Lozano en Intrigas y poder en el Vaticano (Roca Editorial, 2021), una crónica de los secretos y escándalos mejor guardados del Estado más pequeño del mundo, la fijación que tiene el clero vaticano por este lugar del centro de Roma es paradójica. A pesar de ese monumento, que recuerda los años más tenebrosos de la Iglesia, los lujosos restaurantes del Campo dei Fiori son frecuentados por muchos cardenales y miembros de la curia, quienes se cuentan entre los seres humanos más aficionados a los placeres de la vida. Para ellos el cielo está en la Tierra y el infierno quién sabe dónde.
Los atildados monseñores no se dejan ver por allí cada 17 de febrero cuando los romanos ateos, agnósticos o contrarios al poder de la Iglesia se reúnen en la plaza para rendir homenaje al filósofo, astrónomo y científico dominico Giordano Bruno, que se hacía llamar "el Nolano", por haber crecido en Nola, una localidad próxima a Nápoles. Ninguna ciudad, ningún país, ninguna autoridad religiosa lograron contener a quien fue uno de los espíritus más inquietos e indómitos de la Europa del siglo XVI.
El Nolano, después de una vida itinerante fue detenido en Venecia en 1598 y quemado vivo, allí, en el Campo dei Fiori, el 17 febrero de 1600, por mandato de la Inquisición bajo el papado de Clemente VII, el papa que dirigió la Polemica de auxiliis que enfrentó a jesuitas y dominicos en relación con el libre albedrío y la gracia divina.
Retrato de Giordano Bruno. Litografía realizada en el siglo XVI. Civica Raccolta delle Stampe Archille Bertarelli, Milán.
Reza un dicho popular africano que cuando muere un hombre muere una biblioteca. Antes de la imprenta, cuando moría un hombre sabio se llevaba consigo la memoria y la sabiduría. Las ideas dejan de ser arcanos y volaron libremente después de que Gutenberg, mediado el siglo XV, inventara la imprenta y editara, en 1445, su archiconocida Biblia. Tras la invención de la imprenta, los siglos XV y XVI fueron testigos de una gran revolución que todavía no ha cesado.
En esos siglos, impulsados por el prodigioso proceso intelectual y creativo del Renacimiento, se inició una revolución que dio comienzo a la era de las comunicaciones y de la globalización. Fue la revolución basada en materia vegetal, en la pasta del papel surgido de las imprentas y en la madera que pobló los mares en un incesante devenir de flotas militares y comerciales impulsadas por los viajes de Colón, de Magallanes, de Elcano (Primus circumdedisti me), de Vasco de Gama y de tantos otros. Era el “bosque flotante” que describiera Lope de Vega admirado por el poderío naval español. Personas y bienes transportados por la vela y el maderamen de los barcos a través de un mundo -¡por fin redondo!- que parecía carecer de confines. Pensamiento e ideas que vuelan impulsados por los libros. El mundo no volverá a ser el mismo.
Cuando Gutenberg inventó la imprenta, Europa tenía 60 millones de habitantes y menos de treinta mil libros, unos primorosos códices manuscritos por amanuenses y pendolistas, repartidos en monasterios, conventos y bibliotecas reales. La memoria y la sabiduría eran arcanos tesoros al servicio del poder eclesiástico y real. Un siglo después, a finales del XVI, existía un canon europeo de 50 millones de libros.
La imprenta significó un prodigioso invento imparable. La capacidad impresora europea fue extraordinaria. Según cuenta el historiador Michael White en su magnífica e imprescindible biografía del Nolano (Giordano Bruno. El hereje impenitente), tres años después de que Gutenberg imprimiera su famosa Biblia había un solo taller impresor en Estraburgo. Veinticinco años más tarde, en Roma había más de una docena y en Venecia, poco después, un centenar de impresores.
Con la imprenta nacieron los primeros éxitos, aparecen los primeros superventas, el mayor de los cuales fue el Elogio de la locura, de Erasmo. Años más tarde, a partir de 1605, el superventas será El Quijote. En la ciudad-república de Ginebra las imprentas, puestas al servicio del poder teocrático calvinista, eran capaces de producir 300.000 ejemplares anuales de las Institutio del tirano Calvino.
