María Pacheco: La insospechada líder de la Rebelión de las Comunidades de Castilla
- Escrito por Luisa Marco Sola
- Publicado en Historalia

María Pacheco no tiene tumba. Se perdió durante la restauración de la capilla de San Jerónimo de la catedral de Oporto, donde descansaban sus restos. Carlos I jamás accedió a concederle el perdón ni a permitir que fuera sepultada en Villalar o en Toledo junto al cuerpo de su marido. Su nombre a punto estuvo de desaparecer, borrado de la historia oficial de España, hasta mediados del siglo XIX.
En 1951 el director Juan de Orduña dedicó a su figura la película La leona de Castilla, que adaptaba la obra teatral en verso del mismo nombre de Francisco Villaespesa. En la misma, la actriz Amparo Rivelles daba voz a Pacheco, que en el filme encarna todo un símbolo de la lucha por las libertades populares oprimidas. Y es que, de hecho, María Pacheco fue uno de los líderes de la revuelta de las Comunidades de Castilla, considerada ésta por su principal estudioso, Joseph Pérez, como “la primera revolución moderna”.
Nacida en Granada en 1496, María Pacheco era la séptima hija de Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla y marqués de Mondéjar, y de Francisca Pacheco, hermana del marqués de Villena. María eligió llevar el apellido de su madre para así diferenciarse de otras dos hermanas suyas con las que compartía nombre de pila. Creció y se educó en la Alhambra, de la que su padre había sido nombrado alcalde perpetuo por los Reyes Católicos, en un ambiente humanista plenamente renacentista. Era por ello una mujer culta, que dominaba el latín y el griego y poseía conocimientos de matemáticas, literatura e historia.
Tenía catorce años cuando se concertó su boda con Juan de Padilla, un noble de Toledo de rango inferior al que María ostentaba. Disgustada en un primer momento, acabó enamorándose de su ya marido, con el que compartía la necesidad vital de oponerse a las injusticias de su época. En 1516 nació su único hijo, Pedro. Dos años más tarde se instalaron en Toledo, al suceder Juan a su padre como regidor de la ciudad.
Allí se encontraban en 1520, cuando estalló la revuelta de las Comunidades de Castilla. Previamente a ese momento, la situación económica del reino se había ido deteriorando a causa de las malas cosechas y epidemias, y de una presión fiscal siempre en aumento. La llegada en 1517 del heredero a la corona, que reinaría como Carlos I, acabó de alimentar el descontento de los castellanos. Inexperto, criado en Flandes y desconocedor del idioma castellano y de la realidad de sus posesiones, el joven rey entregó las más altas dignidades del reino a cortesanos flamencos de su círculo más cercano. Sin ser consciente de la gravedad de la situación en Castilla, se embarcó en 1519 en la campaña para ser elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, a la que tenía derecho como nieto del difunto Maximiliano de Habsburgo. Contaba para sufragar su candidatura con los impuestos del más rico de sus reinos, que era precisamente Castilla. Convocó por ello en varias ocasiones a las cortes castellanas para que le brindaran la financiación que requería su empresa. Ese fue el detonante de la ira contra la Corona, al frente del cual se situó la ciudad de Toledo.
Para entonces, Juan Padilla gozaba de un enorme prestigio en Toledo, por lo que se convertirá en el líder de la insurrección de un modo casi natural. La ciudad se había significado especialmente dentro de los opositores a Carlos I, negándose incluso a enviar procuradores a las Cortes convocadas por el monarca en Santiago de Compostela en 1520 para que aprobaran un nuevo servicio fiscal. Así, en las semanas siguientes a la partida de Carlos I al Sacro Imperio para su coronación como emperador, Toledo encabezó la revuelta, que se extendió rápidamente por toda la Meseta Castellana. Dentro de los insurrectos castellanos pronto destacaron junto a Padilla una serie de personajes, especialmente Juan Bravo, hijo de nobles segovianos y Francisco Maldonado.
María Pacheco parece haber sido determinante en el apoyo de su marido a la insurrección castellana. No era dada a inhibirse de las cuestiones de gobierno y ya había demostrado su carácter en su enfrentamiento frontal con otra de las personalidades destacadas del alzamiento comunero: El Obispo Antonio Acuña. Él, previamente hombre de confianza de los Reyes Católicos, nunca había disimulado sus enormes ambiciones personales y ya había entrado en conflictos por ellas enfrentándose incluso con la Santa Sede. Al trasladarse a Toledo y tratar de optar a la sede episcopal había chocado frontalmente con María Pacheco, que también la ambicionaba para su propio hermano. A partir de ese momento, a pesar de militar ambos en la causa comunera, mantuvieron ya siempre una enemistad indisimulada.
La rebelión se extendió como la pólvora por toda la meseta canalizando la rabia de un reino que se sentía maltratado por un rey que veían como extranjero. Para ello dirigieron su mirada hacia otra mujer, la reina Juana I de Castilla, la legítima heredera y que entonces se encontraba ya confinada en Tordesillas. Acudieron a ganarse su apoyo, ofreciéndole a cambio recuperar la corona y todos los privilegios que entonces ostentaba su hijo.
En abril de 1521 y tras una serie de enfrentamientos en los que las tropas comuneras habían demostrado su capacidad para resistir los embates de las tropas regalistas, los insurrectos sufrieron una inesperada y desastrosa derrota en la batalla de Villalar. Tras ella, sus líderes, Juan Bravo, Francisco Maldonado y el propio Juan Padilla, fueron decapitados la mañana del 23 de abril en un cadalso situado en la Plaza Mayor de Villalar.
Al recibir la noticia de la ejecución de su marido, la postura de María estuvo clara: Debía terminar lo que su esposo comenzó. Adoptó la vestimenta de luto y se negó a entregar la ciudad a las fuerzas reales. Lo logró, de hecho, durante nueve meses más, llegando incluso a dotar de cañones su propia casa para defenderse en último término. Uno de los momentos más rememorados fue su entrada en el Sagrario de la Catedral toledana a requisar la plata allí custodiada para poder pagar a las tropas con ella.
La resistencia, sin embargo, se volvió imposible y su hermana, María de Mendoza, Condesa de Monteagudo, se encargó de negociar con las tropas del rey una tregua. Durante la misma, María pudo huir de Toledo a Portugal disfrazada de campesina junto con su hijo. Allí hubo de afrontar importantes carencias económicas. Mientras, en Toledo, el corregidor Juan Zumel ordenaba derruir el palacio de Padilla y Pacheco y sembrar de sal el solar para que nada pudiera recordar a los líderes de los sublevados.
Poco antes de su fallecimiento, María recibió en Oporto la visita de su hermano menor, el poeta Diego Hurtado de Mendoza. Él escribió su epitafio:
“Si preguntas mi nombre, fue María
si mi tierra, Granada; mi apellido
de Pacheco y Mendoza, conocido
el uno y el otro más que el claro día;
si mi vida, seguir a mi marido;
mi muerte en la opinión que él sostenía.
España te dirá mi cualidad
que nunca niega España la verdad.”
Nunca recibió el perdón real, tampoco lo pidió. Y dado que se la consideraba uno de los más destacados líderes de la insurrección, su nombre no aparecía en la amplísima amnistía que Carlos I ofreció a los comuneros. Fue condenada a muerte en rebeldía en 1524.
Luisa Marco Sola
Doctora en Historia Contemporánea. Autora de diversos libros y artículos sobre el Catolicismo y la Guerra Civil española.