Pero con los libros volaron también las ideas. Por eso la imprenta, madre de los infinitos libros, esos peligrosos artefactos que despiertan la mente del hombre poniéndolo en el infame camino del libre albedrío, de la tolerancia frente al autoritarismo y del libre pensamiento frente al monolítico poder de la verdad iluminada, trajo consigo otro invento: la censura. Perseguidas por la censura a sangre y fuego, por Torquemada o por Calvino, se suceden las víctimas que propugnaban sus ideas a través de los libros. Bartolomé de Carranza y fray Luis de León en España, Miguel de Servet y Castellio en Ginebra, Bruno en Italia y los hugonotes en Francia son los casos más conocidos.
El francés Castellio, el español Servet y el italiano Bruno son tres de los primeros mártires del libro. Bruno, el Nolano, y Miguel de Servet, filósofos y científicos, quemados vivos en la hoguera, con la lengua presa en una paleta de madera para que no pudieran ni hablar. Castellio, el primer defensor de la tolerancia, muerto antes de ser ajusticiado por la intransigencia herética en la monolítica y uniforme Ginebra calvinista. Stephan Zweig escribió su historia en un libro imprescindible: Castellio contra Calvino: conciencia contra violencia, publicado en 1936, en el que se relata el enfrentamiento entre Sebastian Castellio, un humanista defensor de la libertad, y Juan Calvino, símbolo del fanatismo.
Bruno contó en sus libros lo que calló Copérnico y lo que rectificó Galileo para librarse del potro y de la hoguera. Defendiendo la existencia de un gran Universo y de otros planetas, el Nolano escribió estas hermosas palabras: «Creer que no existen otros planetas que los que ya conocemos no es más razonable que opinar que no vuelan más pájaros que los que vemos al asomarnos a una pequeña ventana». La pequeña ventana de la mente humana que abrió, de par en par y para siempre, la imprenta. Giordano Bruno, el Nolano, autor, entre otras obras, de La cena del miércoles de ceniza, quemado vivo en el Campo de las Flores de Roma. Quemada su carne, pero no sus ideas, que volaron con sus libros.
Para los filósofos de la época, para Galileo, para Descartes o para Isaac Newton, Bruno era un mito del pensamiento libre, una figura adorada, pero también alguien de quien no se podía hablar, porque era también el símbolo del terrible castigo que aguardaba cuando uno traspasaba la frontera para elegir la verdad científica frente a la verdad revelada.
Lo sufrió Nicolás Copérnico, sesenta años antes de Bruno, cuando supo que sus estudios sobre la órbita terrestre (De revolutionibus orbium coelestium) podían costarle la vida. Lo supo Galileo, coetáneo de Bruno, cuya retractación le salvó del potro y de las llamas. Pero hubo otros impresionantes ejemplos de hombres que no se retractaron y perdieron familia, fortuna y vida en defensa de sus libros y de sus ideas.
Libros que divulgaron las ideas de Sebastián Castellio, padre de la tolerancia, la hormiga humanista frente al poder absoluto del elefante Calvino, el religioso intransigente y feroz que sembró de sangre y fuego los campos ginebrinos. Con ocasión de la ejecución de Miguel de Servet, la primera víctima del calvinismo, Castellio escribió su Manifiesto frente a la intolerancia (1531), del que recojo unas hermosas palabras: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre».
Aunque su enorme talla humana no haya sido rehabilitada por las iglesias que los encausaron, las ideas de Bruno, de Servet y de Castellio los sobrevivieron,. Por eso, otro 17 de febrero, me gustaría que este artículo sirviera de homenaje a los hombres que hicieron posibles los libros y, a través de ellos, la propagación de palabras tan hermosas como humanismo, pensamiento libre, tolerancia y libertad.
Manuel Peinado Lorca
Catedrático de Universidad de Biología Vegetal de la Universidad de Alcalá. Licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Granada y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad Complutense de Madrid.
En la Universidad de Alcalá ha sido Secretario General, Secretario del Consejo Social, Vicerrector de Investigación y Director del Departamento de Biología Vegetal.
Actualmente es Director del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Fue alcalde de Alcalá de Henares (1999-2003).
En el PSOE federal es actualmente miembro del Consejo Asesor para la Transición Ecológica de la Economía y responsable del Grupo de Biodiversidad.
En relación con la energía, sus libros más conocidos son El fracking ¡vaya timo! y Fracking, el espectro que sobrevuela Europa. En relación con las ciudades, Tratado de Ecología Urbana.